A los cuatro años sus padres le matricularon en un colegio al que estuvo yendo hasta que cumplió los diecisiete.
Allí aprendió a leer y a escribir y las cuatro tablas. Y allí aprendió también dónde desemboca el Ebro, quién escribió La Regenta, qué país es el primer productor de trigo y en qué siglo reinó Felipe II.
Durante todo ese tiempo su actividad era semejante a la de los demás niños de su edad. (Se puede decir, sin temor a equivocarse, que durante toda su vida su actividad fue semejante a la de sus semejantes.)
Al llegar del colegio merendaba, veía la televisión, hacía los deberes y jugaba con las cosas que en televisión anunciaban con el nombre de juguetes.
Después de la EGB hizo, como casi todos, el BUP. Como tantos otros estudió el COU, se examinó de selectividad y, como muchos, entró en la universidad.
Hizo una carrera que no le entusiasmaba en absoluto, pero que tampoco aborrecía. Lo importante, sus padres se lo habían dicho miles de veces, era conseguir un título superior lo antes posible, con el que luego poder acceder a un buen despacho en alguna buena empresa. Y luego ¡a vivir!
La verdad es que hubiera preferido ser ingeniero, pero tal y como estaban las cosas en la universidad, su 5.7 no le permitía ser demasiado ambicioso, así que tuvo que conformarse con una licenciatura de ciencias.
Bien mirado, ésta tenía la evidente ventaja de ser un año más corta y algo menos agobiante que las ingenierías superiores. (Por supuesto quedaba descartada la posibilidad de ser perito.)
Su horario durante los seis años que deambuló por la facultad (repitió segundo y arrastró hasta cuarto el álgebra de primero), no era demasiado sofisticado: se levantaba temprano (la clase empezaba a las nueve y media y tardaba tres cuartos de hora en llegar hasta la ciudad universitaria, suponiendo que no hubiera demasiado tráfico), desayunaba, se daba una ducha, iba a clase, volvía, comía, veía la televisión, estudiaba un rato y se metía en la cama.
Los sábados solía ir a dar una vuelta por Bilbao y tomarse un par de minis con algún amiguete de la facultad.
En cuatro ocasiones desde el comienzo del BUP hasta que terminó la carrera, conoció a otras tantas chicas que desordenaron tanto su horario como su sistema hormonal.
Al acabar la carrera miró a su alrededor y un destello de lucidez recorrió sus infrautilizadas meninges. Decidió que ya estaba bien de llevar una vida gris y mediocre y se dijo a sí mismo que había llegado el momento de cambiar (sic).
Desde ese día se puso a buscar un buen trabajo en una buena empresa, donde al cabo de un par de años llegaría a ganar un buen sueldo con el que darse una buena vida.
Y se echó una buena novia con la que se casó a los once meses de haber coincidido por primera vez en el ascensor del edificio de oficinas donde ambos trabajaban y haberle dicho él a ella que a qué hora solía bajar a tomar café.
Un par de meses después de la boda fueron a pasar un fin de semana a un Parador Nacional cerca de Madrid. Al fin y al cabo todavía podían considerarse recién casados y querían recordar los maravillosos momentos que habían pasado juntos, en aquel idílico crucero por el Adriático que hicieron durante su luna de miel.
El domingo, mientras desayunaban, él le dijo que tenía que hablar con ella de algo importante. Le explicó que él se definía a sí mismo como liberal y progresista, y que por favor no fuera a malinterpretar lo que iba a decirle.
A continuación le contó que había estado pensando qué era lo que más les convenía y había llegado a la conclusión de que lo mejor era que ella dejara su trabajo y se dedicase sólo a la casa y a los niños que dentro de poco empezarían a llegar. Mientras, él se ocuparía de llevar a casa el dinero necesario.
Le dijo que al fin y al cabo él ganaba más que ella, tenía más posibilidades de ascender que ella y que él seguramente no iba a saber dar biberones y limpiar culitos tan bien como lo haría ella.
Luego le preguntó que qué le parecía.
Ella, naturalmente, ese mismo lunes fue como todos los días al edificio de oficinas donde ambos trabajaban, pidió la baja, y se despidió de sus ya ex-compañeros.
Al poco tiempo tuvieron su primer hijo. En los cuatro años siguientes tuvieron otros dos: otro niño y una niña.
Los años que siguieron fueron de moderada prosperidad. Poco a poco fue medrando en la empresa. Tanto su categoría como su nómina iban mejorando con el paso de los años.
Su sueldo le daba para mantener un pequeño chalé en un pueblo cerca de Guadalajara al que iban todos los fines de semana con ganas o sin ellas. En uno de los bares del pueblo solía jugar interminables partidas de tute y de mus y el domingo por la tarde después de ver el partido de fútbol por televisión se incorporaba a una larguísima caravana que en dos o tres horas les llevaría de vuelta a casa.
Trabajó durante treinta y siete años en la misma empresa en la que había entrado al acabar la carrera y en la que había conocido a su mujer.
En ella había llegado a ser Subdirector Gerente de Material y el día de su jubilación, sus compañeros le brindaron un cálido homenaje en un buen restaurante del centro, entregándole una medallita y un diploma conmemorativo que enmarcó y colgó en el salón.
Murió siete años después, quizá de tedio, dejando una modesta pero desahogada pensión a su viuda y a sus tres hijos.
Probablemente fue feliz.
D.E.P.
Madrid, diciembre de 1990.
Biografía por
Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una
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Biografía es uno de los primeros relatos que recuerdo haber escrito. Tenía 23 años, hace casi 25, estaba estudiando física en la universidad, y supongo que pretendía ser un reflejo de una de las posibles vidas que no me apetecía vivir. Aún hoy lo es.
Estas últimas semanas, al mudarme, he tenido que mover y remover muchos papeles y carpetas, y ésto es una de las cosas que han aparecido. Estoy seguro de que hoy no lo hubiera escrito igual, pero al copiarlo aquí he querido respetar cada palabra y cada coma de las que escribí entonces.