He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

domingo, 30 de noviembre de 2014

gente que lee (15)

Pintores que pintan a pintores que leen: Claude Monet [1840-1926] leyendo, retratado por Pierre-Auguste Renoir [1841-1919].

sábado, 29 de noviembre de 2014

Cómo me deshice de quinientos libros

Poeta: no regales tu libro, destrúyelo tú mismo
Eduardo Torres

Hace varios años leí un ensayo de no recuerdo qué autor inglés en el que éste contaba las dificultades que se le presentaron para deshacerse de un paquete de libros que por ningún motivo quería conservar en su biblioteca. Ahora bien, en el curso de mi existencia he podido observar que entre los intelectuales es corriente oír la queja de que los libros terminan por sacarlos de sus casas. Algunos hasta justifican el tamaño de sus mansiones señoriales con la excusa de que los libros ya no los dejaban dar un paso en sus antiguos departamentos. Yo no he estado, y probablemente no lo estaré jamás, en este último extremo; pero nunca hubiera podido imaginar que algún día me encontraría en el del ensayista inglés, y que tendría que luchar por desprenderme de 500 volúmenes.
Trataré de contar mi experiencia. De pasada diré que es probable que esta historia irrite a muchos. No importa. La verdad es que en determinado momento de su vida o uno conoce demasiada gente (escritores), o a uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se editan demasiados libros. Llega el momento en que tus amigos escritores te regalan tantos libros (aparte de los que generosamente te pasan para leer aún inéditos) que necesitarías dedicar todos los días del año para enterarte de sus interpretaciones del mundo y de la vida. Como si esto fuera poco, el hecho es que desde hace veinte años mi afición por la lectura se vino contaminando con el hábito de comprar libros, hábito que en muchos casos termina por confundirse tristemente con la primera. Por ese tiempo di en la torpeza de visitar librerías de viejo. En la primera página de Moby Dick Ismael observa que cuando Catón se hastió de vivir se suicidó arrojándose sobre su espada, y que cuando a él le sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un barco. Yo, en cambio, durante años tomé el camino de las librerías de viejo. En cuanto uno empieza a sentir la atracción de estos establecimientos llenos de polvo y penuria espiritual, el placer que proporcionan los libros ha empezado a degenerar en la manía de comprarlos, y ésta a su vez en la vanidad de adquirir algunos raros para asombrar a los amigos o a simples conocidos. 
¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día está uno tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: ¡Cuántos libros tienes! Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: ¡Qué inteligente eres!, y el mal está hecho. Lo demás ya se sabe. Se pone uno a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se sea un verdadero infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas, uno ha recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor, uno posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en el fondo eres un genio. Así es la vanidad esta de poseer muchos libros.
En tal situación, el otro día me armé de valor y decidí quedarme únicamente con aquellos libros que de veras me interesaran, hubiera leído, o fuera realmente a leer. Mientras consume su cuota de vida, ¿cuántas verdades elude el ser humano? Entre éstas, ¿no es la de su cobardía una de las mas constantes? ¿A cuántos sofismas acudes diariamente para ocultarte que eres un cobarde? Yo soy un cobarde. De los varios miles de libros que poseo por inercia, apenas me atreví a eliminar unos quinientos, y eso con dolor, no por lo que representaran espiritualmente para mi, sino por el coeficiente de menor prestigio que los diez metros menos de estanterías llenas irían a significar. Día y noche mis ojos recorrieron una y otra vez (como decían los clásicos) las vastas hilares, discriminando hasta el cansancio (como decimos los modernos). ¡Qué increíble cantidad de poesía, qué cantidad de novelas, cuántas soluciones sociológicas para los males del mundo! Se supone que la poesía se escribe para enriquecer el espíritu; que las novelas han sido concebidas, cuando menos, para la distracción; y aun, con optimismo, que las soluciones sociológicas se encaminan a solucionar algo. Viéndolo con calma, me di cuenta de que en su mayor parte la primera, o sea la poesía, era capaz de empobrecer al espíritu más rico, las segundas de aburrir al más alegre y las terceras de embrollar al más lúcido. Y no obstante, qué de consideraciones hice para descartar cualquier volumen, por insignificante que pareciera. Si un cura y un barbero me hubieran ayudado sin yo saberlo, ¿habrían dejado en mis estantes más de cien? Cuando en 1955 visité a Pablo Neruda en su casa de Santiago me sorprendió ver que escasamente poseía treinta o cuarenta libros, entre novelas policiales y traducciones de sus propias obras a diversos idiomas. Acababa de donar a la Universidad una cantidad enorme de verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto en vida; único estado, viéndolo bien, en que uno se lo puede dar.
No haré aquí el censo de los libros de que estaba dispuesto a desprenderme; pero entre ellos había de todo, más o menos así: política (en el mal sentido de la palabra, toda vez que no tiene otro), unos 50; sociología y economía, alrededor de 49; geografía general e historia general, 2; geografía e historia patrias, 48; literatura mundial, 14; literatura hispanoamericana, 86; estudios norteamericanos sobre literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1; teorías del ritmo (para que la señora no se embarace), 6; métodos para descubrir manantiales, 1; biografías de cantantes de ópera, 1; géneros indefinidos (tipo Yo escogí la libertad), 14; erotismo, 1/2 (conservé las ilustraciones del único que tenía); métodos para adelgazar, 1; métodos para dejar de beber, 19; psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5; métodos para hablar inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés en diez días, 1; métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios sobre cine, 8; etc.
Pero esto constituía nada más que el principio. Pronto descubrí que eran pocas las personas que querían aceptar la mayor parte de los libros que yo había comprado cuidadosamente a través de los años perdiendo tiempo y dinero. Si bien esto me reconcilió algo con el género humano al descubrir que el mero afán de acumular no era una aberración tan generalizada, me causó las molestias consiguientes, por cuanto una vez decidido a ello, deshacerme de esos libros se convirtió en una necesidad espiritual apremiante. Un incendio como el de la Biblioteca de Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el camino más llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar 500 libros en el patio de la casa (suponiendo que la casa lo tuviera). Y se acepta que la Inquisición quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara libros. Ciertas personas aficionadas a estas cosas me sugirieron donar todos esos volúmenes a tales o cuales bibliotecas públicas; pero una solución tan fácil le restaba espíritu aventurero al asunto y la idea me aburría un poco, además de que estaba convencido de que en las bibliotecas públicas serían tan inútiles como en mi casa o en cualquier otro sitio. Tirarlos uno por uno a la basura no era digno de mí, de los libros, ni del basurero. La única solución eran mis amigos. Pero mis amigos políticos o sociólogos poseían ya los libros correspondientes a sus especialidades, o eran enemigos de ellos en gran cantidad de los casos; los poetas no querían contaminarse con nada de contemporáneos suyos a quienes conocieran personalmente; y el libro sobre erotismo era una carga para cualquiera, aun despojado de sus ilustraciones  francesas.
Sin embargo, no quiero hacer de estos recuerdos una historia de falsas aventuras supuestamente divertidas. Lo cierto es que de alguna manera he ido encontrando espíritus afines al mío que han aceptado llevarse a sus casas esos fetiches, a ocupar un lugar que restará espacio y oxígeno a los niños, pero que darán a los padres la sensación de ser más sabios e incluso la más falaz e inútil de ser los depositarios de un saber que en todo caso no es sino el repetido testimonio de la ignorancia o la ingenuidad humanas. 

