He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

sábado, 14 de mayo de 2016

Desaparecer

Paseábamos por la llamada alameda del fin del mundo, un melancólico sendero junto al castillo de Montaigne, cuando me preguntaron:
-¿De dónde viene tu pasión por desaparecer?
Mi acompañante deseaba saber de dónde venía esa idea de desaparecer que tanto anunciaba yo en escritos y entrevistas, pero que no acababa nunca de llevar a la práctica. La pregunta me cogió más bien desprevenido, pues andaba en ese momento distraído pensando absurdamente en un gol que había marcado Pelé en el remoto Mundial de fútbol de Suecia. Así que no escuché bien del todo la pregunta y pedí que me la repitieran.
-Pues no lo sé -terminé al poco rato contestando-, ignoro de dónde viene, pero sospecho que paradójicamente toda esa pasión por desaparecer, todas esas tentativas, llamémoslas suicidas, son a su vez intentos de afirmación de mi yo.
Sonaron muy pertinentes estas palabras ensayísticas, dichas allí, nada menos que en la cuna misma del género literario del ensayo. Como se sabe, Michel de Montaigne escribió sus libros en lo alto de una torre anexa a su castillo cercano a Burdeos. Los escribió en un estudio y biblioteca que estaba en la tercera planta de la torre. Allí inventó el ensayo, ese género literario que con el tiempo iría ligado a la construcción de la subjetividad moderna, construcción en la que participaría asimismo Descartes, que también decidió encerrarse a pensar en un lugar solitario, en su caso en la bien caldeada habitación de un cuartel de invierno de Ulm. De modo que puede decirse que el sujeto moderno no surgió en contacto con el mundo, sino en aisladas habitaciones en las que los pensadores estaban solos con sus certezas e incertidumbres, solos consigo mismos.
Mientras subía por la estrecha y empinada escalera de caracol que conducía al estudio y biblioteca de Montaigne, y enlazando con la respuesta que le había dado poco antes a mi acompañante, pensé en el misterio de la desaparición de los hombres. Montaigne, sin ir más lejos, había estado allí una multitud de veces, aquella era su casa y en lo alto de la torre había inventado el ensayo, y sin embargo no parecía que quedara ni su más remota sombra en los lugares por los que había pasado.
Miré a mi acompañante y la imaginación me hizo verle distinto de como lo había visto hasta entonces. Al mirarle con más atención, vi, o creí ver, que era Dios.
-¿De dónde viene tu pasión por desaparecer? -volvió a preguntarme.
"Fortis imaginatio generat casum", es decir, una fuerte imaginación generó el acontecimiento, que decían los clérigos en tiempos de Montaigne. Lo mismo puede decirse de mi visión de Dios en aquel preciso instante. Allá en lo alto de la torre, creí descubrir que Dios repetía al menos dos veces las preguntas. Como mínimo, algo torpe parecía. ¿Tenía ese Dios inteligencia suficiente para, por ejemplo, escribir ensayos? Le miré para volver a contestarle y entonces vi que había ya dejado de ser Dios para volver a ser la persona que me acompañaba. La visión pasajera se había desvanecido. Respiré aliviado. Seguramente, no me había hecho ni la pregunta. Mi acompañante no era tan estúpido como para insistir en preguntas ya contestadas. Miré hacia las vigas del techo, donde Montaigne había grabado sentencias griegas y latinas que todavía hoy se conservan perfectamente. 
-¿De dónde viene tu pasión por desaparecer? -oí que volvían a decirme.
Mi acompañante no había dicho aquello. Estaba de pie junto a una de las ventanas, como si quisiera ver exactamente lo mismo que en su tiempo veía Montaigne por aquella abertura. Estaba inmóvil. No, él no había podido ser. Además, estaba completamente ausente. Entonces, ¿quién había dicho aquello? ¿Era un eco? ¿Era una voz que procedía del interior de mí mismo? ¿Era el fantasma de la cuna del ensayo?

Así comienza Doctor Pasavento [2005] la novela de Enrique Vila-Matas [1948- ] de la que vamos a hablar en nuestra próxima reunión del Club de Lectura Serrano, que será este viernes en el CCH de La Cabrera, como siempre...

No puede ir mal un libro en el que en la primera página se mezclan Montaigne con Descartes y con Vila-Matas, y un par de páginas más adelante aparecen también Robert Walser y Bernardo Atxaga... y no sé cuánta gente más me voy a ir encontrando...
...Así que ¡me pongo con él cuanto antes!

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