He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

viernes, 25 de septiembre de 2015

El final de una guerra

Yo creía que el final de una guerra se parecía al final del bachillerato: le dan a uno el título y ¡hale!, a arrojar el sombrero al aire, a emborracharse como un cosaco con los compañeros, y después a vomitar en el baño, a tirarse de cabeza en el proceloso mar de la vida. Al menos eso creía yo. Resultó que era parecido, pero sólo en parte. Uno le da la espalda a la guerra, normalmente con malas notas en historia y geografía, y enseguida le inculcan la idea de que tiene que mejorarlas en el próximo conflicto bélico que ya está asomando a la vuelta de la esquina. La esperada tregua está lejos de ser el inicio de una paz duradera. ¡Oh, no! Se trata sólo de unas breves vacaciones entre dos alegres y emotivos ejercicios de ensartar a los enemigos por las tripas con las bayonetas, de excavar trincheras; de hacer volar por los aires a personas y objetos; de atacar y contraatacar; de incendiar pueblos ajenos y de ahorcar a espías y desertores, mientras los chicos de la otra clase realizan las mismas hazañas, pero en sentido contrario.

De la novela El Pentateuco de Isaac [1998] del escritor búlgaro Angel Wagenstein [1922- ].

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