He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

lunes, 8 de diciembre de 2014

El orden ideal

Hubo una época en que fichaba todos los libros que entraban en casa hasta que un día, en plena catalogación de uno de Kafka, mientras recorría con el dedo las páginas de cortesía en busca del nombre del traductor, tuve el sentimiento de que estaba haciéndole a la novela uno de esos reconocimientos físicos que se les hace a los presos antes de meterlos en la celda. Me quedé espantado, así que dejé la ficha a medias y abandoné el libro en cualquier parte, aunque nunca tuve dificultad para encontrarlo. Llegaba a mi habitación, olía un poco el aire y el afecto me conducía a él con la misma eficacia que el orden alfabético. Desde entonces, he intentado ordenar mi biblioteca, y quizás mi vida, de algún modo que no exija la confección de una ficha policial, pero he fracasado sucesivamente.
Veamos: intenté hacer una clasificación temática, dividiendo la librería en grandes áreas: novela, ensayo, poesía... Hasta aquí la cosa es fácil; lo malo es cuando intentas clasificar a su vez cada uno de estos géneros y te pones a separar la novela histórica de la psicológica y ésta de la policíaca; o el ensayo científico del literario; e incluso la poesía buena de la mala. Me di cuenta entonces de que me gustaban sobre todo los libros fronterizos, de manera que la línea divisoria entre unos y otros géneros era más ancha que los géneros en sí y la confusión de mi biblioteca y de mi vida volvía a ser la de antes. Me enseñaron entonces un programa de ordenador en el que, una vez introducidos los datos, encontrabas el libro dándole a cuatro teclas. Funcionaba bien, pero lo deseché porque cada vez que le pedía al programa un libro tenía de nuevo la impresión de ir a visitar a un preso.
Finalmente, los fui dejando donde me daba la gana, como había hecho antes de que tuviera aquel ataque de profesionalización. Pese a ello, los encuentro con facilidad, igual que la novela ya citada de Kafka. Alguno, es cierto, se me resiste o se pierde, pero no porque esté mal colocado, sino porque no me interesa. De manera que las fichas sirven, fundamentalmente, para encontrar lo que uno no quiere, lo que, bien mirado, resulta completamente absurdo. Y para poner orden, lo que resulta peligroso. 

Esta mañana, mientras desayunaba, antes de seguir empaquetando mis libros para una nueva mudanza, me he encontrado con ésto en el libro Articuentos completos de Juan José Millás [1946- ].

Más que pertinente para mí en estos días de embalajes y cambios...

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