He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

miércoles, 30 de septiembre de 2015

gente que lee (57)

Josefina leyendo [1953], óleo del pintor Antonio López [1936- ].

martes, 29 de septiembre de 2015

Como el agua

—La felicidad —le dijo él— siempre parece mentira, es como el agua, y se comprende sólo cuando se ha perdido.
—Es verdad —le dijo ella. Se quedó pensativa, y dijo:
—Incluso el mal que hacemos, es así, parece mentira, parece una tontería, agua fresca, mientras lo hacemos; si no, la gente no lo haría, tendría más cuidado.
—Eso es verdad —dijo él.
Ella le dijo:
—¿Por qué lo hemos echado a perder todo, todo?
Y se puso a llorar.

De la novela Las palabras de la noche [1961] de Natalia Ginzburg [1916-1991].

domingo, 27 de septiembre de 2015

Parábola del palacio

Aquel día, el Emperador Amarillo mostró su palacio al poeta. Fueron dejando atrás, en largo desfile, las primeras terrazas occidentales que, como gradas de un casi inabarcable anfiteatro, declinan hacia un paraíso o jardín cuyos espejos de metal y cuyos intrincados cercos de enebro prefiguraban ya el laberinto. Alegremente se perdieron en él, al principio como si condescendieran a un juego y después no sin inquietud, porque sus rectas avenidas adolecían de una curvatura muy suave pero continua y secretamente eran círculos. Hacia la medianoche, la observación de los planetas y el oportuno sacrificio de una tortuga les permitieron desligarse de esa región que parecía hechizada, pero no del sentimiento de estar perdidos, que los acompañó hasta el fin. Antecámaras y patios y bibliotecas recorrieron después y una sala exagonal con una clepsidra, y una mañana divisaron desde una torre un hombre de piedra, que luego se les perdió para siempre. Muchos resplandecientes ríos atravesaron en canoas de sándalo, o un solo río muchas veces. Pasaba el séquito imperial y la gente se prosternaba, pero un día arribaron a una isla en que alguno no lo hizo, por no haber visto nunca al Hijo del Cielo, y el verdugo tuvo que decapitarlo. Negras cabelleras y negras danzas y complicadas máscaras de oro vieron con indiferencia sus ojos; lo real se confundía con lo soñado o, mejor dicho, lo real era una de las configuraciones del sueño. Parecía imposible que la tierra fuera otra cosa que jardines, aguas, arquitecturas y formas de esplendor. Cada cien pasos una torre cortaba el aire; para los ojos el color era idéntico, pero la primera de todas era amarilla y la última escarlata, tan delicadas eran las gradaciones y tan larga la serie.
Al pie de la penúltima torre fue que el poeta (que estaba como ajeno a los espectáculos que eran maravilla de todos) recitó la breve composición que hoy vinculamos indisolublemente a su nombre y que, según repiten los historiadores más elegantes, le deparó la inmortalidad y la muerte. El texto se ha perdido; hay quien entiende que constaba de un verso; otros, de una sola palabra. Lo cierto, lo increíble, es que en el poema estaba entero y minucioso el palacio entero, con cada ilustre porcelana y cada dibujo en cada porcelana y las penumbras y las luces de los crepúsculos y cada instante desdichado o feliz de las gloriosas dinastías de mortales, de dioses y de dragones que habitaron en él desde el interminable pasado. Todos callaron, pero el Emperador exclamó: ¡Me has arrebatado el palacio!, y la espada de hierro del verdugo segó la vida del poeta.
Otros refieren de otro modo la historia. En el mundo no puede haber dos cosas iguales; bastó (nos dicen) que el poeta pronunciara el poema para que desapareciera el palacio, como abolido y fulminado por la última sílaba. Tales leyendas, claro está, no pasan de ser ficciones literarias. El poeta era esclavo del emperador y murió como tal; su composición cayó en el olvido porque merecía el olvido y sus descendientes buscan aún, y no encontrarán, la palabra del universo.

Del libro El hacedor [1960] de Jorge Luis Borges [1899-1986].

