He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]
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sábado, 5 de noviembre de 2016

La casa de Asterión

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III, I

   Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)¹ están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
   El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
   Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos en que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
   No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
   Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

   El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
   –¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo–. El minotauro apenas se defendió.


A Marta Mosquera Eastman.

¹ El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.


Cuento de Jorge Luis Borges [1899-1986] publicado a finales de los años 40 y basado en la historia mitológica del Minotauro y su laberinto.

lunes, 4 de julio de 2016

La cajita

Fue su común afición a la historia de la fotografía lo que hizo que se conocieran en un curso de verano organizado por un pequeño museo de la ciudad. Durante la sesión del primer día les divirtió comentar algunas de las cosas que estaban viendo. Al salir, se presentaron y les hizo gracia que sus amistades y sus familias les llamaran por sus iniciales: Jota y Eme. Les pareció una buena señal. No sabían de qué, pero en cualquier caso era una coincidencia que les gustó. Ese mismo primer día descubrieron también que coincidían sus caminos de vuelta a casa, y al día siguiente decidieron aprovechar el fresco de las noches de verano en la ciudad para quedarse un rato en alguna terraza charlando. La tercera noche, mientras cenaban, Eme notó cómo Jota le miraba las manos. Le dijo que le habían llamado la atención desde que se conocieron. Al cabo de un rato le propuso subir a su casa. Eme accedió.
Era un piso alto, céntrico, no muy grande pero con un salón amplio que tenía un gran ventanal que debía hacerlo muy luminoso durante el día. Aún conservaba una chimenea que parecía no haber sido usada desde hacía años. Había libros por todas partes, fotos en las paredes, muchos objetos interesantes. Jota le preguntó qué le apetecía tomar y, al irse a la cocina para preparar algo de picar, Eme se quedó curioseando en el salón. En una de las paredes había varios dibujos, cada uno en su marco individual, que debían ser apuntes preparatorios para un cuadro barroco. Vio unos cuantos mapas, algunos antiguos. Junto a una esquina una figura africana de madera. En una vitrina que ocupaba un lugar principal en el salón había varias cámaras fotográficas. Al verlas, Eme pensó que ninguna de ellas tenía menos de cien o ciento cincuenta años. Sobre la repisa de la chimenea vio un par de fotos que reconoció y que parecían copias de época, una tetera de hierro japonesa, también antigua, varias piezas de cerámica...
Jota volvió con una bandeja y, mientras apartaba de una mesa baja unos cuantos libros para poder apoyarla, le explicó que había tenido varios familiares que se habían dedicado a viajar y a hacer fotografías por el mundo durante buena parte del siglo diecinueve y principios del veinte. Las siguientes generaciones habían abandonado la afición por la fotografía pero tuvieron la lucidez de conservar casi todo lo que sus antecesores habían recopilado en aquellos viajes y la gran mayoría de las fotografías que habían hecho. Su familia nunca había sido muy amplia y por eso había sido relativamente fácil mantener unida la colección. Le dijo que no había nada que fuera especialmente valioso, y que, desde su punto de vista, lo realmente interesante era más bien la gran variedad de objetos que habían logrado reunir. Pero a Eme todo le parecía fascinante. Tenía la sensación de estar en uno de esos pequeños museos formados a partir de la colección de alguna familia pudiente del siglo XIX.
Cuando Jota volvió a la cocina a por las bebidas, Eme le ofreció ayuda para traer lo que faltaba pero le oyó responder que no era necesario, así que siguió moviéndose por el salón como si estuviera visitando una exposición. Le llamó la atención una cajita hecha de una sola pieza de madera oscura, muy pulida, sin ningún adorno, que también estaba sobre la chimenea. La abrió con cuidado y al mirar en su interior encontró dentro centenares de uñas. Uñas grandes y pequeñas, algunas con manchas de esmalte, blanquecinas, oscuras, amarillentas, unas muy mal cortadas y otras perfectas como una luna casi nueva, varias desproporcionadamente largas o estrechas o gruesas...
De pie junto a la chimenea, con la cajita en la mano, sin poder apartar la vista de su contenido, oía cómo Jota le seguía hablando desde la cocina sobre sus familiares trotamundos y coleccionistas, sobre cómo muchas de esas cosas que tenía en casa le habían hecho interesarse por personas, países o libros. Eme se preguntaba, con una mezcla de asco y miedo, de dónde habrían salido todas aquellas uñas, a quién habrían pertenecido y por qué estaban allí guardadas. Seguía oyendo a Jota contar que su vida se había visto condicionada por todos esos objetos con los que vivía y que tenerlos había hecho que el coleccionismo fuera también su gran afición. A Eme las preguntas se le mezclaban con algo parecido a una náusea. Trató de pensar en algún motivo por el que alguien, en especial alguien tan aparentemente interesante y agradable como parecía ser Jota, pudiera querer coleccionar uñas cortadas. Recordó que, un rato antes de subir al piso, su vanidad había interpretado como deseo el interés con el que Jota le miraba las manos. Ese recuerdo le produjo aún más inquietud.
Eme pensó, mientras Jota seguía hablando desde la cocina, que cualquiera puede haber visto cientos de naranjas en una frutería, docenas de pelotas de tenis en una tienda de deportes, montones de coches en un parking o de camisas en un armario, pero que nunca, jamás, nadie debía haber visto varios cientos de uñas cortadas y metidas en una cajita de madera. Se asustó. Sintió un escalofrío que no se correspondía con la agradable brisa que refrescaba la ciudad y que entraba por el ventanal del salón. En silencio cerró la caja, la volvió a dejar con cuidado sobre la chimenea y salió de la casa. No volvió a las sesiones que quedaban del curso de fotografía. Y de hecho, durante mucho tiempo procuró no frecuentar esa zona de la ciudad para evitar un encuentro que hubiera resultado demasiado incómodo.

Madrid, marzo de 2016.

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La cajita by Román J. Navarro Carrasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

domingo, 13 de marzo de 2016

Ser escritor

Ser escritor -mantenía él- era otra cosa; no consistía en escribir. El escritor, por vulgar que sea en apariencia, habita en una luz inaccesible que alumbra lo que le rodea para hacerle más clara la vida del mundo, mala o buena, y la de los demás, y hablar es una forma de escritura en el aire, sin afeites, sin trampa ni cartón, con correcciones y rectificaciones a la vista y al oído del que lo escucha. Cuando se es escritor, también se escribe con la vida... Y, además -solía añadir sonriendo-, las personas más influyentes de la Humanidad no han escrito jamás una palabra...

Del cuento Culturalia, incluido en el libro Antes del futuro imperfecto [2010], del cuentista Medardo Fraile [1925-2013], de cuyo nacimiento se cumplen hoy 91 años.