He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

jueves, 26 de mayo de 2016

Mecanógrafa o reina

Hacía ya tiempo que no recordaba yo a Carmencita, pero esta tarde, Dimas –no el de la sección de compras, sino el calvo– ha estado hablando de ella conmigo. Ha sido a esa hora en que Dimas, mientras se toma su bocadillo, nos viene a ver a los de Asuntos Sociales. Él está en Material y Construcción, precisamente donde estuvo los seis primeros meses, cuando llegó Carmencita. Luego la pasaron a Secretaría Técnica, y ahora ya no está con nosotros.
Recuerdo que en aquel tiempo, cuando llegó el pimpollo de Carmencita a Material y Construcción, echaban una película de Marilyn Monroe: Tormenta en la ciudad, me parece; o no, Tarde de lluvia, Amor en el mar o algo así. No va uno a recordar todas las películas. Pues, al principio, llegar a la oficina Carmencita y representársenos Marilyn Monroe todo fue una. Algunos, y entre ellos Dimas, llegaron a tararearle en broma la canción de la película aquella, Amor en el mar, o como se llamase.
Durante los primeros días, Carmencita estuvo cohibida. Siempre, cuando entran nuevas, les pasa eso: se preocupan por el número de pulsaciones que dan en la máquina y cosas por el estilo, hasta que aprenden que se debe de escribir despacio y nada más, y que por eso no las van a comer. También están siempre tirándose de la falda, pero eso es un timito para que sepamos que allí hay una falda. Carmencita fue sensacional. La llamábamos todos "la chiquilla", porque estábamos ya hartos de aquellas otras "mujeres" y queríamos distinguirla. Bueno, si la chiquilla llega al 6 de enero, creemos que la han dejado los Reyes y si entra el 21 de marzo la tomamos por la mismísima primavera. Fue realmente curioso lo que pasó.
Un buen día, a Material y Construcción llega la mecanógrafa nueva y a los cinco minutos la casa estaba revuelta hablando de la chavala. Y ni era llamativa ni se pintaba casi. Pero tenía algo. Morán y Manolo van en seguida y se peinan bien, se arreglan el bigote, se ponen dos semanas el traje nuevo y dicen: "Esta, para uno de los dos." Y pasan un día por Material y Construcción, y otro día y otro. Pero Carmencita ni verlos. Ella ni mirarlos ni caso. Total: que todos la confundieron. Empezaron a hablar de que tenía muchos humos, de que se lo tenía creído y quería un príncipe azul y otras cosas. Y no era eso. Carmencita sabía lo que quería, y esperaba, y Morán y Manolo acabaron colándose como dos críos. Dimas y yo nos alegramos de que no les hiciera cara, ¡qué diablo! Con 950 al mes que ganan ellos se puede ser guapo hasta cierto punto.
Pues sí: esta tarde hemos estado hablando con ella. Rosarito, la secretaria de mi sección, de oírnos, no daba abasto para reírse, con una risita molesta, como si no pudiera comprender nuestra admiración altruista por aquella muchacha. Ya sabemos que las mujeres, entre ellas, en esto del compañerismo, andan regular. Ella, la chiquilla, lo sabía también y sufrió lo suyo con la mayoría de sus compañeras y hasta con la mujer de alguno. Cuando ella estaba delante, las demás le ponían buena cara y le pasaban las manos por las mejillas, que daba gloria ver cómo se deslizaban; pero si no estaba ella, la llamaban frívola, presumida y loca, y, sobre todo, lo que más me indignaba es que decían que no era para tanto.
Y eso no: loca no era. Porque yo –y muchos– hemos ido al cine con ella y sabemos que de loca no tenía ni un pelo. Como compañeros, dentro o fuera del trabajo, lo que quisiéramos, pero nada más. A lo mejor estabas en el cine, por ejemplo, y se te ponía en la cabeza que la chiquilla era para ti. Ella entonces se te quedaba mirando de tal forma, que tú sabías que estabas haciendo el indio, y ese momento de duda era el que aprovechaba ella para decirte:
–No lo estropees, hombre. Eres un compañero y nada más, y por eso he venido al cine contigo. Es una tontería. Estate quieto.
Algunos, por esto, decían que era fría. Pero mirando sus ojos con un poco de comprensión se veía que encerraba fuego, un fuego, incluso, particular; un hermoso incendio. La chiquilla era singular en todo. Fue la única mecanógrafa que no quiso casarse con ninguno de nosotros, y su pudo hacerlo o no, ahí están Manolo y Morán, y sobre todo Moro, que lo pueden decir. 
Bernardo Moro está en Secretaría Técnica y hace cuatro años se quedó viudo. Es buen compañero y es serio, aunque tiene mucho amor propio y no encaja que se le niegue algo. Ese también es de los que se encienden, y estuvo sus tres años que ni comía, ni vivía, ni pegaba un ojo. Lo de la chiquilla le dio demasiado fuerte y lo pasó muy mal.