Desde que me vine a vivir a la Sierra Norte de Madrid frecuento mucho las bibliotecas de Buitrago de Lozoya y la del Centro de Humanidades de La Cabrera. De vez en cuando hacen expurgo, ponen los libros de los que se quieren deshacer en una mesa y dejan que quien esté interesadx en ellos se los lleve.
Me gusta curiosear a ver qué hay por allí y ayer, en La Cabrera, me encontré con El hacedor de Borges. Claro, no pude evitar la tentación de llevármelo y fue mi lectura de anoche al llegar a casa.
Tuve una temporada, hace añísimos, en que leí y leí a Borges. Me costaba su poesía, siempre me cuesta la poesía, pero me fascinaban y me fascinan sus cuentos: sus espejos, sus bibliotecas, sus tigres, sus mapas, sus relojes...
Nunca le he dejado del todo: en este blog ha estado ya de visita varias veces, textos suyos han dado nombre a varios de mis blogs, como éste o éste, y siento que de algún modo está presente en muchas de las cosas que leo y que intento escribir. Pero a pesar de no haberle dejado nunca de lado, sentí que leerle anoche fue una especie de reencuentro muy agradable.
Supongo que a partir de ahora quizá frecuente más el Capítulo VI...
Borges fotografiado en 1951 por Grete Stern [1904-1999]

sábado, 26 de septiembre de 2015

Ahora sabía que lo amaba

Ahora sabía que lo amaba, lo amaba con una pasión limpia que nunca había sentido antes. Una vez, por poco tiempo, había sido la amante de un hombre elegante y atractivo, pero siempre se sintió incómoda cuando él decía que la quería. Sentía que se refería a algo que Lou no acababa de entender y, en efecto, descubrió que él la quería si los calcetines estaban doblados y ella siempre a su disposición, si la comida era exquisita y ella no menstruaba, si el vino no le soltaba la lengua o si el aceite de oliva no añadía un pliegue a su barriga. Cuando la dejó por otra más pequeña y pulcra, más dispuesta y dócil ante sus exigencias, Lou había arrojado piedras a sus ventanas, había escrito obscenidades con tiza en los muros de su edificio, se había obsesionado con la imagen del pulcro coño de la joven amante (él había obligado a Lou a abortar) y con el nombre de su rival (aunque años después, cuando la vio por primera vez, descubrió que no era nada agraciada), cuyos anagramas se cortó en el brazo... En resumen, le había sorprendido lo profundo de su apasionada desazón ante la pérdida de un hombre que, en esencia, era mezquino y exigente.

De la novela Oso [1980] de la escritora canadiense Marian Engel [1933-1985].

viernes, 25 de septiembre de 2015

El final de una guerra

Yo creía que el final de una guerra se parecía al final del bachillerato: le dan a uno el título y ¡hale!, a arrojar el sombrero al aire, a emborracharse como un cosaco con los compañeros, y después a vomitar en el baño, a tirarse de cabeza en el proceloso mar de la vida. Al menos eso creía yo. Resultó que era parecido, pero sólo en parte. Uno le da la espalda a la guerra, normalmente con malas notas en historia y geografía, y enseguida le inculcan la idea de que tiene que mejorarlas en el próximo conflicto bélico que ya está asomando a la vuelta de la esquina. La esperada tregua está lejos de ser el inicio de una paz duradera. ¡Oh, no! Se trata sólo de unas breves vacaciones entre dos alegres y emotivos ejercicios de ensartar a los enemigos por las tripas con las bayonetas, de excavar trincheras; de hacer volar por los aires a personas y objetos; de atacar y contraatacar; de incendiar pueblos ajenos y de ahorcar a espías y desertores, mientras los chicos de la otra clase realizan las mismas hazañas, pero en sentido contrario.

De la novela El Pentateuco de Isaac [1998] del escritor búlgaro Angel Wagenstein [1922- ].

