Hace unos días, leyendo Un hombre oscuro, de Marguerite Yourcenar, una de las mejores historias que he leído durante el año que acaba de terminar, me encontré estos párrafos que, inevitablemente me recordaron a Clara, a la verdadera y a la que yo imaginé, y al ambiente que me hubiera gustado ser capaz de mostrar en ese relato:
El camino de vuelta pasaba por la Kalverstraat. En un rincón había unas viejas barracas de feria, que dejaban montadas allí todo el año. Algunas, las alquilaban temporalmente a charlatanes ambulantes o a exhibidores de espectáculos. Una de ellas se hallaba iluminada: allí exhibían, mediante la entrega de medio florín, un tigre traído de las Indias. Había cola. Nathaniel llevaba dinero aquel día y nunca había tenido la ocasión de ver un tigre. Le apeteció ver ese bello animal feroz, apenas más carnívoro -pensó- que la raza de los hombres, y en cuyos hermosos ojos brilla una llamita verde. Había un cartel pequeño colgado en la puerta, que le produjo un sobresalto: la entrada era gratuita para todo el que trajese un perro, o cualquier otro animal en buen estado de salud, del que quisiera deshacerse. Precisamente, cerca de él, una burguesa de media edad, aún vistosa con su traje de color pardo y su cuello blanco, llevaba en brazos a un perrito de aguas, un cachorro de apenas dos o tres meses. La mujer comprendió que el joven la miraba con reproche.
-Mi perra ha tenido una camada. Hemos conseguido colocar a la mayoría, pero no sé qué hacer con éste.
Nathanael sacó su medio florín.
-Dádmelo a mí.
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