He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

jueves, 13 de noviembre de 2014

El laberinto imprevisible del azar...

La historia del nacimiento de los ocho hinoki en aquel lugar se remonta al centro de la provincia china de Shandong, a un bosquecillo de hinoki cercano a Taishan donde, después de brotar los conos poliníferos de los árboles, de madurar y estallar luego los sacos polínicos en el día propicio, en el que hacía un tiempo seco y el sol calentaba con suavidad, cientos de miles de millones de granos de polen fueron a parar de pronto a la atmósfera, formando una nube que fue alzada por una corriente de aire caliente que, ya en lo alto, la confió a un viento fuerte que procedía del oeste y se dirigía al este para que la llevara, pasando por el mar Amarillo al centro de la isla japonesa de Honshu y la soltara en la zona sur de Kioto en forma de lluvia de polen sobre ese pequeño patio del monasterio, alcanzando exactamente la copa del hinoki madre hoy ya seco que sólo esperaba esa visita.
Esta historia que parece salida de un cuento era desde luego cierta, aunque sería más afortunado reseñar que todo, desde el bosque de hinoki situado en la región de Taishan hasta el árbol que se hallaba, todavía vivo, en aquel patio apartado del monasterio de Kioto, es más bien la historia de un milagro estremecedor, fascinante, incomprensible y pasmoso, puesto que todo el proceso hablaba de cómo millones y millones de obstáculos se alzan en el camino de esta nube de polen, de cómo se destruyen una y otra vez millones y millones de granos y, después, más millones y millones, puesto que sólo obstáculos y dificultades se amontonan ante los objetivos de este gran peregrinaje, obstáculos mortíferos y dificultades aniquiladoras, ya que estos cientos de miles de millones de granos de polen destinados a la prolongación de la vida, cientos de miles de millones de futuros gametos invisibles para los ojos, masculinos, sencillos y de superficie esférica, estaban en realidad tan expuestos a los ataques continuos de los azares asesinos que en China, en aquel bosquecillo de hinoki que se alzaba en el centro de la provincia de Shandong aún resultaba inimaginable que uno solo de estos cientos de miles de millones de granitos de polen de hinoki llegara a su meta, a aquel patio apartado del monasterio de Kioto para fecundar una única célula femenina entre los conos fértiles. Para esta nube de polen, el mundo era el laberinto imprevisible del azar, una estructura inconcebiblemente compleja donde todo, todo en el sentido más estricto de la palabra, aspiraba a destruirla. Si hubiera llovido el día en el que se abrieron los sacos polínicos y los granos abandonaron a las plantas madre, toda esa cantidad de polen habría desaparecido. Si no hubiera habido una corriente de aire que levantara la nube aquel día, las partículas se habrían esparcido por la zona, donde los acechaban miles de peligros: si hubieran caído en una cascada, en un arroyo, un río o un lago, se habrían hundido, se habrían convertido en parte del fango, habrían sido devorados por mosquitos y gusanos acuáticos, y listo, se acabó. Si el aire los hubiera llevado a una corriente en chorro en la que el viento soplara de este a oeste y no al revés, el resultado habría sido imprevisible o quizá muy previsible, puesto que el polen habría caído sobre otras hierbas, árboles, plantas selváticas, desiertos, sin posibilidad alguna de prosperar, y listo, se acabó. Y si hubieran alcanzado la isla japonesa de Honshu y no se hubieran precipitado y sumergido en el océano, habría bastado que cayeran sin más en el suelo en tierra firme, puesto que allí ejércitos enteros de caracoles, hormigas, hongos y mohos sólo aguardaban el momento de aniquilarlos, o sea, que, una vez más, listo, se acabó, se acabó y se acabó. Si se hubiera producido una lluvia y se hubieran adherido a las hojas de los bosques, a las cortezas de los árboles, tampoco habrían prosperado... Esta cantidad de posibilidades de destrucción resulta, en definitiva, simplemente imposible de enumerar, por inconmensurable e inconcebible, aunque lo cierto es que, en efecto, destruyó en el camino gran parte de los cientos de miles de millones de partículas de la nube de polen procedente de Shandong, ya que fue impresionante el aniquilamiento hasta que llegaron, fueron terroríficas las pérdidas hasta que alcanzaron aquel hinoki solitario en el patio del monasterio, de tal modo que sólo se puede repetir: es increíble que un grupo de granos de polen suficientes, de entre cientos de miles de millones, alcanzara la meta a pesar de todo y pudiera ocurrir entonces aquello para lo cual estaban destinados, los granos se introdujeron entre las escamas ovulíferas y, esperando allí circunstancias propicias, sobre todo el calor, llegaron finalmente a las puertas de la germinación y, formando el tubo polínico, alcanzaron por fin la sustancia interior de las escamas, la atravesaron por último y se reunieron con las ovocélulas y crearon una vida nueva de sexo neutro, crearon la semilla que, después de madurar, lo cual suele durar un año más o menos, contiene ya todas las características del futuro hinoki, contiene sin excepción alguna toda la planta venidera, de allí que resulte mucho, muchísimo menos dramático que la común historia de los cientos de miles de millones de granos de polen y este único hinoki, puesto que a las semillas las acecha una cantidad de peligros incomparablemente inferior, ya que les basta caer en las proximidades, caer, concretamente, en un sitio adecuado después de madurar en primavera, que es, precisamente, lo que allí ocurrió, o sea, que ocho de los aproximadamente diez millones de semillas maduras no sólo cayeron en el lugar adecuado, sino incluso en el mejor lugar posible, en la corteza de una conífera llamada árbol nodriza y ya totalmente podrida, en el mejor lugar porque era el que ofrecía la mayor protección para un hinoki de este tipo, de tal modo que la germinación y el nacimiento de la plantita, del retoño, transcurrieron sin mayores riesgos, si bien no acabaron allí las pruebas a las que fueron sometidos esos ocho retoños, no, por cuanto las semillas no estaban expuestas a muchos peligros, pero sí lo estaban, en cambio, aquellas pequeñas plantas inermes y entregadas que brotaban de ellas. A un tiempo suave podía seguirle un tiempo frío e invernal, podía caer nieve sobre aquellas débiles plantas, que podían terminar rompiéndose, y listo, se acabó. Las gotas de lluvia también podían resultar terminales, pues por el peso con el que se precipitaban arrojaban contra el suelo a los retoños, que bien podían enderezarse, pero podían tumbarse de nuevo debido a otra gigantesca gota, que rompía finalmente los tejidos protectores exteriores o erosionaba el terreno y extraía así las minúsculas raíces, de tal modo que la planta se secaba, y listo, se acabó. Podían venir luego los grandes enemigos, los gusanos, las chinches, las babosas, que acababan incrustándolos en la tierra, donde ya sólo quedaban los hongos y las bacterias para realizar la tarea definitiva, el trabajo sucio, la eliminación... Y todo ello ocurría ne millones y millones de casos, pero no ocurrió en ocho casos, allí, a pocos pasos de distancia de la planta nodriza, puesto que de esas ocho plantitas, que sobrevivieron a todos lo peligros ulteriores, crecieron por último unos árboles inmensos, ocho gigantescos y maravillosos cipreses de hinoki en el patio de un monasterio, como mensajeros que traían una frase edificante desde gran distancia, que traían un mensaje en su raigambre expansiva, en su tronco recto y en su follaje delicadamente imbricado, un mensaje en su historia y en su existencia que nunca nadie entenderá, ya que, por lo visto, su comprensión no ha sido confiada a los hombres.

De la novela Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río, del escritor húngaro László Krasznahorkai [1954- ].

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