Edificios y ventanas, ventanas y más ventanas, fábricas y postes, puentes y postes. Un viejo tren que se arrastra, un tren que dejamos atrás, y edificios y ventanas, y puentes y postes. Y los raíles que relucen, serpentean y se cruzan, se cruzan y se descruzan, y más ventanas y estaciones chiquititas, vagones abandonados y enormes almacenes. Pintadas en las paredes, locales para alquilar, edificios y ventanas, fábricas y postes. Y el balasto y las vías, las vías y las traviesas, los relojes de las estaciones, los trenes de mercancías, las líneas que pasan desfilando. Chimeneas, silos, depósitos de agua y cubas, montañas de arena, puentes y postes. Tejados y antenas, casas y casas, un barco en el jardín, un canal y sus chalanas, bosquecillos de árboles raquíticos, y un hombre que camina y una gran cisterna. Caminos y calles, calles y carreteras, un vertedero que echa humo, un desguace y abedules. Un inmenso cementerio, un aparcamiento desierto, jardines obreros, perales bien plantados, viejos neumáticos apilados, chapa ondulada. Una planta depuradora que remueve bien la mierda, que hace espuma y borbotea como un enorme cocido. Una estación de servicio, una zona comercial, una zona industrial, y un largo túnel negro y mi reflejo en la ventana y se me taponan los oídos, y del otro lado, lo mismo que del otro lado. Y luego la nieve, poco a poco, que cubre el gris, primero sólo un velo transparente y más allá todo es blanco. Árboles talados, grúas, obras, una cantera, un vivero, invernaderos, terrenos baldíos, un tren que cruzamos y que nos sacude. Y luego campos hasta donde alcanza la mirada, adiós a la ciudad y a la periferia, y la nieve se va y pronto todo es verde. Verde claro y oscuro, seco y empapado, pastos, prados, vergeles, matorrales, cuervos, tierras labradas, campos inundados, charcas y estanques, aves rapaces en los postes, arroyos, castillos, bosques, pasos a nivel, coches que esperan, pueblos y campanarios, muérdago en los árboles, lomas de terciopelo, viñedos en las colinas, granjas perdidas y caminos embarrados. Y la noche que cae, y pronto mi hermana, al final del camino.
Acabo de leer
Qué hago aquí, sentado en el suelo [2003] de
Joël Egloff [1970 - ].
Decepcionante, como diría al gente de
Un libro al día. O quizá
prescindible. O tal vez
psché.
El caso es que creo que me dejé llevar por el título, que me pareció tan sugerente, por los comentarios de la contraportada, siempre tan entusiastas, y al empezar a leerla por este primer párrafo, que me pareció un excelente y prometedor comienzo:
Qué hago aquí sentado en el suelo, al borde de este agujero, y cómo he llegado a esto es fácil de explicar, incluso puedo contarlo todo desde el principio, que es justo lo que voy a hacer. Pero por qué las cosas han sucedido así, por qué este desastre, esa ya es otra historia, y hay que renunciar a buscarle sentido. Jamás se ha visto que brotara luz de las grietas.
Pero nada, han sido ciento y pico páginas de nada. (No sigo por aquí, porque ya tengo dicho que no suelo hablar en este blog de libros que no me gustan...). De entre toda esa nada rescato este viaje en tren que hace el protagonista para visitar a su hermana y que me ha resultado tan visible, tan sugerente. Y que me ha recordado el viaje a Marruecos que yo quise describir hace unos años en un sólo
párrafo.