He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

miércoles, 16 de julio de 2014

Eso era todo.

[...] No obstante, me parecía que estas vías de evasión no eran para mí, que estaban reservadas para los escritores. Sentía demasiado respeto por los libros, casi veneración, para imaginarme que podía escribir uno. Libros tales como Madame Bovary, los Diálogos de Platón, las novelas y los ensayos de Sartre, los de Julien Gracq, ciertos títulos de los americanos y rusos, habían ardido como fuegos de dicha en la noche de mi adolescencia y en mis años de estudiante. Después de haberlos leído transpirando, ávidamente, los había cerrado con un sentimiento de dolor. Hubiera querido quedarme aún en sus páginas, al abrigo de su fuerza, de su libertad, de su belleza, de su valor.
El hecho mismo de escribir me parecía un acto importante del que no era digna. Nunca se me había ocurrido la pretensión de escribir. Nunca jamás. Nunca había salido de mi mano derecha, armada con una pluma, ningún poema, ninguna nota, ningún esbozo de diario o de narración.
Aquellas hojas que llenaba de signos tipográficos de mi máquina de escribir, ¿qué eran? No lo sabía y no intentaba saberlo. Sentía, al hacerlo, una satisfacción importante, eso era todo.

De la novela autobiográfica Las palabras para decirlo [1975], de la escritora francesa Marie Cardinal [1928-2001].

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