jueves, 24 de septiembre de 2015

Aida

Nuestro pueblecito ha festejado ayer al señor Giovancarlo Trombetti, que en treinta años de trabajo ha grabado por sí solo y sin ayudantes la ópera Aida del maestro Giuseppe Verdi.
Empezó cuando era casi un niño, cantando ante el micrófono de su magnetofón el papel de Aida, después el de Amneris, después el de Radamés. Uno tras otro, cantó y grabó todos los papeles. Y también los coros. Como el coro de los sacerdotes tenía que ser de treinta cantantes, lo tuvo que cantar treinta veces. Después estudió todos los instrumentos, del violín al bombo, del fagot al clarinete, de la trompeta al cuerno inglés, etcétera. Grabó las partes una a una, después las fundió en una cinta común para obtener el efecto de la orquesta.
Todo este trabajo lo ha hecho en  un sótano alquilado con este fin, lejos de su domicilio. A la familia le decía que iba a hacer horas extraordinarias. Y en cambio iba a hacer Aida. Hizo los ruidos de los elefantes, de los caballos, los aplausos al final de las arias más famosas. Para hacer el aplauso del final del primer acto, aplaudió él solo, durante un minuto, tres mil veces, porque había decidido que al espectáculo asistirían tres mil personas, de las cuales cuatrocientas dieciocho debían gritar: "¡Bravo!", ciento veintiuna: "¡Estupendo!", treinta y seis: "¡Queremos un bis!", y doce, en cambio: "¡Animales! ¡Esfumaos!".
Y ayer, como he dicho, cuatro mil personas, agolpadas en el teatro municipal, han asistido a la primera audición de la excepcional ópera. Al final casi todos estaban de acuerdo en decir: "¡Extraordinario! ¡Parece mismamente un disco!".

Gianni Rodari [1920-1980].

miércoles, 23 de septiembre de 2015

gente que lee (56)

El ratón de biblioteca [1850], óleo del pintor alemán Carl Spitzweg [1808-1885].

martes, 22 de septiembre de 2015

La señora M.

Una de las pocas personas que saben que aún existo es la señora M., de la tienda de la esquina. Dos veces por semana me trae lo que necesito para vivir, pero no es que se mate por el peso. La veo muy de tarde en tarde, porque tiene una llave del piso y deja la compra en la entrada, es mejor así, de ese modo nos protegemos mutuamente, y mantenemos una relación pacífica, casi diría amistosa.
Pero una vez que la oí abrir la puerta con su llave, me vi obligado a llamarla. Me había caído y me había dado un golpe en la rodilla, y era incapaz de llegar hasta el diván. Por suerte, era uno de los días en que le tocaba subirme la compra, así que sólo tuve que esperar cuatro horas. La llamé cuando llegó. Quiso ir a buscar un médico inmediatamente, su intención era buena, sólo es la familia más allegada la que llama al médico de mala fe, cuando quiere librarse de la gente mayor. Le expliqué lo necesario sobre hospitales y residencias de ancianos sin retorno, y la buena mujer me puso una venda. Luego hizo tres sándwiches que me dejó en una mesa junto a la cama, además de una botella de agua. Al final, llegó con una vieja jarra que encontró en la cocina. "Por si la necesita", dijo.
Y se marchó. Por la noche me comí un sándwich, y mientras me lo estaba comiendo vino a verme. Su visita fue tan inesperada que he de admitir que me vencieron los sentimientos, y dije: "Qué buena persona es usted". "Bueno, bueno", dijo escuetamente, y se puso a cambiarme la venda. "Esto le irá bien", dijo, y añadió: "Así que no quiere saber nada de las residencias de ancianos; por cierto, supongo que sabe que ahora no se llaman residencias de ancianos, sino residencias de la tercera edad". Nos reímos los dos de buena gana, el ambiente era casi alegre. Es un placer encontrarse con personas que tienen sentido del humor.
La pierna me estuvo doliendo durante casi una semana, y ella vino a verme todos los días. El último día dije: "Ahora estoy bien, gracias a usted". "Bueno, no se ponga solemne -me interrumpió-, todo ha ido perfectamente". En eso tuve que darle la razón, pero insistí en que, sin ella, mi vida podría haber tomado un desgraciado rumbo. "Bah, se las hubiera arreglado de una u otra manera -contestó-, es usted muy terco. Mi padre se parecía a usted, así que sé muy bien de lo que hablo". Me pareció que estaba sacando conclusiones sobre una base demasiado endeble, pues no me conocía, pero no quise que pareciera una reprimenda, de modo que me limité a decir: "Me temo que piensa demasiado bien de mí". "Oh, no -contestó-, debería usted haberlo conocido, era un hombre muy difícil y muy testarudo". Lo decía completamente en serio, admito que me impresionó, me entraron ganas de reírme de alegría, pero me mantuve serio y dije: "Comprendo. ¿También su padre llegó a muy mayor?". "Ah sí, muy mayor. Hablaba siempre mal de la vida, pero nunca he conocido a nadie que se esforzara tanto por conservarla". A eso podía sonreír sin problemas, resultó liberador, incluso me reí un poco, y ella también. "Supongo que usted también es así", dijo, y me preguntó impulsiva si le dejaba leerme la mano. Le tendí una, no recuerdo cuál de las dos, pero quiso la otra. La miró muy atenta durante unos instantes, luego sonrió y dijo: "Justo lo que me figuraba, debería usted haber muerto hace mucho tiempo".

