He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

martes, 23 de junio de 2015

En la playa de Ostia

A pocos kilómetros de Roma está la playa de Ostia, donde los romanos acuden a miles en verano; en la playa no queda espacio ni siquiera para hacer un agujero en la arena con una palita, y el que llega el último no sabe dónde plantar la sombrilla.
Una vez llegó a la playa de Ostia un tipo extravagante, realmente cómico. Llegó el último, con la sombrilla bajo el brazo, y no encontró sitio para plantarla. Entonces la abrió, le hizo un retoque al mango y la sombrilla se elevó inmediatamente por el aire, sobrevolando miles y miles de sombrillas y yéndose a detener a la misma orilla del mar, pero dos o tres metros por encima de la punta de las otras sombrillas. El desconcertante individuo abrió su tumbona, y también ésta flotó en el aire. El hombre se tumbó al amparo de la sombrilla, sacó un libro del bolsillo y empezó a leer, respirando la brisa del mar, picante de sal y yodo.
Al principio, la gente ni siquiera se dio cuenta de su presencia. Todos estaban debajo de sus sombrillas, intentando ver un pedacito de mar por entre las cabezas de los que tenían delante, o hacían crucigramas, y nadie miraba hacia arriba. Pero de repente una señora oyó caer algo sobre su sombrilla; creyó que había sido una pelota y se levantó para regañar a los niños; miró a su alrededor y hacia arriba y vio al extravagante individuo suspendido sobre su cabeza. El señor miraba hacia abajo y le dijo a aquella señora: 
-Disculpe, señora, se me ha caído el libro. ¿Querría usted echármelo para arriba, por favor?
De la sorpresa, la señora se cayó de espaldas, quedándose sentada sobre la arena, y como era muy gorda no lograba incorporarse. Sus parientes acudieron para ayudarla, y la señora, sin hablar, les señaló con el dedo la sombrilla volante.
-Por favor -repitió el desconcertante individuo-, ¿quieren tirarme mi libro?
-Pero ¿es que no ve que ha asustado a nuestra tía?
-Lo siento mucho, pero de verdad que no era esa mi intención.
-Entonces, bájese de ahí; está prohibido.
-En absoluto; no había sitio en la playa y me he puesto aquí arriba. Yo también pago mis impuestos, ¿sabe usted?
Mientras, uno tras otro, todos los romanos de la playa se pusieron a mirar hacia arriba, y señalaban riendo a aquel extraño bañista.
-¿Ves a aquel? -decían-, ¡Tiene una sombrilla a reacción!
-¡Eh, astronauta! -le gritaban-, ¿Me dejas subir a mí también?
Un muchachito le echó hacia arriba el libro, y el señor lo hojeaba nerviosamente buscando la señal. Luego prosiguió su lectura muy sofocado. Poco a poco fueron dejándolo en paz. Sólo los niños, de vez en cuando, miraban al aire con envidia, y los más valientes gritaban:
-¡Señor! ¡Señor!
-¿Qué queréis?
-¿Por qué no nos enseña cómo se hace para estar así en el aire?
Pero el señor refunfuñaba y proseguía su lectura. Al atardecer, con un ligero silbido, la sombrilla se fue volando, el desconcertante individuo aterrizó en la calle cerca de su motocicleta, se subió a ella y se marchó.
¿Quién sabe quién era aquel tipo y dónde había comprado aquella sombrilla? 

Cuento del escritor y pedagogo italiano Gianni Rodari [1920-1980], especializado en literatura infantil y juvenil.

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