Iba acercándose más y más y cuando estuvo a cosa de un cuarto de kilómetro empezó a aminorar la marcha. De pronto me fijé en la forma del radiador. ¡Era un Rolls-Royce! Levanté un brazo y lo mantuve en alto y el cochazo verde, a cuyo volante iba un hombre, se detuvo al lado de mi Lagonda.
Me sentía absolutamente eufórico. De haberse tratado de un Ford o un Morris, me habría alegrado bastante, pero sin llegar a la euforia. El hecho de que se tratara de un Rolls —un Bentley habría surtido el mismo efecto, o un Isotta, u otro Lagonda— era una garantía virtual de que iba a recibir toda la ayuda que necesitase; porque, sépanlo o no ustedes, existe un poderoso sentimiento de hermandad entre las personas poseedoras de automóviles muy costosos. Se respetan unas a otras automáticamente y la razón de tal respeto consiste sencillamente en que la riqueza respeta a la riqueza. A decir verdad, no hay nadie en el mundo a quien una persona muy rica respete más que a otra persona muy rica y, debido a ello, estas personas, como es natural, se buscan mutuamente adondequiera que vayan. Entre ellas se utilizan muchas clases de señales de reconocimiento. Entre las hembras la ostentación de grandes joyas es, tal vez, la más común; pero el automóvil costoso también es una señal favorita y la utilizan ambos sexos. Es una pancarta itinerante, una declaración pública de opulencia y, como tal, es también el carnet de socio de esa excelente sociedad oficiosa llamada la Unión de Personas Muy Ricas. Yo mismo soy socio de solera de dicha sociedad y me encanta serlo. Cuando me encuentro con otro socio, como iba a suceder dentro de unos instantes, siento una compenetración inmediata. Le respeto. Hablamos la misma lengua. Él es uno de los nuestros. Por consiguiente, tenía buenos motivos para sentirme eufórico.
Del cuento El visitante de Roald Dahl [1916-1990].
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