Del relato Últimas notas de Thomas F. para la humanidad del escritor noruego Kjell Askildsen [1929- ].

lunes, 21 de septiembre de 2015

domingo, 20 de septiembre de 2015

Somos

Somos
como esos viejos árboles
batidos por el viento
que azotan desde el mar.
Hemos 
perdido compañeros,
paisajes y esperanzas
en nuestro caminar.
Vamos
hundiendo en las palabras
las huellas de los labios
para poder besar.
Tiempos,
futuros y anhelados,
de manos contra manos
izando la igualdad.

Somos
como la humilde adoba
que cubre contra el tiempo
la sombra del hogar.
Hemos
perdido nuestra historia,
canciones y caminos
en duro batallar.
Vamos
a echar nuevas raíces
por campos y veredas
para poder andar.
Tiempos
que traigan en su entraña
esa gran utopía
que es la fraternidad.

Somos
igual que nuestra tierra
suaves como la arcilla
duros del roquedal.
Hemos
atravesado el tiempo
dejando en los secanos
nuestra lucha total.
Vamos 
a hacer con el futuro
un canto a la esperanza
y poder encontrar.
Tiempos
cubiertos con las manos
los rostros y los labios
que sueñan libertad.

Somos 
como esos viejos árboles.

Ayer, 19 de septiembre, se cumplieron cinco años de la muerte de José Antonio Labordeta [1935-2010]. Siempre, y más si cabe en tiempos raros como éstos que vivimos, se echa de menos a tipos como él...

sábado, 19 de septiembre de 2015

viernes, 18 de septiembre de 2015

Sobre la naturaleza de la Ciencia

La ciencia, incluyendo la biología, es una forma de descubrir principios de orden. El arte es otra manera, y también la religión y la filosofía. La ciencia se diferencia de todas las demás en que limita su búsqueda al mundo natural, el universo físico. También se diferencia por la manera en que se desarrolla la búsqueda de conocimientos.

De la Invitación a la Biología [1994] de H. Curtis y N. S. Barnes.

Ciencia, biología, arte, religión, filosofía... estaría bien incluir a la literatura en esa lista...

jueves, 17 de septiembre de 2015

Lluvia

Se regaló una dura mañana de trabajo. Al mediodía los cielos se abrieron. Llovió como si nunca hubiese llovido antes. Llovió a cántaros, llovieron gruesas cortinas de agua gris. Rugieron los truenos, centellearon los relámpagos. El cielo se volvió gris oscuro. El amplio río se alisó y arrugó para recibir las gotas de lluvia. Empezó a levantarse la bruma. Lou pudo oír cómo el césped se convertía en barrizal.

De la novela Oso [1980] de la escritora canadiense Marian Engel [1933-1985].

miércoles, 16 de septiembre de 2015

martes, 15 de septiembre de 2015

Soy un ser humano

Soy un ser humano y tengo mis propios pensamientos, mis secretos y una condenada vida en el cuerpo que él no sabe que existe porque es un memo. Supongo que a ustedes esto les hará gracia, que yo diga que el director es un estúpido cabrón, cuando yo apenas sé escribir y él sabe leer, escribir y sumar como un catedrático. Pero lo que digo es la pura verdad. Él es un imbécil y yo no, porque yo sé ver lo que hay dentro de los que son como él mejor que él lo que hay dentro de los que son como yo. De acuerdo, los dos somos astutos, pero yo lo soy más y acabaré ganando, aunque muera en una celda a los ochenta y dos años, porque le sacaré a mi vida más diversión y más alegría que él a la suya. Imagino que él habrá leído un montón de libros y, por lo que sé, hasta es posible que haya escrito unos cuantos; pero también sé seguro, como que estoy sentado aquí ahora, que lo que estoy garabateando vale mil veces más que lo que él pueda garabatear en toda su vida. No me importa lo que diga nadie porque ésa es la verdad y no se puede negar. Cuando me habla y miro su cara de sargento, sé que yo estoy vivo y que él está muerto. Está más muerto que mi abuela. Si él corriera diez metros moriría en el acto. Y si se metiera diez metros en lo que hay dentro de mis entrañas, también moriría en el acto... del susto. Por el momento estamos en una situación en la que los tipos muertos como él tienen la porra en alto sobre los tipos como yo; incluso estoy completamente seguro de que siempre será así, pero de todos modos juro que prefiero ser como soy (siempre huyendo y forzando tiendas por un paquete de cigarrillos o un tarro de mermelada) que estar siempre encima de los demás con el látigo en la mano y estar muerto de la cabeza a los pies. Quizá es que en cuanto coges el látigo te mueres. Y decir esta frase me ha costado unos cuantos cientos de kilómetros a campo traviesa. Al principio, decir una cosa así habría sido tan imposible como sacar un billete de un millón de libras del bolsillo trasero de mi pantalón. Pero es verdad y ustedes lo saben; y ahora que vuelvo a pensarlo ha sido siempre verdad y siempre lo será, y estoy más seguro de ello cada vez que veo al director abriendo la puerta aquella y diciéndonos: buenos dííías, muchachos.

