He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

martes, 2 de octubre de 2018

Donde el lector convendrá en que a rose is a rose is a rose-

¿Cuántas veces, bajo el efecto de la sorpresa, se pierde la verdadera sorpresa que ésta encierra? Es lo que quizá nos sucedió hoy delante de la recepción del motel del paradero de Beaune, donde alguien a quien sin duda no veremos jamás ha cultivado rosas de formas perfectas y de colores deslumbrantes. ¿Cómo decir un color que se extiende sobre los pétalos como si fuera la cosa más natural del mundo, y que es a la vez textura, consistencia, luz y sombra, calor que no impide que una suerte de certidumbre de frescura domine el conjunto? Inútil explicar que las más asombrosas eran de un color que habría que situar entre el rojo y el rosa, dosificando cuidadosamente las ligeras gotas de naranja que realzaban su luminosidad; pues incluso si el lector lograra por un azar delirante una visión mental de ese tinte le faltaría el aterciopelado a la vez pesado y transparente que parecía sostener el desafío de darse tranquilamente allí, a unos cientos de metros de la autopista, de sus ruidos, sus ritmos y sus gases de combustión. No se podía hacer otra cosa que quedarse ahí, entregarse a la sed de ese color, de esa textura, sorprendidos al comprobar que una emoción semejante puede nacer todavía de una flor, y sintiéndonos un poco tontos al no tener otra posibilidad de reacción que la de decir oh, qué hermosura. Y encaminarnos al cuarto del motel, llave en mano.
¿Pero quién nos dice que ese color, que es una sorpresa en sí mismo, existe únicamente para alejar al espectador, por la sorpresa misma, de otra cosa, de una clave oculta en el interior de los pétalos, una belleza aún más grande protegida por un peldaño inferior del mismo fenómeno? Esa última mirada, ¿no hubiera debido excitar todavía más nuestra sed, en vez de saciarla? ¿O hay que aceptar ese género de belleza tal como se presenta, como si nada pudiera sobrepasarla? No sabremos nunca si esa flor perfecta ocultaba una segunda todavía más maravillosa. Y no siendo botánicos, nos hubiera sido imposible ir a ver sin destruir lo que se nos había ofrecido como un placer gratuito e inesperado.

De Los autonautas de la cosmopista [1983] de Julio Cortázar [1914-1984] y Carol Dunlop [1946-1982].

No hay comentarios:

Publicar un comentario