He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

jueves, 23 de octubre de 2014

La carta

El martes se levantó con mal cuerpo. Al despertar tenía un dolor raro en el abdomen, como un pinchazo por debajo del ombligo, hacia la derecha, cerca de la ingle. Como siempre, cuando llegó a la oficina ya le había dado tiempo a hacer mil cosas: había puesto una lavadora y vaciado el lavavajillas, había vestido a los niños, les había dado el desayuno y los había dejado en el colegio. En el coche, de casa al colegio y del colegio a la oficina, hizo varias llamadas que consideró que no podían esperar a su llegada al despacho.
Al sentarse frente al ordenador volvió a ser consciente del dolor. No había desaparecido en todo ese tiempo pero con tanto ajetreo se le había olvidado un poco. Durante la mañana sintió que cada vez era más intenso y le pareció que ahora estaba un poquito más arriba. Por la noche durmió mal, dando vueltas en la cama sin poder quitarse de la cabeza esa extraña molestia que no era capaz de identificar y que no se le había pasado con el paracetamol que se tomó después de cenar.
El jueves a primera hora llamó al ambulatorio para pedir cita. El dolor era más fuerte, y ahora sí, no tenía duda de que se había desplazado un poco hacía arriba y se había pasado al lado izquierdo. El médico le dijo que podían ser gases, le recetó unas pastillas, y le sugirió que comiera mejor, que hiciera ejercicio y que tratara de dedicar algo más de tiempo a cuidarse. Le respondió que sí, que sonaba bien, que procuraría hacerle caso, y salió corriendo para llegar a tiempo a una reunión en el colegio con el tutor de la niña. De allí volvió a salir pitando hacia la oficina. Se subió un par de sándwiches de la máquina de la planta baja y volvió a comer delante del ordenador, como solía hacer últimamente. Le parecía muy extraño sentir que el dolor seguía avanzando por su tripa. Ahora notaba una punzada muy aguda justo al final del esternón.
El viernes por la tarde decidió volver a casa un poco antes, pero aún estuvo casi una hora en el despacho cerrando temas pendientes y haciendo algunas llamadas. Recogió a los niños y cuando llegó a casa les puso la merienda y se tumbó en el sofá. El dolor estaba ya en el pecho, entre las costillas, y era muy fuerte, como una presencia densa y oscura que no le permitía centrarse en nada más, como cuando te duele mucho una muela y parece que todo el mundo, todo, está allí metido, en tu muela, concentrado, doliéndote.
No pudo desayunar el sábado. Le costaba tragar. Había pasado una noche horrible y se levantó antes de las cinco de la mañana, con los ojos hinchados por la falta de sueño. Cuando más tarde intentó comer algo sintió una arcada, como si fuera a vomitar. Fue al baño, volvió a sentir otra arcada, y esta vez notó que algo frío y alargado le subía por la garganta. Se llevó una mano a la boca y sacó una pequeña botellita de vídrio transparente, de unos cuatro centímetros, cerrada con un corcho diminuto, con un papelito enrollado en su interior.
El dolor había desaparecido. Se miró en el espejo del baño y vió su propia cara de cansancio y perplejidad. Abrió la botellita y la agitó para sacar el papel. Lo desenrolló y encontró una carta escrita con letra muy pequeña:

Estimado, estimada
De un tiempo a esta parte se ha observado que trata al abajo firmante con cierto desdén. No lo cuida lo suficiente, no le dedica ni la atención ni el tiempo adecuados, ni lo trata con el respeto que merece y necesita. Si esta actitud se mantiene en el tiempo los efectos serán nefastos tanto para quien firma la presente, como para quien la recibe. Este mensaje, que se hace llegar de este modo quizá algo sorprendente pero sin duda efectivo e impactante, es un aviso para que tome cuanto antes las medidas pertinentes que corrijan esta situación.
Sin otro particular, le saluda atentamente
Su cuerpo.

Volvió a enrollar el papelito y lo metió de nuevo en la botella, le puso el taponcito y se la guardó en el bolsillo del pijama. Se miró de nuevo en el espejo. Fue al salón a coger el móvil, llamó a la oficina y dejó un mensaje diciendo que se encontraba peor y que seguramente no podría ir el lunes. Volvió a la cocina y se sentó a desayunar con sus hijos. Sonrió.

Manjirón, marzo de 2014.

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2 comentarios:

  1. Muy buen mensaje el que das, desgraciadamente en este mundo con tantas prisas a veces descuidamos lo que antes tenemos que cuidar, genial!!

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  2. Me ha gustado el mensaje, y sobre todo el relato, en el que se produce un giro inesperado y sorprendente en el que te alejas de los síntomas obvios del infarto para introducir la llamada de atención del propio cuerpo. Gracias por compartir este cuento. Me ha inspirado en una noche de insomnio. Alfredo

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