He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

lunes, 26 de octubre de 2015

Por qué no he escrito ninguno de mis libros

Al lector

Las primeras líneas de un libro son las más importantes. El máximo esmero siempre es poco. Críticos y lectores profesionales reconocen sin rubor que juzgan una obra por sus tres primeras frases: si no resultan de su agrado, en ese mismo momento plantan su lectura e inician aliviados la del libro siguiente.
Éste es el cabo peligroso que hace un momento acaba usted de superar, lector. Puesto que no voy a poder, de ahora en adelante, fingir que ignoro su presencia, permítame loar su valentía y su espíritu de aventura. Sin más garantía que la de una bandera insólita, de la que no puede saber qué género oculta, acomete usted la lectura de una obra desconocida. Encierra este acto una forma de audacia que cabía suponer caída en desuso.
Bien es verdad -cosa que de ningún modo significa rebajar su mérito- que en este caso los riesgos asumidos no parecen muy grandes: la obra es de dimensiones modestas, la colección en la que se inserta ha conquistado con rapidez sus cartas de nobleza, e incluso, por poco que haya tenido la oportunidad de trabar conocimiento con las producciones oulipianas, el nombre que figura en la portada podría no resultarle del todo desconocido.
Pero tal vez para usted el riesgo estribe precisamente ahí. Vaya usted a saber en qué tipo de expedición pretenden embarcarle. Permítame no obstante darle unas cuantas garantías y despejar posibles malentendidos.
Sin duda opina usted que, por muy considerable que pueda ser el número de libros (de todas las categorías sin distinción, desde el libelo de un par de cuartillas hasta las enciclopedias más extensas) que se vienen produciendo desde hace más de siete mil años (una evaluación por lo menos aproximada debe de figurar con toda probabilidad en alguna obra especializada), resulta por lo menos poco razonable pretender fundamentar la propia singularidad sobre el mero hecho de no haber contribuido con ninguna aportación personal a esta siempre renaciente producción; en una palabra, no haber escrito ningún libro no debería representar, para usted, motivo suficiente para definir a un hombre, ni tampoco para abrumarlo. Nadie, pienso, disentirá.
Sin embargo, reduciendo la muestra de referencia, considerando ya no a los hombres y su diversidad, sino un grupo más reducido -por ejemplo el círculo de amigos, de relaciones, de conocidos dentro del cual se mueve cada uno de nosotros y a cuyo juicio presta atención-, las cosas se presentan bajo una luz distinta. En un ambiente en el que escribir, y sobre todo publicar libros, constituye no sólo una actividad sino también un valor (a veces lo único que subsiste al final de un dilatado desmoronamiento), se singulariza uno mucho excluyéndose de la competición. Y esta singularidad merece un análisis: irrite, conmueva, alegre o entristezca, entre los allegados suscita unos interrogantes que no se pueden obviar.
Para darles respuesta, existe un cierto número de caminos que no tengo la más mínima intención de tomar. He aquí un inventario aproximado:
- alabar los méritos de la comunicación verbal respecto a la escritura;
- vilipendiar el lenguaje, cubrir de descrédito las palabras, lamentarse a lágrima viva de la imposibilidad-de-cualquier-comunicación-verdadera;
- plantarse en lo inexpresable, preconizar el silencio como valor supremo;
- cantar loas a la vida, al cuerpo-a-cuerpo con la realidad, en tanto que superiores a la escritura;
- hilvanar argumentos y filigranas sobre los temas de la abstención-preferible-a-la-acción o de la inutilidad-de-emprender-algo-en-un-mundo-de-todos-modos-abocado-a-la-destrucción-y-a-la-muerte.
El que no haya escrito ninguno de mis libros no se debe ciertamente a que sueñe con acabar con la literatura: no he escogido la esterilidad como forma de realización personal ni la impotencia como modo de producción. No deseo destruir nada. Más bien todo lo contrario, estoy decidido a respetar las leyes del mundo de los libros.
Así, existe una regla no escrita que prescribe que los escritores, y a mayor abundamiento los no escritores, no publican sus no obras. De no ser así, los editores, que ya no saben qué hacer con las pilas de manuscritos que reciben, se encontrarían atrapados en un maremoto del fondo de los cajones. Por regla general también se suele admitir, y por las mismas razones sin duda, que hay que estar muerto (y ser famoso -por lo menos algo-) para tener derecho algún día a la publicación de los papeles personales inéditos: amasijo de apuntes, de proyectos, de reflexiones que un hombre que se las da de escritor no puede evitar ir acumulando a lo largo de su vida, materia casi sin desbastar a la espera de encontrar su sitio en una obra futura.
Estas dos reglas no pretendo en modo alguno conculcarlas, bajo ningún pretexto. Lo que no significa por ello que esté tratando de construir un modelo que explicaría, recurriendo al lenguaje de un riguroso determinismo, las razones por las cuales yo no debería escribir.
Este libro, si llega a buen fin, será el producto de una carrera de velocidad entre diversos "demonios" (en el sentido socrático, por supuesto); los de la duda y la ironía, en el último minuto, cederán los puestos de cabeza a los de la seriedad y la fe. Pero, por el momento, de esta carrera soy el espectador y ni siquiera sé a cuál de los participantes debería animar.
El autor

De esta forma tan sugerente comienza Por qué no he escrito ninguno de mis libros [1986] de Marcel Bénabou [1939- ].
Hace unos días lo encontré por casualidad en una biblioteca. Me llamó la atención el título, claro, y me pareció que podía ser uno de esos libros sobre libros que tanto me gustan...
Y efectivamente ha sido todo un hallazgo...
El autor desglosa en 130 páginas la imposibilidad y la inutilidad de escribir un libro, plantea si son necesarios más de los que ya están escritos y si él mismo podría ser capaz de aumentar ese enorme catálogo.

Inevitablemente me ha recordado las propuestas de n'UNDO de no construir, minimizar, reutilizar y desmantelar. Lo que es aplicable a la arquitectura es, por supuesto, aplicable también a la literatura.

Una de las citas que aparecen en el libro, de Jorge Luis Borges, creo que ilustra bien el ánimo con el que el que está escrito este no-libro:
Trabajoso y empobrecedor disparate el que consiste en componer extensos libros y desarrollar en quinientas páginas una idea que cabe perfectamente exponer de forma oral en unos minutos. Más vale fingir que esos libros ya existen, y presentar de ellos un resumen, un comentario.

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