He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

viernes, 7 de noviembre de 2014

Guijarros blancos...

Me estoy leyendo un hermoso librito sobre Japón, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río, escrito por un escritor húngaro al que no conocía: László Krasznahorkai [1954- ].

En él he encontrado ésto:

La piedra que se utilizaba para dar una forma perfecta a la superficie del patio y que durante mucho tiempo se llamó kogetsudai no procedía de la zona, sino que se extraía sobre todo en la hermosa provincia de Takasago, situada a más de cien millas marinas, concretamente de las laderas de sus montañas de sílice cuidadosamente elegidas, donde la convertían en pedazos pequeños con unas enormes muelas movidas por mulos y desde donde la transportaban de manera continuada a la ciudad de Kioto que tanto fascinaba a todo el país y en la cual la trasladaban luego con carretas a los monasterios más nobles, entre ellos a éste, el del barrio de Fukuine, para verterlo allí en la trasera, en un terreno más o menos abandonado entre los edificios de intendencia y los huertos, donde unos monjes jóvenes, elegidos precisamente para esta tarea, se ponían manos a la obra con unas mazas pesadas diseñadas expresamente par picar piedras y se empeñaban en conseguir la medida exacta y uniforme de aquel ripio y lo llevaban luego a los patios con el fin de esparcirlo y, después de alguna tormenta o chaparrón importante o sólo en las albas y a modo de bienvenida a la primavera, se dedicaban, hacia el final del segundo mes, a dar la forma definitiva con unos rastrillos anchos de gruesos dientes, es decir, a crear, por un lado, una superficie perfectamente lisa y, por otro, a describir con los rastrillos unas ondas paralelas en aquel suelo de guijarros blancos, de tal manera que no sólo apareciera la imagen, sino la realidad misma de la perfección paradisíaca que, aun dando la impresión de mostrar un mar inquieto, olas arremolinadas en torno a rocas salvajes, sumía a quien la veía en la inconmensurable simplicidad de la belleza, en la sensación de que todo existe y nada existe todavía, de que las cosas y procesos que viven a una velocidad inasible y terrible, encerrados en la necesidad aparentemente inagotable del alumbramiento y la desaparición, pueden soportar aun así una regularidad fascinante que es tan profunda como la impotencia de las palabras ante un paisaje incomprensible e inaccesible por su hermosura, como la fría secuencia de las miríadas de olas en la enorme extensión del océano, como un patio en un monasterio donde en la calma de una superficie cubierta uniformemente con guijarros blancos y rastrillada primorosamente pueden posarse y descansar unos ojos asustados, una mirada perdida en el delirio, una mente abatida, y experimentar cómo cobra vida de pronto un pensamiento antiquísimo de contenido ya ensombrecido y cómo comienza a verse de súbito que: sólo existe el todo, no los detalles.

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