Aquella fue la primera vez que vi con mis propios ojos los efectos terapéuticos de la literatura en su autor. Sabía que los libros pueden a veces ayudar a otros, a los lectores, para quienes son un regalo, una sorpresa, pero estaba convencido de que el autor, una vez acabados, no obtiene de ellos ningún provecho intelectual ni puede obtenerlo. En cambio allí, en el cuartucho-taller de Czapski, abarrotado todavía de caballetes —por desgracia entonces ya en desuso—, resultaba que lo almacenado en un ensayo o un libro, o en la cita de algún autor predilecto, podía funcionar como una inyección rejuvenecedora, aunque sus efectos no duraran más de media hora. Huelga decir cuán conmovedor era eso y qué significado otorgaba a la lectura en voz alta.
Desde una islita remota de Filipinas, Vero me envía este párrafo de un libro que aún no he leído pero que, viniendo de ella la recomendación, seguro que promete: En defensa del fervor [2002], de Adam Zagajewski [1945- ].
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