He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

viernes, 5 de septiembre de 2014

¡Majaderías!

Pensaba yo titular el libro Perejil en la selva. Título sugestivo, ¿verdad? Y ahora están los tres primeros capítulos en mi casa calzando la pata de una mesa para que no cojee. ¿No será éste acaso el papel más propio de una novela que se desarrolla en los Mares del Sur?
Nietenfuhr, el mozo del café, con quien hablaba yo muchas veces de mis trabajos, me preguntó dos días más tarde si yo había estado alguna vez allá abajo.
-¿Dónde es abajo? -le pregunté.
-¡Hombre! En los Mares del Sur, en Australia, en Sumatra, en Borneo y todo eso.
-No -dije-. ¿Por qué?
-Porque sólo se puede escribir de las cosas que uno conoce y ha visto -me respondió.
-Permítame usted, querido señor Nietenfuhr...
-Eso es más claro que el agua -me dijo-. Los señores Neugebauer, que vienen muchas veces aquí a tomar café, tuvieron en cierta ocasión una criada que no había visto nunca asar aves. Y en Navidad del año pasado, cuando tenía que asar el ganso, la señora Neugebauer se fue de compras, y al volver se encontró con una escena espeluznante. La criada había metido en la cacerola al ganso tal y como había venido de la plaza sin socarrarlo, sin abrirlo y sin sacarle las tripas. Despedía un olor que tiraba de espaldas, se lo aseguro a usted.
- Pero ¿qué tiene que ver? -pregunté-. ¿Se figura usted que asar gansos es lo mismo que escribir libros? No me lo tome usted a mal, querido Nietenfuhr, pero no tengo más remedio que reirme.
El hombre esperó a que yo agotara la risa, que en rigor no duró mucho tiempo, y luego me dijo:
-El Mar del Sur, y los antropófagos, y los arrecifes de coral, y todo ese tinglado son el ganso de usted. Y la novela es la cacerola en que quiere usted asar el Océano Pacífico, y a Perejil, y a los tigres. Y si no sabe usted aún cómo se asa ese ganado, podrá resultar una peste de mil demonios, lo mismo que en el caso de la criada de los señores Neugebauer.
-Pues eso es lo que hacen la mayoría de los escritores -exclamé.
-Buen provecho -me dijo por toda respuesta.
[...]
-Le voy a dar a usted un consejo de primera -prosiguió él-; lo mejor será que escriba usted cosas que conozca, por ejemplo, del metro, de los hoteles y de otras cosas por el estilo. O de chiquillos, que le pasan a usted todos los días por delante de las narices y que es lo que hemos sido todos.
-Pues a mi me dijo una persona que gastaba una barba muy larga y que conoce a los chicos como a su propia casa que eso no les gusta.
-¡Majaderías! -refunfuñó el señor Nietenfuhr-. [...]

Del inicio de la novela Emilio y los detectives [1929] del escritor alemán de literatura infantil y juvenil Erich Kästner [1899-1974].

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