Mi optimismo me llevó a suponer que al terminar estas líneas, comenzadas hace quince días, en alguna forma justificaría cabalmente su título; si el número de quinientos que aparece en él es sustituido por el de veinte (que empieza a acortarse debido a una que otra devolución por correo), ese título estará más apegado a la verdad.

Mientras empaqueto mis cosas, entre ellas los libros, para una nueva mudanza, he encontrado este cuento (¿de ficción?) del escritor guatemalteco Augusto Monterroso [1921-2003] en su libro Movimiento perpetuo [1972].

viernes, 28 de noviembre de 2014

3.000


Muchas veces he echado estas cuentas.
Puede que alguien piense que no es más que otro TOC... pero no deja de tener su gracia y su interés hacer los cálculos, aunque sólo sea por curiosidad: tantos libros al mes por doce meses al año por tantos años de lectura más o menos continuada... tantos libros leídos en toda la vida.
Da igual la generosidad que muestres al pensar en el número de libros que lees o en el número de años que vas a usar para leerlos. Hagas las cuentas como las hagas siempre salen pocos. Unos cuantos miles en el mejor de los casos.
Y para colmo luego piensas en las temporadas en las que lees menos por el motivo que sea, o en el tiempo "perdido" en leer libros prescindibles (signifique eso lo que signifique), o en esos que parece que te están gustando pero se te "atascan" y no consigues acabarlos, o los malos malísimos que has leído para ver por qué hay tanta gente a la que le gustan, o los directamente intragables.....


La razonable biblioteca de Samuel Pepys


El empelucado caballero que nos contempla tan digno a la derecha, atendía al nombre de Samuel Pepys. En vida fue un eficiente funcionario del gobierno de su majestad el rey Jacobo II de Inglaterra. Ya difunto, pertenece a ese fastidioso club de escritores que se han ganado un puesto en la historia de la literatura sin pretenderlo. El señor Pepys escribió durante nueve años un diario tan sincero, que se mantiene cálido y cercano trescientos cuarenta años después, como si conociéramos en persona al autor, y encima, nos cayera simpático. Lo escribió en un sistema taquigráfico personal que impidió su lectura hasta 1823, cuando un estudiante dedicó tres arduos años a desentrañar las páginas cifradas. El pobre nunca supo que, a un metro de donde se guardaba el diario, Pepys había dejado un libro con la explicación de los signos empleados. Le hubiera bastado alargar el brazo para ahorrarse miles de horas de esfuerzo. El buen Pepys quiso proteger sus deslices amorosos escribiendo sus modestas hazañas con una mezcla de español, inglés y francés, en una suerte de esperanto sexual que lo protegiera de la brava señora Pepys. Fue un hombre diligente, curioso y extrovertido con solo dos terrores en su vida. El primero fue quedarse ciego, y por eso interrumpió la escritura del diario, al que culpaba de arruinar su vista. El segundo, más punzante, era un cerval pánico a la señora Pepys, que no perdonaba sus infidelidades con las criadas y tronaba furiosa persiguiendo a su esposo por toda la casa. Los dos se querían tiernamente. Además, el señor Pepys estaba adornado con ese raro sentido común que hace las cosas prácticas, razonables y sencillas. Como su biblioteca.
Encargó construirla en roble y con puertas de cristal., una novedad que resguardó a sus libros del polvo y la luz solar. Mandó encuadernar todos los ejemplares igual, y así puso fin a esa molestia que hace que todos los asiduos a librerías balanceemos nuestras cabezas como badajos de campana, mientras leemos los títulos de abajo a arriba y de arriba a abajo -lomo a la española, cabezada a la izquierda; lomo a la inglesa, cabezada a la derecha-. En dos mil años nadie ha llegado todavía a un acuerdo de cómo titular el canto de los libros. Ordenó sus ejemplares con el criterio más objetivo que pueda pensarse, por tamaño. Todas las demás clasificaciones se han revelado ambiguas e imperfectas; siempre hay libros que escapan a un determinado género o categoría. Resolvió renovar los que guardaba a lo largo de los años, pues, como las personas, el libro que atesoramos a los veinte puede convertirse en odioso o antipático a los cuarenta. Por último, decidió cuántos debía contener. Tres mil. Ni uno más, ni uno menos.
La cantidad de libros a custodiar es la elección más difícil en toda biblioteca. Séneca, en la segunda carta a Lucilio, recomienda moderación y conformarse con juntar únicamente los que uno pueda leer. Otros, en cambio, han almacenado libros en un impulso irresistible. Tres mil es un bonito número*. Calcula leer un libro a la semana, un logro notable si te enfrentas a obras del tonelaje de El conde de Montecristo, Los miserables o Guerra y paz. Multiplica esas semanas por los años activos de lectura de un ser humano, por ejemplo sesenta y cinco. La cifra de libros que un lector puede abarcar es tres mil trescientos ochenta, aproximadamente. Eso incluye los mediocres, los errores y las pérdidas de tiempo. Resta las rachas de la vida que nos impiden leer o nos privan de su apetito, y ten en cuenta el íntimo placer de la relectura, que nos hace volver a aquellas obras que tanto han significado. Suma, por fin, una cantidad razonable de obras de consulta. Tres mil libros se nos aparecen como una cantidad justa y manejable. La tarea para toda una vida. 
Pero no detengamos los cálculos ahora. Pongamos que el grosor medio de los volúmenes de nuestra biblioteca imaginaria sea de siete centímetros y que el armario mida siete baldas de altura. Todo lo que podríamos leer durante nuestra vida se acomoda en treinta metros de estanterías. Un corto paseo que nos recuerda lo mucho que hay para leer y lo poco que permaneceremos en pie. Y la lista de libros imprescindibles es tan larga... La ristra de títulos que nos urgen no poder dejar de hojear es demasiado extensa. Por eso, este sencillo armario ideal nos enseña en qué debemos ocupar nuestros ojos. Un recordatorio de que hay que leer solo por gusto y por placer. La vida es demasiado valiosa para preocuparse por un canon.

