Soy un ser humano y tengo mis propios pensamientos, mis secretos y una condenada vida en el cuerpo que él no sabe que existe porque es un memo. Supongo que a ustedes esto les hará gracia, que yo diga que el director es un estúpido cabrón, cuando yo apenas sé escribir y él sabe leer, escribir y sumar como un catedrático. Pero lo que digo es la pura verdad. Él es un imbécil y yo no, porque yo sé ver lo que hay dentro de los que son como él mejor que él lo que hay dentro de los que son como yo. De acuerdo, los dos somos astutos, pero yo lo soy más y acabaré ganando, aunque muera en una celda a los ochenta y dos años, porque le sacaré a mi vida más diversión y más alegría que él a la suya. Imagino que él habrá leído un montón de libros y, por lo que sé, hasta es posible que haya escrito unos cuantos; pero también sé seguro, como que estoy sentado aquí ahora, que lo que estoy garabateando vale mil veces más que lo que él pueda garabatear en toda su vida. No me importa lo que diga nadie porque ésa es la verdad y no se puede negar. Cuando me habla y miro su cara de sargento, sé que yo estoy vivo y que él está muerto. Está más muerto que mi abuela. Si él corriera diez metros moriría en el acto. Y si se metiera diez metros en lo que hay dentro de mis entrañas, también moriría en el acto... del susto. Por el momento estamos en una situación en la que los tipos muertos como él tienen la porra en alto sobre los tipos como yo; incluso estoy completamente seguro de que siempre será así, pero de todos modos juro que prefiero ser como soy (siempre huyendo y forzando tiendas por un paquete de cigarrillos o un tarro de mermelada) que estar siempre encima de los demás con el látigo en la mano y estar muerto de la cabeza a los pies. Quizá es que en cuanto coges el látigo te mueres. Y decir esta frase me ha costado unos cuantos cientos de kilómetros a campo traviesa. Al principio, decir una cosa así habría sido tan imposible como sacar un billete de un millón de libras del bolsillo trasero de mi pantalón. Pero es verdad y ustedes lo saben; y ahora que vuelvo a pensarlo ha sido siempre verdad y siempre lo será, y estoy más seguro de ello cada vez que veo al director abriendo la puerta aquella y diciéndonos: buenos dííías, muchachos.
Del relato La soledad del corredor de fondo [1959], de Alan Sillitoe [1928-2010].
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