Del relato La soledad del corredor de fondo [1959], de Alan Sillitoe [1928-2010].

lunes, 14 de septiembre de 2015

Al andar

Y al andar descubrió la maravilla 
del sonido de sus propios pasos
en la gravilla...

De la canción El canto del gallo de Radio Futura.

Hace un par de días, caminando por las hoces del río Riaza.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Llegando

Al llegar, mi mirada, sorprendida y curiosa, cansada de tantas horas de viaje, despertará queriendo recorrer la ciudad ya conocida o el lugar al que llego por primera vez, aún por descubrir. Antes, disfruto de los últimos minutos de viaje, en silencio, mirando por la ventana, deseando que duren un poquito más, que se estiren los últimos kilómetros, que esa calma y ese silencio se alarguen antes de que la gente empiece a levantarse, a mover bultos y ponerse abrigos. Miro hacia fuera queriendo que se dilaten un poquito más esos instantes de tranquilidad previos al encuentro con quienes esperan, antes del bullicio y la excitación de los saludos, los abrazos, las bienvenidas.

Manjirón, enero de 2014.

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Llegando by Román J. Navarro Carrasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Buenas noticias

No sé si has oído hablar de Salomón Kalmoviz, el genial peletero vienés que de pieles de conejos importados hacía magníficos abrigos de visón, chinchilla e incluso de leopardo. Aquel mismo Kalmoviz, al regresar a Viena de su exilio en Londres e instalarse en su apartamento de la Schwedenplatz, apenas esperó a que amaneciera para ir corriendo al primer quiosco y pedir el número del día del periódico oficial nazi Völkischer Beobachter. Le contestaron que el periódico había dejado de salir. Kalmoviz, muy amable, dio las gracias y compró una bolsita de caramelos de menta. Al día siguiente pidió una vez más el mismo periódico para que le dieran la misma respuesta. Así todas las mañanas hasta que al décimo día el vendedor le dijo fastidiado: "Señor, entérese de una vez que este periódico ya no sale ni saldrá nunca más", "Lo sé, querido, lo sé. ¡Pero es maravilloso empezar el día con una buena noticia!".

De la novela El Pentateuco de Isaac [1998] del escritor búlgaro Angel Wagenstein [1922- ]. Es una recomendación que unxs amigxs me hicieron hace varias semanas y que he disfrutado mucho...

A mediados de agosto hablaba aquí de la novela 14, de Jean Echenoz, sobre la Primera Guerra Mundial. Una novela que, en su sencillez y su brevedad, me pareció imprescindible.

Ahora me encuentro con este Isaac, un judío de Galitzia, que recorre el siglo XX siendo sucesivamente ciudadano del Imperio Austro-húngaro, de Polonia, de la URSS, de la Alemania del Tercer Reich y finalmente austriaco. Y contando toda esa peripecia vital con humor, a veces negro, salpicando todo el texto con chistes y bromas, en muchas de las cuales se ríe de sí mismo y de su condición de judío errabundo, que permiten mirar la historia del siglo pasado con cierto relativismo.
Muy recomendable.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Dándose

Escribir para darle forma al mundo,
para delinear el perfil de la lágrima,
la tristeza del árbol cortado.

Escribir para despojarnos de la mañana recién nacida,
para irnos desnudando del dolor y la alegría,
para re-vestirnos otra vez, del sol, del mar,
de la pareja que inspira ternura sin saberlo.