* Esta parte de lo escrito trata de una inquietud personal mía. Del asombro ante ciertos autores que parecen haber leído todo... Ni siquiera Borges pudo hojear lo que se le atribuye, teniendo en cuenta, además, que fue ciego muchos años. Las cuentas que siguen intentan demostrar que un par de ojos tiene sus limitaciones. Un consuelo por todos los libros que dejamos a medias. Algunos defienden una antibiblioteca compuesta, no por los libros que hemos leído, sino por los que aún no hemos abierto, que son los únicos valiosos. Esta biblioteca cóncava ocuparía el tamaño de nuestra ignorancia o el de nuestra curiosidad.

De Libros malditos, malditos libros [2013] de Juan Carlos Díez Jayo.

jueves, 27 de noviembre de 2014

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Un libro al día

De vez en cuando busco webs y blogs en los que se habla de literatura y de libros, busco imágenes de gente leyendo para colgarlas en este blog, reseñas sobre libros, biografías de gente que escribe....

Lo bueno y lo malo de internet es que hay de todo, bueno y menos bueno... y no es fácil distinguir entre tanto ruido qué es interesante y qué no, dónde merece la pena invertir tiempo y energía y neuronas y dónde no tanto.

No hace mucho he descubierto un blog de los que sí merecen: se llama Un libro al día.
Se trata de un grupo de gente, más o menos variopinta, que se ha propuesto hacer una reseña al día de algún libro... y ya llevan unos cuantos años con ello...

Me encanta el resultado. Hay de todo, reseñas de todo tipo de libros y con todas las valoraciones habidas y por haber: desde libros que califican de imprescindibles hasta otros que valoran como repugnantes... Por supuesto no en todas las reseñas que he visto (aún no han sido muchas) coincido plenamente, pero en todas ellas he encontrado observaciones y comentarios interesantes...

Un blog muy recomendable al que además puedes suscribirte para recibir cada día en tu correo una nueva reseña...

lunes, 24 de noviembre de 2014

Casi bruno...


Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su perro fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!

Soneto del poeta Miguel Hernández [1910-1942], incluido en su libro El rayo que no cesa [1936].

