He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

lunes, 6 de abril de 2015

De fauna doméstica

Por el momento, las pruebas de su existencia parecen ser determinadas señales físicas que los investigadores menos escépticos defienden como evidencias: la exhalación de su aliento, huellas de su cuerpo, su color, su olor, su canto. De su silenciosa respiración sería testimonio la leve corriente de aire que, a veces, percibimos en la nuca o en las orejas, aunque en la casa todas las ventanas estén cerradas. La precisión del soplo vendría a ser indicio de un largo apéndice que pudiéramos llamar nasal, quizá retráctil. Un reflejo de su color lograría asomar en la penumbra del pasillo, o de las alcobas, a la hora vespertina, con el sol declinante: el suave resplandor nacarado, parecido a la ceguera de los espejos, que denunciaría un cuerpo blanquecino, cubierto de pellejo, plumón o escamas, capaz de reflejar la luz con mayor intensidad que una piel desnuda y mate. Que su cuerpo puede cambiar de tamaño lo confirmarían las diversas señales que se consideran suyas, tanto esas huellas que deforman sin motivo aparente la larga superficie de las colchas o la panza de los cojines, como las pequeñas oquedades que suelen aparecer en la harina, el azúcar o el pimentón cuando abrimos el bote que los guarda. Su olor, aunque diverso, es característico: no del todo agradable, pero tampoco hediondo, es ese que puede sorprendernos de repente en casa, sin que seamos capaces de descubrir su procedencia. Al parecer, su canto imita con tal certeza los sonidos de la rutina cotidiana, que es casi imposible distinguirlo del goteo del grifo, la descarga de una cisterna, el tictac de un viejo reloj, el rumor del tráfico en la calle o el súbito zumbido de la lavadora. Nunca se han encontrado rastros inconfundibles de sus pisadas, y hay quien sugiere que se movería volando o reptando. Su capacidad de volar corroboraría lo plumoso del cuerpo; la alternativa nos induciría a suponerlo cubierto de pellejo peludo o de piel escamosa. Nadie ha podido conocer de qué se alimenta y tampoco se han hallado sus excrementos. Hay quien propone que se nutriría de nuestras exhalaciones psíquicas, quizá mientras dormimos. Se adapta bien a las casas donde abundan los libros: las pequeñas arrugas y raspaduras de ciertas páginas y cubiertas, las manchitas que deforman algunas letras, serían señal de que los utiliza como guarida. La cualidad que puede atribuírsele sin confusión ni engaño es la invisibilidad, única evidencia que nadie, hasta ahora, ha conseguido refutar.

Microrrelato, minificción o nanocuento del escritor, ensayista, poeta y académico español José María Merino [1941- ], incluido en su libro La glorieta de los fugitivos [2007].

No hay comentarios:

Publicar un comentario