Ir deshaciéndonos del propio cuerpo,
sustituirlo por otros cuerpos que viven
y sienten en nosotros,
compartir la angustia, la risa, el pan
con los seres que creamos, con el mundo
que nos alimenta sin saberlo
mientras nos damos,
mientras sentimos cada día con más fuerza
la necesidad de vomitarnos,
de darnos completamente,
de morir para abonar la tierra
que de nuevo alimentará nuestras raíces.

Gioconda Belli [1948- ]

jueves, 10 de septiembre de 2015

Mary Wollstonecraft

Hoy hace 218 años que murió, con sólo 38, la filósofa y escritora inglesa Mary Wollstonecraft. Dice la wikipedia que "como mujer del siglo XVIII, fue capaz de establecerse como escritora profesional e independiente en Londres, algo inusual para la época".
Escribió novelas y cuentos, literatura infantil, ensayos, etc. y es sobre todo conocida por la Vindicación de los derechos de la mujer [1792] uno de los libros "fundacionales" del feminismo.
Murió por complicaciones en el parto de su hija Mary Shelley [1797-1851], la autora de Frankenstein [1818], cuyo nacimiento recordaba hace unos días aquí.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

gente que lee (54)

Mujer leyendo con melocotones [1923]
Henri Matisse [1869-1954]

martes, 8 de septiembre de 2015

En los trenes

En los trenes se producen a veces los encuentros más inesperados. Yo era escritor y no podía permitirme el lujo de dejar pasar aquella oportunidad. Aún no estaba escribiendo, por aquellos días, mi trilogía realista. Pero me alimentaba de la realidad en todos los cuentos que, de forma bastante prolífica, iba realizando con el ánimo de acabar reuniéndolos en un volumen con el que confiaba -como así fue- irrumpir con cierto éxito en el mundo editorial. Me dije que tal vez aquel hombre tenía alguna  historia interesante que contar. Yo era -lo soy también ahora, pero tal vez menos- una persona a la que le gustaba escuchar, supongo que porque pensaba que eso era fundamental para el oficio que había elegido. Yo era -lo sigo siendo, aunque no tanto como entonces- una persona muy indiscreta, me gustaba estar con los oídos muy atentos cuando viajaba en tren o estaba en un café o andaba por la calle. En multitud ya de ocasiones ciertas frases cazadas al azar o ciertas historias que me habían contado me habían servido para escribir relatos. Yo era también, pues, un extraño pasajero, uno de esos escritores de los que hablé antes, gente que para escribir cuentos sale a la calle o monta en trenes para espiarlo todo.

De la novela Extraña forma de vida [1997] de Enrique Vila-Matas [1948- ].

lunes, 7 de septiembre de 2015

En serio

-En serio. Nunca sientas que me debes nada. Para mí estará bien lo que tú hagas, cuando creas y como creas que debes hacerlo. Te lo dije el otro día: doy gracias por tenerte, mientras pueda. Y si un día, por lo que sea, no es así, no habrá reproches. Da por hecho siempre, dondequiera que estés, y dondequiera que esté yo, incluso si no estoy, que solamente deseo que te sonría la vida, y haz lo que creas que haga falta para conseguirlo. Sea lo que sea, a mí me parecerá bien.

De la novela Música para feos [2015] de Lorenzo Silva [1966- ].

domingo, 6 de septiembre de 2015

Nos observábamos el uno al otro

Nosotros, ella y yo, nos observábamos el uno al otro. Ella observaba a mi mujer y observaba nuestro matrimonio, y ambas cosas le gustaban. Observaba mis esfuerzos por ser escritor y no los entendía del todo. "Pero, ¿cuándo vas a conseguir un trabajo y a sentar la cabeza?", me preguntó en cierta ocasión. Observaba el hecho de que no tuviéramos hijos, y no opinaba al respecto. Observaba su vida y observaba la vida de mi mujer y la mía, y posiblemente no veía cómo una daba origen a la otra.