sábado, 22 de noviembre de 2014

Una voz en la ventana

Siempre teníamos la mochila preparada. Aprovechábamos cualquier fin de semana para salir de casa. En cuanto teníamos unos días libres, cogíamos los bártulos y a correr.
A veces subíamos a la furgoneta, antes de arrancar sacábamos de la guantera el mapa de carreteras y en un minuto, mientras nos poníamos los cinturones, decidíamos a dónde ir. Casi siempre, en esas escapadas cortas, de un modo u otro, el juego y el azar formaban parte de la improvisación: "tú decides a dónde vamos y yo qué musica escuchamos durante el viaje". Así nos acompañaron Bach, Bruce o Monteverdi a Gredos, a Sevilla, a Oporto...
Dedicábamos mucho tiempo a buscar en internet ofertas de vuelos baratos para escapar unos días a cualquier sitio que estuviera a un par de horas de avión. Siempre estábamos tomando buena nota de dónde había gente conocida que pudiera alojarnos si pasábamos por su ciudad.
Nos conocimos hace poco más de cinco años. Se supone que durante ese tiempo fuimos felices. Yo, sin duda, lo fui. Al principio andábamos entre su casa y la mía sin acabar de decidir dónde estábamos más a gusto. Vivíamos muy cerca, así que era fácil decidir sobre la marcha dónde dormíamos o dónde quedábamos a comer o dónde pasábamos la tarde viendo una peli. Al cabo de unos meses, después de hablarlo mucho, decidimos que lo mejor sería mantener las dos casas. Salía un poco más caro, pero era un buen modo de mantenernos cerca sin perder independencia, y en cualquier momento podíamos vernos en una o en otra según nos apeteciera o según nos conviniera por horarios, viajes o trabajos.
Aquel fin de semana fue uno de esos improvisados con la furgoneta. Para lo que aquí quiero contar no importa mucho dónde estábamos, podía ser Burgos o Cádiz o Ávila o Lugo... hoy ya da igual.
Era finales de abril o primeros de mayo. Eso sí lo recuerdo bien porque en esos días estábamos hablando del verano, pensando en hacer algún viaje largo. Nada aventurero, la idea era más bien buscar algún camping cerca de una playa tranquila y pasar allí varias semanas paseando, leyendo, escribiendo, charlando...
Habíamos pasado la mañana vagando por la ciudad. Ya la conocíamos de otras visitas, así que no teníamos esa urgencia que se siente cuando estás en un lugar por primera vez. Era agradable recorrer sin rumbo las calles del casco viejo, esperando llegar a cada esquina para decidir por dónde seguir caminando. A media mañana nos sentamos en un bar a tomar un café. Estuvimos leyendo un rato y aprovechamos para ir anotando ideas sobre lo del verano. Llevábamos uno de esos portátiles pequeñitos y sobre la barra tenían un cartel algo grasiento que decía que había wi-fi en el local, así que entramos en internet para ver destinos, consultar condiciones de alojamientos, y pensar itinerarios.
Sobre las dos y algo dimos con un pequeño restaurante que nos gustó para comer. Estaba en una de las calles del casco antiguo, a la espalda de la catedral, una de esas callecitas que no eran zona de paso para los cientos de forasteros que ese día llenábamos la ciudad. El restaurante no debía aparecer en ninguna guía porque daba la impresión de que quienes estaban allí eran público habitual: una pareja joven con un par de críos, unos señores mayores picando algo en la barra, un grupo de cinco o seis mujeres en una mesa grande al fondo del comedor, otras cuatro personas que debían trabajar por la zona y habían bajado a comer.
Al entrar vimos una mesa vacía junto a una de las ventanas: luminosa, fresquita, tranquila. La calle era estrecha, así que la vista no era espectacular, pero era peatonal y poco bulliciosa, que era lo que buscábamos para comer con calma, sin ruido de coches, antes de regresar por la tarde a casa. Asomándote un poco se veía al fondo de la calle una de las plazas por las que habíamos paseado un rato antes. De vez en cuando veíamos a gente que caminaba hacia un lado o hacia otro junto a la ventana, e incluso podíamos oir sus conversaciones si pasaban cerca. Había quien se detenía unos minutos junto a la puerta a mirar la carta, hablaban un momento, echaban un vistazo por la ventana para valorar la pinta que tenían los platos que había en las mesas o las fuentes de la barra, y decidían si entrar a comer o seguir buscando.
Pedimos unas raciones para compartir y una botella de vino. Mientras comíamos continuamos la conversación sobre nuestro viaje de verano, seguimos pensando opciones, lugares, fechas, planes, visitas, trayectos... Hablamos de la posibilidad de ir con la furgoneta como otras veces o de llegar un poco más lejos viajando en avión, de hacer unas vacaciones sedentarias como habíamos hablado o quizá un poco más movidas cambiando de sitio cada dos o tres días...
Nos acordamos de unos amigos que habían ganado un viaje a Islandia en un sorteo que había montado una librería de viajes a la que íbamos con frecuencia. Esos días seguíamos sus peripecias por la isla a través de su blog. Podía ser un buen destino para nuestro verano. También recordamos a otros amigos a los que habíamos visto unos días antes, que nos habían contado que con la que estaba cayendo y ya que iban a irse de vacaciones un par de semanas, y se iban a dejar algo de su dinero en algún sitio, habían decidido ir a dejárselo en Grecia.

Entonces oímos unas voces que pasaban junto a la ventana, y mientras yo aún seguía diciendo no sé qué sobre la crisis griega, sentí cómo se detenían sus manos sobre la mesa, percibí su ausencia más allá del silencio que se instaló a nuestro alrededor como una niebla densa, sólo roto por la conversación que entraba por la ventana. Levanté la vista de mi plato y vi cómo su mirada se dirigía hacia afuera siguiendo el rastro de las voces que ya se alejaban, como olfateando una de ellas. Todo se había detenido de repente. Había oído algo o había visto a alguien, que había hecho que enmudeciera.
"Un minuto", me dijo. Dejó su servilleta sobre la mesa, se levantó y salió del restaurante. Yo no había reconocido las voces ni a nadie del grupo que acababa de pasar, sólo había oído murmullos y había visto las espaldas alejándose. Me asomé un poco más y vi cómo corría hacia el grupo. Eran seis o siete personas. Al alcanzarles tocó en el hombro a una de ellas, que se volvió sorprendida. Yo ya no podía oirles por la distancia y por el ruido de las conversaciones del restaurante, pero pude ver cómo la persona a la que se había dirigido gesticulaba para decirle al grupo con el que iba que siguieran y que en seguida les alcanzaría. Los del grupo asintieron y echaron a andar continuando por la calle unos metros y girando en seguida a la derecha por uno de los callejones estrechos que salían hacia la plaza del mercado.
Aún no se habían dicho nada. Sólo se miraron en silencio durante un tiempo que parecieron horas. Y entonces se abrazaron como si no se hubieran abrazado desde hacía años... como si en todos esos años no hubieran pensado en otra cosa que en darse ese abrazo. Al separarse empezaron a hablar sin parar, gesticulando, interrumpiéndose, en sus caras se veía la alegría, la sorpresa, la confusión... se tocaban la cara, se daban las manos, se volvían a abrazar, seguían hablando, se tocaban de nuevo... Y por fin, el silencio. Frente a frente, no dejaban de mirarse, pero esta vez con determinación, con asombro, con una certidumbre imposible de entender por nadie más. Se dijeron algo y echaron a andar hacia el final de la calle...

