He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

sábado, 5 de septiembre de 2015

La gran catarata

La avioneta nos conducía hacia la gran catarata, el salto de agua natural más grande del mundo, cuyo bramido se podía escuchar  desde el hotel en que nos alojábamos, a bastante distancia del lugar. La mañana estaba brumosa, pero el piloto había dicho que pronto despejaría. Entonces advertí algo inusual tras el asiento que ocupaba mi mujer, delante del mío. Incrustado entre el fino zócalo de plástico y la pared de la cabina había un objeto rojo, que no tenía aspecto de pertenecer a la estructura del aeroplano. Me incliné y lo toqué con el dedo: parecía un lápiz, que se escurrió para encajarse más entre el zócalo y la pared. Volví a tocarlo y lo empujé poco a poco, hasta hacer asomar un trozo largo de su envergadura. En efecto, se trataba de un lapicero de cuerpo hexagonal, de esos que llevan una goma en un extremo. Tal como estaba colocado, podía moverse bien en sentido longitudinal, resbalando a lo largo del resquicio, pero era difícil sacarlo de aquella hendidura. Un grito de mi mujer llamó mi atención: la bruma se iba disipando y a lo lejos se divisaba un enorme muro blanquecino, que resaltaba entre la espesa vegetación de la selva. La avioneta se inclinó sobre un ala para cambiar el rumbo y descubrí que el lapicero se había desplazado ligeramente fuera de su casual alveolo. Si tuviese un alambre, un vulgar clip para papel, sería fácil extraerlo, pensé. ¡La catarata! ¡La catarata!, exclamó mi mujer, con voz jubilosa, y percibí que el muro blanquecino, ya más cercano, quedaba a nuestra derecha. Se me ocurrió entonces que acaso una de las patillas de mis gafas podía servirme de gancho para sujetar el lapicero y hacerlo salir. El ruido de la gran catarata era ya ensordecedor y la avioneta daba bruscos saltos que hacían bastante ardua mi labor. Me agaché todo lo que pude. Ayudándome con la otra mano, intenté completar la extracción. El lapicero se soltó varias veces, pero al fin conseguí sujetarlo firmemente y, forzando el borde del fino zócalo, sacarlo del todo. El ruido de la gran catarata se había hecho otra vez menos intenso. Mi mujer miraba hacia atrás y yo volví también la vista para contemplar el enorme muro blanquecino del que nos íbamos alejando. ¿No te ha parecido impresionante?, me preguntó a voces, y yo asentí con la cabeza, confuso. En uno de los lados del lapicero estaba impreso, con letras doradas, Germany, dessin 2000, Faber-Castell.

José María Merino [1941- ].
Microrrelato incluido en su libro La glorieta de los fugitivos [2007].

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