En la antecocina, el joven criado prestaba oído, tratando de amortiguar en lo posible el tintineo de la plata. Luego, de súbito, aquello surgía como una aparición que se oyera sin verla. Nathanael, hasta aquel momento, sólo había oído unas tonadas inseparables de las voces que las cantaban: la voz agridulce de Janet, la voz suave y un poco ronca de Foy, la hermosa voz sombría de Sarai, que removía las entrañas, o asimismo algunas estruendosas canciones que entonaban sus compañeros en la bodega del barco, y cuyo ruido, acompañado a veces por una guitarra, pese al cabeceo, invitaba a enlazarse y a bailar. También en el templo, el sonido del órgano lo había transportado a menudo hasta un mundo del que era preciso salir apenas entrado en él, pues las voces disonantes de los fieles obligaban a volver a tierra por otros tantos escalones rotos. Pero aquí la cosa era distinta.
Unos sonidos puros (Nathaniel prefería ahora aquellos que no han sufrido encarnación en la voz humana) se elevaban para luego replegarse y subir más alto aún, danzando como las llamas de una hoguera, aunque con un delicioso frescor. Se entralazaban y besaban como los amantes, pero esta comparación aún era en exceso carnal. Podrían recordar las serpientes, si no fuera porque no tenían nada de siniestros; y también a las clemátides o campanillas, de no ser porque sus delicados enredos no parecían tan frágiles, aunque lo eran: bastaba con que una puerta se cerrase de golpe para destrozarlos. Cuanto más se perseguían preguntas y respuestas entre violín y violonchelo, entre viola y clavicordio, más se imponía la imagen de unas pelotas de oro rodando por los escalones de una escalera de mármol, o la de unos surtidores de agua brotando en las pilas de las fuentes, en algún jardín como los que el señor Van Herzog decía haber visto en Italia o en Francia. Se llegaba a alcanzar un punto de perfección como nunca en la vida, pero aquella serenidad sin ejemplo era, sin embargo, variable y formada por momento e impulsos sucesivos; las mismas milagrosas uniones se rehacían; uno aguardaba su retorno, latiéndole el corazón, como si fuera una alegría esperada durante mucho tiempo; cada una de las variaciones transportaba, como una caricia, de un placer a otro placer insensiblemente diferente; la intensidad del sonido crecía y disminuía, o cambiaba en su totalidad, igual que lo hace el color del cielo. El hecho mismo de que aquella felicidad transcurriese en el tiempo llevaba a creer que tampoco se hallaba uno ante una perfección por completo pura, situada en otra esfera, como se supone que lo está Dios, sino sólo frente a una serie de espejismos del oído, igual que existen espejismos de la vista. Después, alguien tosía, rompiéndose aquella paz, y ello bastaba para recordar que el milagro sólo podía producirse en un lugar privilegiado, meticulosamente resguardado del ruido. Afuera, en la calle, continuaban chirriando los carros; rebuznaba un burro apaleado; los animales, en el matadero, mugían o agonizaban entre estertores; niños mal cuidados y alimentados lloraban en la cuna; morían algunos hombres, como antaño el mestizo, con una blasfemia en los labios húmedos de sangre; en la mesa de mármol de los hospitales, los pacientes aullaban de dolor. A mil leguas de allí, quizá, al Este o al Oeste, tronaban las batallas. Era escandaloso que aquel inmenso bramido de dolor -que nos mataría si, en un momento determinado, penetrara en nosotros por entero- pudiera coexistir con aquella frágil red de deleites.
De la novela corta, o relato largo,
Un hombre oscuro, de la escritora francesa
Marguerite Yourcenar [1903-1987].