Yo seguía en mi mesa. Seguía mirando por la ventana. Había dejado de comer para esperar a que volviera. Delante de mí, los platos sin acabar, la botella de vino a medias, los trozos de pan, los cubiertos, los vasos, las servilletas... Todo seguía allí como si no hubiera ocurrido nada, como si aún estuviéramos comiendo, riendo, hablando de nuestro próximo verano. Del respaldo de su silla seguía colgada su mochila y el forro polar que se había quitado al entrar. Sobre la mesa, a un lado de los platos, junto al alféizar, el plano de la ciudad, las llaves de la furgoneta, nuestros móviles...
Todos aquellos objetos seguían sobre la mesa como si nuestras vidas no acabaran de dar un vuelco, como si no empezara todo de nuevo, como si no tuviera que reinventarme a partir del instante en que saliera de ese restaurante, como si en lugar de haberse ido para siempre se hubiera levantado para ir un momento al baño o para pedir algo en la barra y estuviera a punto de volver.
Desde que vi su gesto al oir las voces junto a la ventana, y cómo se levantaba de la mesa, de algún modo sentí que no iba a volver y que cualquier búsqueda sería inútil.
En esos días estaba leyendo un libro de un poeta japonés muerto hace muchos siglos. Me vino la imagen de unos versos que había leído esa misma mañana y que aún hoy no he podido quitarme de la mente:
[…] se fue como una hoja en el viento,
como una gota en el arroyo.
Terminé de comer. Recogí las cosas, pagué, salí del restaurante y fui hacia donde habíamos dejado la furgoneta. Fui incapaz de llorar hasta llegar a casa.

En estos meses no he vuelto a tener noticias suyas. Nunca. Nada. Ninguna llamada, ningún correo electrónico, ninguna visita para recoger sus cosas. Nunca he sabido quién era esa persona, ni qué les había sucedido antes de que yo apareciera en su vida.


Estoy pasando el verano en casa, leyendo, escribiendo, paseando, escuchando música...

Madrid, agosto de 2012.

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Una voz en la ventana by Román J. Navarro Carrasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

viernes, 21 de noviembre de 2014

¡Malditos libros!

Me estoy leyendo Libros malditos, malditos libros de Juan Carlos Díez Jayo.
Se trata de una colección de relatos, comentarios, reflexiones, anécdotas, etc. sobre libros, libreros, bibliotecas, escritores y lectores...
Hay, hasta donde he leído, de todo: libros gigantes y diminutos, bibliotecas obsesivas, encuadernaciones en piel humana, imprentas y libros copiados a mano.....
Algunas interesantes, algunas curiosas, otras más irrelevantes......

Me llamó la atención cuando lo vi en la biblioteca porque he leído unos cuantos libros "sobre libros" que me han gustado, o que al menos me han llamado la atención... Me gusta esa idea de escribir una historia sobre los propios libros, sobre la lectura y la escritura. Un poco como lo que pretende ser este blog.
  • Hace mucho leí 84 Charing Cross Road, de Helene Hanff [1916-1997], un libro epistolar sobre el amor a los libros y a la literatura. Me gustó muchísimo... 
  • La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey es una novelita de Mary Ann Shaffer [1934-2008], bibliotecaria, librera, editora y escritora, en la que cuenta cómo un pequeño club de lectura se convierte en una "célula" de resistencia contra la invasión nazi de una pequeña isla del Canal de la Mancha durante la segunda guerra mundial.
  • Hace unos meses, buscando libros sobre la muerte y el duelo, encontré El club de lectura del final de tu vida, de Will Schwalbe. El autor cuenta cómo durante los últimos meses de vida de su madre, enferma de cáncer, encuentra una nueva forma de relacionarse con ella a través de una especie de club de lectura formado sólo por ellxs dos, en que se recomiendan y se comentan libros, que para ella serán los últimos que lea (o relea).
  • Y hace sólo unos días, mencioné aquí Una biblioteca de verano, una breve historia escrita por Mary Ann Clark Bremer [1928-1996].

martes, 18 de noviembre de 2014

gente que lee (14)

Muchacha azul leyendo, óleo del pintor alemán August Macke [1887-1914].

lunes, 17 de noviembre de 2014

ABRETESÉSAMO

CUENTO
que me contó una vez mi hija
Adriana fastidiada de que
le pidiera un cuento

Había una vez un colorín colorado.

José Antonio Martín, Cuentos y contares.
Microrrelato incluido en la antología La mano de la hormiga [1990].

sábado, 15 de noviembre de 2014

viernes, 14 de noviembre de 2014

Nos vemos allá arriba

Me estoy leyendo Nos vemos allá arriba, del escritor francés Pierre Lemaitre [1951- ].
Durante este último año se han publicado muchos libros relacionados con la primera guerra mundial, de cuyo comienzo se conmemora el centenario en 2014.
Éste es uno de esos libros sobre esa guerra. O más bien sobre la posguerra, porque en las primeras páginas se narran los últimos días de la contienda, y a partir de ahí se cuentan las aventuras (y desventuras) de dos de los soldados franceses que la vivieron.
Una novela, que tiene muy buena pinta, al menos en las primeras páginas que he podido leer, y muy crítica con el belicismo y el militarismo. Y también con quienes, de un modo u otro, se benefician de los conflictos antes, durante y después de que sucedan...

Había oído hablar del libro, de los premios que había recibido, entre ellos el Goncourt del año pasado, y de las buenas críticas que tenía... y hace unos días vi la entrevista que le hicieron al autor en Página 2: fue el empujón definitivo que me animó a buscarlo en la biblioteca...

***
Otras cosas que tengo pendientes:
  • El amante, de Marguerite Duras. Imprescindible según la gente de Un libro al día... (y yo sin haberlo leído aún, aunque ayer la bibliotecaria me dijo, mientras me hacía el préstamo, que tanto, tanto, tanto se lo habían alabado, que cuando lo leyó no le pareció para tanto......)
  • La ladrona de libros, de Markus Zusak. Imprescindible según la misma bibliotecaria, que me ha visto coger muuuchos libros de literatura infantil y juvenil, y me dice que éste es de lo mejor que ha leído.
  • Libros malditos, malditos libros, de Juan Carlos Díez Jayo. Uno de esos libros sobre libros que a veces me resultan tan interesantes...
  • Nieve verde, de Sara Blædel. Otra novela policíaca -  negra - thriller escandinava, que en la portada lleva como subtítulo "el primer caso de la detective Louise Rick".
Éstos dos últimos han sido encuentros fortuitos en el estante de novedades de la biblioteca de La Cabrera.... ¡veremos!

Seguimos......

jueves, 13 de noviembre de 2014

El laberinto imprevisible del azar...