A mí lo que me gustaba de Carmencita era cuando aparecía en una puerta, miraba, decía "¡Hola!" y se volvía sin entrar, como si algo se le hubiese olvidado o hubiera ido a mirar Dios sabe qué. Entonces, sí. Entonces era para comérsela, porque ella tenía su mundo: un mundo muy personal. La verdad es que, en tres años que estuvo, hizo de la oficina una pecera, en la que nosotros, los peces grises, admirábamos con orgullo a aquel pez de colores, que se dignaba estar ocho horas como todos y ganar un sueldo como los demás. Era un bonito pez, de carne jugosa, larga y de limpio color, al que, descuartizado, se hubiera vendido a buen precio, pero con pena. Vestía muy sencilla y con gracia, y ante ella uno sentía que era un cero a la izquierda, porque su presencia lo menos que evocaba eran los trasatlánticos, los partidos de tenis y las grandes ciudades: Nueva York, París. Es como decía Dimas el calvo:
–En esto de las chavalas hay verdaderas preciosidades. 
Cuando la pasaron de Material y Construcción a Secretaría Técnica, donde más bien estuvo de secretaria, volvió a equivocar a todo el mundo. Yo no estaba en lo cierto. Yo también me equivoqué. Los jefes viven, por así decirlo, en Secretaría Técnica, y en seguida pensamos que la chiquilla, como era lógico, iría a parar a manos de don Tomás, que es un tipo sanguíneo y demasiado gordo, pero tiene dinero y posición y ya es sabido de qué pie cojea. Es hombre de paladar y distrae bien a las muchachas que, de buenas a primeras, se encuentran con un coche a la puerta y la cabeza se les llena de pájaros. Pero no pasó nada, y nos consta que el jefe se excedió en ofertas y en atenciones. Hay quien dice –todos sabemos quién lo dice– que Carmencita un día le zumbó. En fin, uno no sabe si llegaría a tanto. El caso es que a la chiquilla tampoco era el dinero lo único que le interesaba, como habíamos pensado muchas veces. Y eso que don Tomás, por ser casado, evitaba con largueza toda clase de escándalos. Es lo que yo decía antes: que también una mujer tiene su gusto, y que ella sabía lo que quería y lo esperaba sin apuro, como debe ser.
Hoy ha estado Dimas hablando de ella conmigo lo menos hora y media. Todos han tenido tiempo de merendar, y yo mismo, que no lo hago nunca, he llamado por teléfono a Joaquín, el del bar, para que me hiciera un café. Hay veces, por las tardes, que se pasa bien el rato. Uno se lía, se lía, y llegan las siete y media sin sentir. Y es que hoy Dimas ha visto a la chiquilla por la calle y, según dice, se han parado a charlar. Creo que nos recordaba a todos y Dimas dice que ha estado muy amable. Por cierto que al final hemos acabado hablando de Gaspar. Yo he querido ver las cosas con frialdad, ser objetivo. Pienso que la vida nos ofrece muchas sorpresas; a veces la pasión hay que dejarla a un lado. Gaspar fue una sorpresa. Recuerdo que, en uno o dos meses, no hubo por aquí nada que atrajese la atención tanto como él. Cómo entraría en la oficina, aún no lo sabemos, pero todas las mañanas llegaba tarde y, cuando se terciaba, le daba voces al jefe que era un primor. Al principio le admirábamos un poco, todo el mundo hablaba de él y se dijo que si al jefe le había salvado la vida en Teruel, en el frente; que si había sido oficial. Vaya usted a saber. El caso es que tampoco se le quería demasiado. Tenía mucho orgullo, parecía que había jugado al golf mucho más que el príncipe de Gales, y el tipo era un elegante de miedo. Yo me inclino a creer que era un buen chico, pero, ¡lo que pasa!: de esos que tiene mala crianza y gastan más de lo que ganan.
Yo no sé lo que Carmencita vería en él, pero allí acabó su historia. Se casaron, dieron una boda por todo lo alto –en la que se hicieron novios Alberto y María Luisa, que están los dos en la Sección de Comercial– y al poco tiempo a Gaspar –que organizó un "cacao"– le echaron de la oficina, y Carmencita pidió el traslado a la sucursal de Méndez Núñez, donde ahora trabaja. 
Rosarito, la secretaria de mi sección, al final se ha interesado y le ha preguntado a Dimas si Carmencita había tenido familia después de casarse o si "esperaba algo". Dimas no sabía. Ni se había fijado ni quiso preguntar.
Después de marcharse no he visto yo a la chiquilla y hacía tiempo que no me acordaba de ella. Hoy nos ha dicho Dimas que ya no es ni la sombra de lo que fue, ni vistiendo ni nada. 
Ahora que lo pienso, creo que lo de Carmencita fue un reinado. En aquel tiempo éramos mejores, porque su presencia nos lo exigía. Fue un reinado que echamos de menos los que lo conocimos. Estábamos entonces en un peldaño más alto y teníamos todos los días sueños en la cabeza. ¡Qué saben los que han entrado nuevos, estos jovencitos, de nuestras cosas pasadas! No alcanzarán ellos otro reinado igual.

Cuento de Medardo Fraile [1925-2013] incluido en su libro Con los días contados [1972].

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