He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

miércoles, 16 de marzo de 2016

Aquí hay mucha belleza, porque en todas partes hay mucha belleza

Además, hay que contar con que Roma (cuando no se la conoce todavía) es, en los primeros días, abrumadoramente melancólica, por el muerto y turbio ambiente de museo que exhala, por la abundancia de sus antigüedades desenterradas y laboriosamente mantenidas en pie (y de las cuales se nutre un pequeño presente), por la sobre valoración innombrable de todas estas cosas deformadas y corrompidas, fomentada por eruditos y filólogos e imitada por los que recorren Italia siguiendo la costumbre; cosas que, sin embargo, en el fondo no son más que restos casuales de otro tiempo y de otra vida, de algo que no es nada nuestro ni lo ha de ser. Al fin, después de semanas de defenderse cotidianamente, se encuentra uno, aunque un poco confundido, vuelto a sí mismo, y se dice: no, aquí no hay más belleza que en cualquier otro sitio, y todos estos objetos que han venido siendo admirados por generaciones, completados y mejorados por manos de albañiles, no significan nada, no son nada y no tienen corazón ni valor; pero aquí hay mucha belleza, porque en todas partes hay mucha belleza. Aguas infinitamente llenas de vida llegan por los antiguos acueductos hasta la gran ciudad, y danzan en las muchas plazas sobre pilones de piedra blanca, y se ensanchan en cuencos anchos y espaciosos, rumorosos de día y más rumorosos de noche, que aquí es una noche grande, estrellada y suave de vientos. Y hay jardines, inolvidables alamedas y escaleras, escaleras ideadas por Miguel Ángel, escaleras construidas a imitación de las aguas que se deslizan hacia abajo; pariendo anchamente, en la cascada, un escalón de otro escalón como una onda de otra onda. Con tales impresiones, se concentra uno, se recobra, regresando de la muchedumbre con sus pretensiones, que charla y charla (¡y qué charlatana es!), y lentamente llega a reconocer las pocas cosas en que perdura lo eterno que se puede amar, y lo solitario en que se puede tomar parte silenciosamente. 

De la Carta a un joven poeta [publicadas en 1929], que Rainer Maria Rilke [1875-1926] escribió a Franz Xaver Kappus el 29 de octubre de 1903 desde Roma.

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