La historia del nacimiento de los ocho hinoki en aquel lugar se remonta al centro de la provincia china de Shandong, a un bosquecillo de hinoki cercano a Taishan donde, después de brotar los conos poliníferos de los árboles, de madurar y estallar luego los sacos polínicos en el día propicio, en el que hacía un tiempo seco y el sol calentaba con suavidad, cientos de miles de millones de granos de polen fueron a parar de pronto a la atmósfera, formando una nube que fue alzada por una corriente de aire caliente que, ya en lo alto, la confió a un viento fuerte que procedía del oeste y se dirigía al este para que la llevara, pasando por el mar Amarillo al centro de la isla japonesa de Honshu y la soltara en la zona sur de Kioto en forma de lluvia de polen sobre ese pequeño patio del monasterio, alcanzando exactamente la copa del hinoki madre hoy ya seco que sólo esperaba esa visita.
Esta historia que parece salida de un cuento era desde luego cierta, aunque sería más afortunado reseñar que todo, desde el bosque de hinoki situado en la región de Taishan hasta el árbol que se hallaba, todavía vivo, en aquel patio apartado del monasterio de Kioto, es más bien la historia de un milagro estremecedor, fascinante, incomprensible y pasmoso, puesto que todo el proceso hablaba de cómo millones y millones de obstáculos se alzan en el camino de esta nube de polen, de cómo se destruyen una y otra vez millones y millones de granos y, después, más millones y millones, puesto que sólo obstáculos y dificultades se amontonan ante los objetivos de este gran peregrinaje, obstáculos mortíferos y dificultades aniquiladoras, ya que estos cientos de miles de millones de granos de polen destinados a la prolongación de la vida, cientos de miles de millones de futuros gametos invisibles para los ojos, masculinos, sencillos y de superficie esférica, estaban en realidad tan expuestos a los ataques continuos de los azares asesinos que en China, en aquel bosquecillo de hinoki que se alzaba en el centro de la provincia de Shandong aún resultaba inimaginable que uno solo de estos cientos de miles de millones de granitos de polen de hinoki llegara a su meta, a aquel patio apartado del monasterio de Kioto para fecundar una única célula femenina entre los conos fértiles. Para esta nube de polen, el mundo era el laberinto imprevisible del azar, una estructura inconcebiblemente compleja donde todo, todo en el sentido más estricto de la palabra, aspiraba a destruirla. Si hubiera llovido el día en el que se abrieron los sacos polínicos y los granos abandonaron a las plantas madre, toda esa cantidad de polen habría desaparecido. Si no hubiera habido una corriente de aire que levantara la nube aquel día, las partículas se habrían esparcido por la zona, donde los acechaban miles de peligros: si hubieran caído en una cascada, en un arroyo, un río o un lago, se habrían hundido, se habrían convertido en parte del fango, habrían sido devorados por mosquitos y gusanos acuáticos, y listo, se acabó. Si el aire los hubiera llevado a una corriente en chorro en la que el viento soplara de este a oeste y no al revés, el resultado habría sido imprevisible o quizá muy previsible, puesto que el polen habría caído sobre otras hierbas, árboles, plantas selváticas, desiertos, sin posibilidad alguna de prosperar, y listo, se acabó. Y si hubieran alcanzado la isla japonesa de Honshu y no se hubieran precipitado y sumergido en el océano, habría bastado que cayeran sin más en el suelo en tierra firme, puesto que allí ejércitos enteros de caracoles, hormigas, hongos y mohos sólo aguardaban el momento de aniquilarlos, o sea, que, una vez más, listo, se acabó, se acabó y se acabó. Si se hubiera producido una lluvia y se hubieran adherido a las hojas de los bosques, a las cortezas de los árboles, tampoco habrían prosperado... Esta cantidad de posibilidades de destrucción resulta, en definitiva, simplemente imposible de enumerar, por inconmensurable e inconcebible, aunque lo cierto es que, en efecto, destruyó en el camino gran parte de los cientos de miles de millones de partículas de la nube de polen procedente de Shandong, ya que fue impresionante el aniquilamiento hasta que llegaron, fueron terroríficas las pérdidas hasta que alcanzaron aquel hinoki solitario en el patio del monasterio, de tal modo que sólo se puede repetir: es increíble que un grupo de granos de polen suficientes, de entre cientos de miles de millones, alcanzara la meta a pesar de todo y pudiera ocurrir entonces aquello para lo cual estaban destinados, los granos se introdujeron entre las escamas ovulíferas y, esperando allí circunstancias propicias, sobre todo el calor, llegaron finalmente a las puertas de la germinación y, formando el tubo polínico, alcanzaron por fin la sustancia interior de las escamas, la atravesaron por último y se reunieron con las ovocélulas y crearon una vida nueva de sexo neutro, crearon la semilla que, después de madurar, lo cual suele durar un año más o menos, contiene ya todas las características del futuro hinoki, contiene sin excepción alguna toda la planta venidera, de allí que resulte mucho, muchísimo menos dramático que la común historia de los cientos de miles de millones de granos de polen y este único hinoki, puesto que a las semillas las acecha una cantidad de peligros incomparablemente inferior, ya que les basta caer en las proximidades, caer, concretamente, en un sitio adecuado después de madurar en primavera, que es, precisamente, lo que allí ocurrió, o sea, que ocho de los aproximadamente diez millones de semillas maduras no sólo cayeron en el lugar adecuado, sino incluso en el mejor lugar posible, en la corteza de una conífera llamada árbol nodriza y ya totalmente podrida, en el mejor lugar porque era el que ofrecía la mayor protección para un hinoki de este tipo, de tal modo que la germinación y el nacimiento de la plantita, del retoño, transcurrieron sin mayores riesgos, si bien no acabaron allí las pruebas a las que fueron sometidos esos ocho retoños, no, por cuanto las semillas no estaban expuestas a muchos peligros, pero sí lo estaban, en cambio, aquellas pequeñas plantas inermes y entregadas que brotaban de ellas. A un tiempo suave podía seguirle un tiempo frío e invernal, podía caer nieve sobre aquellas débiles plantas, que podían terminar rompiéndose, y listo, se acabó. Las gotas de lluvia también podían resultar terminales, pues por el peso con el que se precipitaban arrojaban contra el suelo a los retoños, que bien podían enderezarse, pero podían tumbarse de nuevo debido a otra gigantesca gota, que rompía finalmente los tejidos protectores exteriores o erosionaba el terreno y extraía así las minúsculas raíces, de tal modo que la planta se secaba, y listo, se acabó. Podían venir luego los grandes enemigos, los gusanos, las chinches, las babosas, que acababan incrustándolos en la tierra, donde ya sólo quedaban los hongos y las bacterias para realizar la tarea definitiva, el trabajo sucio, la eliminación... Y todo ello ocurría ne millones y millones de casos, pero no ocurrió en ocho casos, allí, a pocos pasos de distancia de la planta nodriza, puesto que de esas ocho plantitas, que sobrevivieron a todos lo peligros ulteriores, crecieron por último unos árboles inmensos, ocho gigantescos y maravillosos cipreses de hinoki en el patio de un monasterio, como mensajeros que traían una frase edificante desde gran distancia, que traían un mensaje en su raigambre expansiva, en su tronco recto y en su follaje delicadamente imbricado, un mensaje en su historia y en su existencia que nunca nadie entenderá, ya que, por lo visto, su comprensión no ha sido confiada a los hombres.

