He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

jueves, 19 de octubre de 2017

El impostor

Hace tiempo que sé que el señor que duerme conmigo todos los días en mi casa no es mi marido. Tardé en percaterme de que no era él, porque se parecen mucho, pero ahora estoy segura.
Sí, ya sé que suena raro, ya se lo conté la otra vez que vine y usted puso cara de descreído y me dijo que quería conocer todos los detalles. Por eso he venido ya varias veces, como me pidió.
Es cierto, el señor del que le hablo se parece muchísimo a mi Esteban. Tiene su misma cara, sus mismos gestos, su misma forma de hablar pánfila y aburrida, sus ojos bobalicones. Pero de repente, hace algún tiempo, ya le digo, empezó a decir y a hacer cosas raras que no le había visto a mi marido nunca en la vida. De vez en cuando actuaba de forma extraña, como si no lleváramos ya más de cuarenta años casados y todavía pudiéramos sorprendernos el uno al otro con algo.
Un día, por ejemplo, para que se haga usted una idea de lo que le quiero decir, me trajo el desayuno a la cama. «¿Estás tonto?», le dije, «¿te crees que soy ya una vieja inútil que no puedo hacerme mi desayuno?». Me miró con su cara de cándido y me dijo que le perdonara, que la noche anterior se le había ocurrido que podría ser bonito preparármelo. «¡De verdad! Hay que ver lo tonto que te has vuelto con los años, parece mentira, con lo que tú has sido y para lo que te has quedado.»
Otro día, de repente, llegó con unas flores. ¿Se imagina? Se presentó en casa con un ramo enorme. Había venido Lucía con otra de mis amigas a tomar café a casa, y ahora que se lo cuento a usted me da risa recordarlo, pero entonces me dio vergüenza ajena verle entrar por la puerta con esa chaqueta que le pinga por detrás y con esa cara de cordero degollado con la que se plantó en mitad del salón y me dijo «Elisa, querida, son para ti».
Ese día fue cuando tuve claro que ese señor no era mi Esteban de siempre. Disimulé unos días. Le seguí la corriente. Pero tenía cada vez más claro que no era Esteban, sino un doble de Esteban, un suplantador, un impostor que de algún modo se había deshecho del auténtico y había tomado su lugar en mi casa, en mi vida y en mi cama. Eso sí, era tal cual, un doble muy bueno, lo reconozco.
Un día fuimos juntos a una de esas revisiones médicas que tenemos cada dos por tres últimamente, ya sabe usted, cosas de la edad, que cuando no te falla una cosa te falla otra, y el médico le dijo que estaba como una rosa, que vaya cambio había dado en sus análisis y que daba gusto cuando un hombre de su edad empezaba a cuidarse, a hacer ejercicio, a comer como Dios manda, a dejar de fumar y a tomar conciencia de que es bueno hacer todas esas cosas saludables que te recomiendan los médicos cuando empiezas a cumplir años.
Menuda chorrada, pensé yo. Éste no se ha enterado de nada. Se lo dije, claro. Sutilmente le di a entender que Esteban ya no era el de siempre. Cuando me contestó que la gente cambia, que se pueden tener nuevos hábitos y no sé qué más chorradas, le expliqué que no, que no es que Esteban hubiera cambiado de costumbres, sino que realmente este señor no era mi Esteban, que lo habían cambiado. Entre bromas y veras, me miraron los dos con cara de sorprendidos y ese día fue cuando el doctor me propuso que viniera a verle a usted.
Y entonces fue cuando vine a verle a usted por primera vez. Y la segunda vez que nos vimos me habló usted del síndrome ése, creo que lo llamó de Capgras o de Caspras o algo así. No recuerdo del todo aquello que me explicó de que hay gente que piensa que alguien cercano ha sido cambiado por un doble. Pero vamos, que me pareció un disparate, porque en el caso de Esteban yo no tengo ningún síndrome ni nada que se le parezca, sino que lo que tengo es un doble perfecto que se ha instalado en mi casa y que dice que es mi marido. Aquello que me contó usted me pareció una tontería, perdóneme que se lo diga así, pero bueno, me pareció usted un señor muy amable y muy correcto, y por eso es por lo que he venido ya varias veces a verle, por no hacerle un feo.
Al principio, cuando estuve segura de que Esteban no era Esteban, pensé en ponerle una denuncia, al nuevo claro, no a mi marido, pero me pareció difícil que me creyeran en la comisaría y me dio un poco de vergüenza explicarle a un policía que un señor mayor, muy parecido a mi marido, se me había metido en mi casa y en mi cama.
Pensé también en intentar echarle de casa, o mandarle de viaje durante una temporada, que de algo nos tenía que servir estar jubilados y tener una casa en la playa. Mi amiga Lucía se reía, con esa risita nerviosa suya tan tonta y tan cursi que tiene, cuando le dije que llegué a pensar en liquidarle. ¿Qué sé yo? Un traspiés en la escalera, algo en la comida que le diera una buena sacudida a su hipertensión o un resbalón en la bañera. Algo fácil y limpio que me quitara de encima a aquel desconocido que era como una copia de mi Esteban. Pero no hice nada de eso. Seguí disimulando y la verdad es que me he ido acostumbrando a aquel señor.
Y aquí estoy otra vez, charlando con usted. No sé para qué, la verdad, porque ya le digo que desde hace tiempo estoy bien segura de lo que le estoy contando, y aunque hubo un momento al principio en que me produjo un poco de cosa tener en casa a un señor que no conocía, y lo que me apetecía era que volviera el de siempre, luego me fui dando cuenta de que es un señor muy majo. Mucho más cuidadoso que mi Esteban. Y más amable. Tiene la misma cara de pasmado que ha tenido Esteban toda la vida, pero a veces, cuando quiere, es mucho más simpático. Estoy encantada con él. Hasta algún día me ha dado una alegría al irnos a dormir, ya sabe usted a qué me refiero. Hacía años que Esteban, mi marido, el otro, ni se acordaba de esas cosas. Y mira éste, una alegría, ya le digo. Una alegría adecuada a nuestra edad, claro, pero qué quiere que le diga, una alegría al fin y al cabo. Así que he pensado que quizá podría quedármelo, antes de que aparezca el verdadero, que era un aburrido y un insustancial y un soso. ¿A usted qué le parece?

La Cabrera, octubre de 2017.

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El impostor por Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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