El martes se levantó con mal cuerpo. Al despertar tenía
un dolor raro en el abdomen, como un pinchazo por debajo del
ombligo, hacia la derecha, cerca de la ingle. Como siempre, cuando
llegó a la oficina ya le había dado tiempo a hacer mil cosas: había
puesto una lavadora y vaciado el lavavajillas, había vestido a los
niños, les había dado el desayuno y los había dejado en el
colegio. En el coche, de casa al colegio y del colegio a la oficina,
hizo varias llamadas que consideró que no podían esperar a su
llegada al despacho.
Al sentarse frente al ordenador volvió a ser consciente
del dolor. No había desaparecido en todo ese tiempo pero con tanto
ajetreo se le había olvidado un poco. Durante la mañana sintió que
cada vez era más intenso y le pareció que ahora estaba un poquito
más arriba. Por la noche durmió mal, dando vueltas en la cama sin
poder quitarse de la cabeza esa extraña molestia que no era capaz de
identificar y que no se le había pasado con el paracetamol que se
tomó después de cenar.
El jueves a primera hora llamó al ambulatorio para
pedir cita. El dolor era más fuerte, y ahora sí, no tenía duda de
que se había desplazado un poco hacía arriba y se había pasado al
lado izquierdo. El médico le dijo que podían ser gases, le recetó
unas pastillas, y le sugirió que comiera mejor, que hiciera
ejercicio y que tratara de dedicar algo más de tiempo a cuidarse. Le
respondió que sí, que sonaba bien, que procuraría hacerle caso, y
salió corriendo para llegar a tiempo a una reunión en el colegio
con el tutor de la niña. De allí volvió a salir pitando hacia la
oficina. Se subió un par de sándwiches de la máquina de la planta
baja y volvió a comer delante del ordenador, como solía hacer
últimamente. Le parecía muy extraño sentir que el dolor seguía
avanzando por su tripa. Ahora notaba una punzada muy aguda justo al
final del esternón.
El viernes por la tarde decidió volver a casa un poco
antes, pero aún estuvo casi una hora en el despacho cerrando temas
pendientes y haciendo algunas llamadas. Recogió a los niños y
cuando llegó a casa les puso la merienda y se tumbó en el sofá. El
dolor estaba ya en el pecho, entre las costillas, y era muy fuerte,
como una presencia densa y oscura que no le permitía centrarse en
nada más, como cuando te duele mucho una muela y parece que todo el
mundo, todo, está allí metido, en tu muela, concentrado,
doliéndote.
No pudo desayunar el sábado. Le costaba tragar. Había
pasado una noche horrible y se levantó antes de las cinco de la
mañana, con los ojos hinchados por la falta de sueño. Cuando más
tarde intentó comer algo sintió una arcada, como si fuera a
vomitar. Fue al baño, volvió a sentir otra arcada, y esta vez notó
que algo frío y alargado le subía por la garganta. Se llevó una
mano a la boca y sacó una pequeña botellita de vídrio
transparente, de unos cuatro centímetros, cerrada con un corcho
diminuto, con un papelito enrollado en su interior.
El dolor había desaparecido. Se miró en el espejo del
baño y vió su propia cara de cansancio y perplejidad. Abrió la
botellita y la agitó para sacar el papel. Lo desenrolló y encontró
una carta escrita con letra muy pequeña:
Estimado, estimada
De un tiempo a esta parte se
ha observado que trata al abajo firmante con cierto desdén. No lo
cuida lo suficiente, no le dedica ni la atención ni el tiempo
adecuados, ni lo trata con el respeto que merece y necesita. Si esta
actitud se mantiene en el tiempo los efectos serán nefastos tanto
para quien firma la presente, como para quien la recibe. Este
mensaje, que se hace llegar de este modo quizá algo sorprendente
pero sin duda efectivo e impactante, es un aviso para que tome cuanto
antes las medidas pertinentes que corrijan esta situación.
Sin otro particular, le
saluda atentamente
Su cuerpo.
Volvió a enrollar el papelito y lo metió de nuevo en
la botella, le puso el taponcito y se la guardó en el bolsillo del
pijama. Se miró de nuevo en el espejo. Fue al salón a coger el
móvil, llamó a la oficina y dejó un mensaje diciendo que se
encontraba peor y que seguramente no podría ir el lunes. Volvió a
la cocina y se sentó a desayunar con sus hijos. Sonrió.
Manjirón, marzo de 2014.
La carta by Román J. Navarro Carrasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Muy buen mensaje el que das, desgraciadamente en este mundo con tantas prisas a veces descuidamos lo que antes tenemos que cuidar, genial!!
ResponderEliminarMe ha gustado el mensaje, y sobre todo el relato, en el que se produce un giro inesperado y sorprendente en el que te alejas de los síntomas obvios del infarto para introducir la llamada de atención del propio cuerpo. Gracias por compartir este cuento. Me ha inspirado en una noche de insomnio. Alfredo
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