De la novela Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río, del escritor húngaro László Krasznahorkai [1954- ].

martes, 11 de noviembre de 2014

gente que lee (13)

Joven leyendo [1828], óleo del pintor alemán Gustav Adolph Hennig [1797-1869].

lunes, 10 de noviembre de 2014

así que quieres ser escritor

así que quieres ser escritor

si no te sale ardiendo de dentro,
a pesar de todo, 
no lo hagas
a no ser que salga espontáneamente de tu corazón
y de tu mente y de tu boca
y de tus tripas, 
no lo hagas.
si tienes que sentarte durante horas 
con la mirada fija en la pantalla del ordenador
o clavado en tu máquina de escribir
buscando las palabras, 
no lo hagas.
si lo haces por dinero o fama, 
no lo hagas.
si lo haces porque quieres mujeres en tu cama,
no lo hagas.
si tienes que sentarte
y reescribirlo una y otra vez, 
no lo hagas.
si te cansa sólo pensar en hacerlo, 
no lo hagas.
si estás intentando escribir
como cualquier otro, olvídalo.

si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti, 
espera pacientemente.
si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa.

si primero tienes que leerlo a tu esposa
o a tu novia o a tu novio
o a tus padres o a cualquiera,
no estás preparado.

no seas como tantos escritores, 
no seas como tantos miles de 
personas que se llaman a sí mismos escritores, 
no seas soso y aburrido y pretencioso, 
no te consumas en tu amor propio.
las bibliotecas del mundo
bostezan hasta dormirse
con esa gente.
no seas uno de ellos.
no lo hagas.
a no ser que salga de tu alma
como un cohete,
a no ser que quedarte quieto
pudiera llevarte a la locura,
al suicidio o al asesinato,
no lo hagas.
a no ser que el sol dentro de ti
esté quemando tus tripas, no lo hagas.

cuando sea verdaderamente el momento,
y si has sido elegido,
sucederá por sí solo y
seguirá sucediendo hasta que mueras
o hasta que muera en ti.

no hay otro camino.
y nunca lo hubo.


so you want to be a writer

if it doesn't come bursting out of you
in spite of everything,
don't do it.
unless it comes unasked out of your
heart and your mind and your mouth
and your gut,
don't do it.
if you have to sit for hours
staring at your computer screen
or hunched over your typewriter
searching for words,
don't do it.
if you're doing it for money or
fame, 
don't do it.
if you'r doing it because you want
women in your bed,
don't do it.
if you have to sit there and
rewrite it again and again,
don't do it.
if it's hard work just thinking about doing it,
don't do it.
if you're trying to write like somebody
else,
forget about it.

if you have to wait for it to roar out of
you,
then wait patiently.
if it never does roar out of you,
do something else.

if you first have to read it to your wife
or your girlfriend or your boyfriend
or your parents or to anybody at all,
you're not ready.

don't be like so many writers,
don't be like so many thousands of
people who call themselves writers,
don't be dull and boring and
pretentious, don't be consumed with self-
love.
the libraries of the world have
yawned themselves to
sleep
over your kind.
don't add to that.
don't do it.
unless it comes out of
your soul like a rocket,
unless being still would
drive you to madness or
suicide or murder,
don't do it.
unless the sun inside you is
burning your gut,
don't do it.

when it is truly time,
and if you have been chosen,
it will do it by
itself and it will keep on doing it
until you die or it dies in you.

there is no other way.
and there never was.

Poema del escritor estadounidense Charles Bukowski [1920-1994].
[La traducción al español la he encontrado aquí.]

Lo mejor de este poema, lo que más me gusta y más me emociona de él, es que aunque hable de escribir y de gente que escribe o quiere hacerlo, podría hablar igualmente de fotografiar, de componer o interpretar música, de hacer cine, de dibujar.......

sábado, 8 de noviembre de 2014

viernes, 7 de noviembre de 2014

Guijarros blancos...

Me estoy leyendo un hermoso librito sobre Japón, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río, escrito por un escritor húngaro al que no conocía: László Krasznahorkai [1954- ].