De Mi madre, in memoriam [1988] un hermoso librito de Richard Ford [1944- ] que leí el fin de semana pasado.

sábado, 5 de septiembre de 2015

La gran catarata

La avioneta nos conducía hacia la gran catarata, el salto de agua natural más grande del mundo, cuyo bramido se podía escuchar  desde el hotel en que nos alojábamos, a bastante distancia del lugar. La mañana estaba brumosa, pero el piloto había dicho que pronto despejaría. Entonces advertí algo inusual tras el asiento que ocupaba mi mujer, delante del mío. Incrustado entre el fino zócalo de plástico y la pared de la cabina había un objeto rojo, que no tenía aspecto de pertenecer a la estructura del aeroplano. Me incliné y lo toqué con el dedo: parecía un lápiz, que se escurrió para encajarse más entre el zócalo y la pared. Volví a tocarlo y lo empujé poco a poco, hasta hacer asomar un trozo largo de su envergadura. En efecto, se trataba de un lapicero de cuerpo hexagonal, de esos que llevan una goma en un extremo. Tal como estaba colocado, podía moverse bien en sentido longitudinal, resbalando a lo largo del resquicio, pero era difícil sacarlo de aquella hendidura. Un grito de mi mujer llamó mi atención: la bruma se iba disipando y a lo lejos se divisaba un enorme muro blanquecino, que resaltaba entre la espesa vegetación de la selva. La avioneta se inclinó sobre un ala para cambiar el rumbo y descubrí que el lapicero se había desplazado ligeramente fuera de su casual alveolo. Si tuviese un alambre, un vulgar clip para papel, sería fácil extraerlo, pensé. ¡La catarata! ¡La catarata!, exclamó mi mujer, con voz jubilosa, y percibí que el muro blanquecino, ya más cercano, quedaba a nuestra derecha. Se me ocurrió entonces que acaso una de las patillas de mis gafas podía servirme de gancho para sujetar el lapicero y hacerlo salir. El ruido de la gran catarata era ya ensordecedor y la avioneta daba bruscos saltos que hacían bastante ardua mi labor. Me agaché todo lo que pude. Ayudándome con la otra mano, intenté completar la extracción. El lapicero se soltó varias veces, pero al fin conseguí sujetarlo firmemente y, forzando el borde del fino zócalo, sacarlo del todo. El ruido de la gran catarata se había hecho otra vez menos intenso. Mi mujer miraba hacia atrás y yo volví también la vista para contemplar el enorme muro blanquecino del que nos íbamos alejando. ¿No te ha parecido impresionante?, me preguntó a voces, y yo asentí con la cabeza, confuso. En uno de los lados del lapicero estaba impreso, con letras doradas, Germany, dessin 2000, Faber-Castell.

José María Merino [1941- ].
Microrrelato incluido en su libro La glorieta de los fugitivos [2007].

viernes, 4 de septiembre de 2015

Amor al fin y al cabo

-Yo recuerdo el caso de dos chicos, ella y él, dos TTI, típicos tímidos ingleses -dijo lord Winson Green-, que se relacionaron por Internet a través de una dating. Ella no se atrevía a enviarle una foto por temor a no gustarle y tampoco una foto que no fuera de ella, como sabía que hacían otras chicas. A él le pasaba lo mismo. De modo que optaron por enviarse un retrato a lápiz o plumilla; ella se lo encargó a una compañera que dibujaba muy bien y que se convirtió encantada en cómplice de su embellecimiento, con oportunos y sabios retoques en ojos, nariz, cintura y pecho. Él tuvo que pagar a un nigeriano que hacía retratos en Hyde Park, al que pidió uno de cuerpo entero, no sin advertirle que solo le pagaría si le sacaba alto y atlético, con los ojos grandes y el mentón firme. Después de enviarse los dibujos escaneados, se citaron en un pub de Chiswick para conocerse en persona. Cuando él entró, ella estaba sentada al lado de una ventana sobre el Támesis. Era bellísima, como la del dibujo. Se acercó muy azorado. Empezó a hablar y enseguida tuvo la sensación de que estaba molestando. Otro muchacho, recién entrado, vino al rescate de la chica. "¿No ves que no le apetece estar contigo?", le recriminó. Lo reconoció enseguida, ojos grandes, atlético, mentón firme. Ese muchacho era él. No tuvo dudas. Pero tampoco era él: era el muchacho de su dibujo.
Los vio sonreírse y reconocerse; los vio mirarse embelesados; los vio salir juntos. Sin entenderlo del todo, se derrumbó sobre una silla. Y, cuando más abatido estaba, una leve esperanza le hizo levantar la cabeza: si quien se había ido con la chica no era él, sino el muchacho estilizado de su dibujo, acaso habría también una segunda chica bastante menos agraciada pero capaz de haber inspirado la belleza del retrato que ella le había enviado. 
Sintió que la puerta se abría y contuvo la respiración...

