He estado de compras... y he comprado tres cosas. Lo primero: una máquina de escribir. Acabaré el capítulo seis de mi novela y seremos millonarios. La segunda: una estufa. Aquí hay calor humano pero no basta... La tercera: un despertador... porque hay que introducir el tiempo en nuestras vidas... porque nos hace falta disciplina... sobre todo a mí... y porque será la única forma de cronometrar mi tiempo.
[Ópera Prima, Fernando Trueba, 1980]

domingo, 30 de julio de 2017

Carta al hijo

Querido Franz:
«He sabido, por tu madre, que me escribiste una larga carta de reproche en la que registrabas el aborrecimiento que te causa mi presencia. No necesito leer esas líneas ingratas, esas quejas hirientes, esas difamaciones para sentirme miserable e indefenso como un perro ante las pulgas. Me basta imaginar esas palabras con las que pretendías martirizarme para confirmar tu falta de amor filial y la aspereza de tu carácter, tiránico a fuerza de debilidad. Cuántas veces he asistido con vergüenza, incluso desde antes de que se revelara tu auténtica naturaleza, a las incesantes protestas y recriminaciones (durante la hora de las comidas, en el camino a la sinagoga Pinkas, delante de mi escritorio o del mostrador del negocio); a los ataques de ira cuando me echabas en cara mi salud, mi apetito, mi presencia de ánimo; cuando me acusabas de preferir a tu hermana Valli, de sabotear la protección de tu bendita madre y la solicitud de matrimonio de Felice, de haberte procurado una estricta educación, de aconsejarte con franqueza para que pudieras subir valerosamente los peldaños de la vida, para tonificar sin rodeos tu inseguridad y que no te hundieras nunca en el aserrín de las contrariedades, en la cochambre del desprecio humano.
«Mi señor hijo, me afligen tus afrentas incansables, tu desconsideración, tu terco distanciamiento de cualquier cosa que te recuerde a mí. Digámoslo de paso, por primera vez, en defensa propia: trabajé como una bestia dese niño para proporcionarle a toda la familia una existencia cómoda. Mientras me sacrificaba sumido en preocupaciones, resolví tus asuntos de la mejor manera y te libré de obstáculos y temores, te alenté para que en lugar de ocuparte de la tienda lo hicieras de tus papeles, siempre taciturno pero bien abrigado y alimentado. El irrazonable odio que albergas hacia mí me llena de amargura. A este respecto, me faltan fuerzas para soportar el desasosiego de nuestra sostenida lucha. Creo que reventaré como un perro si sigo escuchando, de viva voz, esas mentiras con las que justificas hipócritamente tu rencor y tu deslealtad: nunca dije que tu hermana Ottla me disgustara adrede, no clamé contra la inmadurez y haraganería de los Löwy, no te impuse la soltería, no llamo "enemigos pagados" a mis empleados ni antepongo los negocios al cariño por mi familia (ojalá estuvieras tan orgulloso de mí como lo está tu madre). Tengo en cambio la convicción de que, conduciéndote como una criatura dominante y caprichosa, propiciaste nuestra incomunicación, a pesar de haberme mostrado en todo momento tolerante con tu verdadero ser, con tus nervios y terquedades, con tus garabatos y tus pesadillas. Por supuesto, en lo que me concierne a mi ánimo, han producido efecto las repetidas humillaciones y amenazas, esas escenas a las que jamás me acostumbraré, esos horribles grititos que sueles mezclar con una especie de silbido grotesco, aturdidor. Sé que te ríes sin remordimiento de mi corpulencia y de la bata que la cubre cuando paseo por casa, que te mofas cara a cara de mi obsesión por llevar el sombrero perfectamente cepillado. Sé que te parezco enorme y bruto y que me comparas con la pesada piedra de afilar de dos capas del abuelo Jakob. Sé que me haces responsable de tu situación, de lo que llamas (afianzándote en un insensato sentimiento de inferioridad) tu desdicha. Pero, con el tiempo, estoy aprendiendo a anular tu menosprecio y a convertirlo en afecto hacia tu particular condición. Contrariamente a lo que piensas, sufro por ti: con la paciencia de los justos, ordeno de continuo a tus hermanas que no hagan ruido con las puertas o en la cocina, que no arrastren los cerrojos ni rasquen las estufas, piso con cuidado al caminar desde el vestíbulo a las salas, cubro la jaula para impedir el canto de los dos canarios y te velo cada noche un rato mientras duermes.
«Sí, mi señor hijo, cada noche irrumpo de puntillas en tu habitación. Tras apagar la luz de la mesita, trato de arropar cuidadosamente todo el volumen abombado de tu cuerpo negro y brillante y, temblando, beso ese extraño apéndice de la cabeza que tanto me conmueve. Cada noche, apoyado en la puerta entornada, te miro con dulzura, desvalido en el lecho, sumiso al fin, y lloro al ver cómo se agitan aún con torpeza (el sueño intenta apaciguarlas en vano) esas viscosas y delgadas patitas tuyas. Entonces te contemplo persuadido de que no somos adversarios, de que el vínculo entre nosotros sigue establecido, de que la influencia de mi retraída potestad nada tuvo que ver con tu condena, de que en consecuencia nuestra relación no debe expiar castigo alguno. Y te perdono entonces el dolor que me causas, y me retiro llevándome tu silenciosa bendición, mi ofuscado, mi huraño, mi contrahecho, mi pobre, mi querido hijo.»
Hermann

Del libro Breviario negro [2015], de Ángel Olgoso [1961- ].

No hay comentarios:

Publicar un comentario