En él he encontrado ésto:

La piedra que se utilizaba para dar una forma perfecta a la superficie del patio y que durante mucho tiempo se llamó kogetsudai no procedía de la zona, sino que se extraía sobre todo en la hermosa provincia de Takasago, situada a más de cien millas marinas, concretamente de las laderas de sus montañas de sílice cuidadosamente elegidas, donde la convertían en pedazos pequeños con unas enormes muelas movidas por mulos y desde donde la transportaban de manera continuada a la ciudad de Kioto que tanto fascinaba a todo el país y en la cual la trasladaban luego con carretas a los monasterios más nobles, entre ellos a éste, el del barrio de Fukuine, para verterlo allí en la trasera, en un terreno más o menos abandonado entre los edificios de intendencia y los huertos, donde unos monjes jóvenes, elegidos precisamente para esta tarea, se ponían manos a la obra con unas mazas pesadas diseñadas expresamente par picar piedras y se empeñaban en conseguir la medida exacta y uniforme de aquel ripio y lo llevaban luego a los patios con el fin de esparcirlo y, después de alguna tormenta o chaparrón importante o sólo en las albas y a modo de bienvenida a la primavera, se dedicaban, hacia el final del segundo mes, a dar la forma definitiva con unos rastrillos anchos de gruesos dientes, es decir, a crear, por un lado, una superficie perfectamente lisa y, por otro, a describir con los rastrillos unas ondas paralelas en aquel suelo de guijarros blancos, de tal manera que no sólo apareciera la imagen, sino la realidad misma de la perfección paradisíaca que, aun dando la impresión de mostrar un mar inquieto, olas arremolinadas en torno a rocas salvajes, sumía a quien la veía en la inconmensurable simplicidad de la belleza, en la sensación de que todo existe y nada existe todavía, de que las cosas y procesos que viven a una velocidad inasible y terrible, encerrados en la necesidad aparentemente inagotable del alumbramiento y la desaparición, pueden soportar aun así una regularidad fascinante que es tan profunda como la impotencia de las palabras ante un paisaje incomprensible e inaccesible por su hermosura, como la fría secuencia de las miríadas de olas en la enorme extensión del océano, como un patio en un monasterio donde en la calma de una superficie cubierta uniformemente con guijarros blancos y rastrillada primorosamente pueden posarse y descansar unos ojos asustados, una mirada perdida en el delirio, una mente abatida, y experimentar cómo cobra vida de pronto un pensamiento antiquísimo de contenido ya ensombrecido y cómo comienza a verse de súbito que: sólo existe el todo, no los detalles.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Luna llena de otoño...

Plenilunio de otoño,
paseo en torno al estanque
toda la noche.

Haiku de Matsuo Bashō [1644-1694], poeta y viajero japonés.


Bashō retratado por Yokoi Kinkoku [1761-1832], poeta y pintor japonés, contemporáneo de Goya, Beethoven y Goethe.

martes, 4 de noviembre de 2014

gente que lee (12)

Hace unos meses encontré esta foto en la portada de una novelita que encontré por azar en la biblioteca. O quizá me encontró ella a mi para que la incluyera en esta serie de imágenes de gente que lee...

La novela se titula Una biblioteca de verano y la autora, a la que no conocía, es Mary Ann Clark Bremer [1928-1996].

Me encantó la foto y por más que busqué no encontré en el libro ninguna referencia a año, fotógrafx, modelo, lugar... Así que escribí a la editorial para preguntarles si me daban alguna referencia de la imagen. Me contestaron muy rápida y amablemente diciéndome que no, que ellxs no tenían ningún dato sobre la foto, que se la había proporcionado para esa edición una coleccionista que la tenía catalogada como anónima y sin fecha.

Me quedé con las ganas de saber cuándo y a quién sonríe esa chica de la hamaca y los calcetines de rombos que parece estar disfrutando tanto de su libro...

lunes, 3 de noviembre de 2014

cuatroESCALONES

En estos últimos años he leído algunas cosas sobre escritura creativa y sobre el proceso de la escritura.
También he asistido como alumno a unos cuantos seminarios, talleres y cursos de fotografía. Y yo mismo he impartido muchos talleres en los que hemos hablado sobre la mirada fotográfica y sobre qué hace que algunas fotos nos parezcan interesantes y otras no tanto...
He hablado sobre el tema con gente que se dedica a la pintura, a la música, al cine...
También he conversado mucho con mis amigxs que se dedican a la arquitectura sobre el proceso del proyecto arquitectónico.

Y la conclusión es clara: en todos los casos el camino es parecido... No parece ser muy importante, o al menos no muy definitivo, cuál es el formato en el que quieres desarrollar tu creatividad: una foto, una novela, una pieza musical, un edificio......
En todos los casos el camino a seguir no difiere demasiado de unos casos a otros salvo, naturalmente, en lo que se refiere a la técnica que usas.

Y en todos los casos, el camino tiene que ver con la escucha, con la atención, con la mirada atenta...

Fundamentalmente, si queremos aprender a escribir bien, hay que hacer tres cosas. Leer bastante, escuchar bien e intensamente, y escribir mucho. Y no pensar demasiado.

De El gozo de escribir [1986] de Natalie Goldberg, un libro (muy recomendable) en el que cada vez que usa las palabras escribir, escritura o escritores, podrían sustituirse por las equivalentes relacionadas con la fotografía, la música, la pintura, la arquitectura, etc.

Y también hablan muy bien de este tema en cuatroESCALONES, un blog sobre el proceso del proyecto arquitectónico, un blog con el que no dejo de aprender cada vez que leo una de sus entradas, y que hoy estrena mi lista de blogs que sigo...

domingo, 2 de noviembre de 2014

La biblioteca de Babel

By this art you may contemplate the variations of the 23 letters...
The Anatomy of Melancholy, part. 2, sect. II, mem. IV.

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco.* Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras M C V perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarle en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos, no es del todo falaz.)

[* El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido limitada a la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor.)]

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora: es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables M C V no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de M C V en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior* dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpretaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.

[* Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: a veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.]

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los "tesoros" que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el comercio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total*; ruego a los dioses ignorados que un hombre -¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!- lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.

[* Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.]

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de "la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira". Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos -y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar -lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza*.

[* Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.]

Cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges [1899-1986], publicado por primera vez en la colección de relatos El jardín de senderos que se bifurcan [1941] y posteriormente en Ficciones [1944].