Del libro London Calling [2015] del escritor Juan Pedro Aparicio [1941- ].

jueves, 3 de septiembre de 2015

miércoles, 2 de septiembre de 2015

La vida

Y, cuando atravesaba los campos, supe cómo es la soledad del corredor de fondo, y me di cuenta de que para mí esta sensación era lo único honesto y verdadero que había en el mundo, y comprendí que esto no cambiaría nunca, fueran las que fueran las sensaciones que pueda tener en algún momento raro, y sea lo que sea lo que los demás quieran explicarme. El que venía detrás debía de estar muy lejos porque todo estaba en silencio y se notaba menos ruido y menos movimiento incluso que el que hay a las cinco de la mañana de una helada madrugada de invierno. Era difícil de comprender, y todo lo que sabía era que uno tenía que correr, correr y correr, sin saber por qué corría, pero uno seguía corriendo, atravesando campos que no entendía, entrando en bosques que daban miedo, remontando colinas sin darse cuenta de que las había subido o bajado y saltando arroyos que le habrían helado el corazón a cualquiera que hubiese caído en ellos. Y el poste de la meta no era el final de aquello, por más que la gente pudiera estar animándote, porque había que seguir adelante antes de haber recuperado el aliento, y la única ocasión en que uno se paraba de verdad era cuando tropezaba con el tronco de un árbol y se rompía el pescuezo o caía en un pozo abandonado y se quedaba muerto en la oscuridad para siempre. Así que yo pensaba: no, no van a cazarme en esta trampa de las carreras, esto de correr tratando de llegar el primero, esto de trotar por un trozo de cinta azul, porque ésta no es la forma de seguir adelante, para nada, por más que ellos juren ciegamente que sí. Uno no debe hacer caso a nadie y debe seguir su propio camino, y no el que le señale una hilera de gente con esponjas empapadas y botellas de yodo para cuando te caes y te haces heridas, para que ellos puedan levantarse de nuevo -por más que uno quiera quedarse donde está- y ponerte en marcha otra vez.

Hace unos días leí La soledad del corredor de fondo [1959], el relato largo (o novela corta, que nunca estoy seguro de cómo pueden y deben llamarse estas cosas...) del escritor inglés Alan Sillitoe [1928-2010].
Hace mucho tiempo que conocía el título y siempre me había llamado la atención por aquello de las maratones y las carreras largas. Por fin ha caído en mis manos y me ha gustado. Es un relato lleno de rebeldía, de inconformismo, de resistencia a lo establecido y a "lo que debe ser", a lo que se espera de cada unx de nosotrxs. Toda una metáfora de la vida y de cómo arrostrarla de forma digna.
No conocía al autor. De hecho creo que cuando vi este librito hace unos días en la biblioteca fue la primera vez que oía su nombre, y con toda seguridad es la primera vez que leo algo suyo. Y desde luego no conocía al grupo al que en la wikipedia dice que pertenecía junto con otros escritores ingleses de los años 50 también enfadados como él: los Angry Young Men. Autodenominarse así es toda una declaración de principios, aunque tal vez no sea muy saludable que lo que te defina, como escritor y como persona, sea tu enfado con el mundo...

martes, 1 de septiembre de 2015

Encuentros

Hace unos días me dijo una amiga que sorprendida la tenía con mi afición a Panero, que ella me hacía más de haikus y de Benedetti. Me lo envió en un guasap después de ver ésto y todo ésto... Le contesté que, como ya he contado alguna vez aquí, soy poco de poesía. Me cuesta leerla. Y que, efectivamente, cuando leo poesía soy más de haikus y de benedettis que de paneros. [Por cierto, acabo de ver que Mario Benedetti aún no ha visitado este blog. Habrá que poner remedio a eso cuanto antes...]

Y claro, también le conté que no hace mucho cayó en mis manos una Poesía completa (1968-1996) de Juan Luis Panero que se ha pasado unos cuantos meses junto a mi cama, y que me ha tenido entretenido durante un tiempito... [Esto de los libros que rondan mi cama también lo he contado alguna vez aquí.]

Tengo siempre entre manos varias listas de libros pendientes de leer, pero me gusta de vez en cuando dejarme llevar por encuentros más o menos fortuitos que me hacen descubrir cosas estupendas, como éstos hallazgos que a veces tengo con la poesía, o libros que me encuentran a mí en los estantes de novedades de las bibliotecas a las que suelo ir, o libros que me sugieren amigxs y que quizá a mi no me hubieran llamado la atención...