Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa. Si exceptuamos los ganchos cromados, era un hombre de aspecto corriente y tendría unos cincuenta años.
—¿Cómo perdió las manos? —le pregunté cuando me dijo lo que quería.
—Esa es otra historia —respondió—. ¿Quiere la foto o no?
—Pase —le invité—. Acabo de hacer café.
Acababa de hacer también un poco de jalea, pero eso no se lo dije.
—Necesitaría ir al retrete —dijo el hombre sin manos.
Yo quería ver cómo sostenía la taza de café.
Sabía cómo sostenía la cámara. Era una vieja Polaroid grande y negra. La llevaba sujeta con correas de cuero que le rodeaban los hombros y le abrazaban la espalda. Era así como mantenía la cámara pegada al pecho. Se ponía en la acera, enfrente de tu casa, la encuadraba en el visor, apretaba el botón con uno de los ganchos, y ahí tenías tu fotografía.
Lo había estado observando desde la ventana, claro.
—¿Dónde ha dicho que está el retrete?
—Por ahí, a la derecha.
Doblándose, encorvándose, se liberó de las correas. Puso la cámara sobre el sofá y se estiró la chaqueta.
—Puede ir mirándola mientras tanto.
Le cogí la fotografía.
Un pequeño rectángulo de césped, el camino de entrada, el cobertizo de los coches, la escalera principal, el ventanal en saledizo y la ventana de la cocina desde donde había estado mirando.
¿Por qué habría de querer yo una fotografía de tal desastre?
Me acerqué un poco más a ella y vi mi cabeza, mi cabeza, allí dentro, tras la ventana de la cocina.
Me hizo pensar; el verme a mí mismo de ese modo. Lo digo en serio: es algo que le hace pensar a uno.
Oí la cisterna. Se acercó por el pasillo, subiéndose la cremallera y sonriendo; con un gancho se sostenía el cinturón, con el otro se metía la camisa en los pantalones.
—¿Qué le parece? —preguntó—. ¿Está bien? Personalmente opino que ha salido bien. ¿Sé lo que me hago o no? Admitámoslo: para estas cosas hace falta un profesional.
Se tiró de los genitales.
—Aquí está el café —dije.
Preguntó:
—Está solo, ¿no es eso?
Echó una ojeada a la sala. Meneó la cabeza.
—Es duro, es duro —se lamentó.
Se sentó junto a la cámara, se echó hacia atrás con un suspiro y sonrió como si supiera algo que no iba a decirme.
—Tómese el café —le sugerí.
Yo intentaba encontrar algo que decir.
—Había por aquí tres chiquillos que querían pintar mi dirección en el bordillo. Me pedían un dólar por hacerlo. ¿Usted no sabrá nada de eso?
Era una posibilidad remota. Pero lo observé, de todos modos.
Se inclinó hacia adelante, dándose aires de importancia, con la taza en equilibrio entre los ganchos. Luego la dejó encima de la mesa.
—Trabajo solo —declaró—. Siempre lo he hecho y siempre lo haré. ¿Qué es lo que quiere decir?
—Buscaba una relación.
Tenía dolor de cabeza. Ya sé que el café no es bueno para el dolor de cabeza, pero a veces la jalea ayuda. Cogí la fotografía.
—Estaba en la cocina —comenté—. Normalmente estoy en la parte de atrás.
—Sucede todos los días —dijo—. Así que se han ido y lo han abandonado, ¿no es eso? Bien, créame: trabajo solo. Así que, ¿qué dice? ¿Quiere la foto?
—Me la quedaré —respondí.
Me puse en pie y recogí las tazas.
—Estaba seguro —dijo—. Tengo una habitación en la ciudad. No está mal. Cojo el autobús y salgo del centro, y cuando he terminado con los alrededores, me voy a otra ciudad. ¿Comprende lo que digo? Mire, yo también tuve chicos. Como usted.
Me quedé quieto con las tazas y miré cómo bregaba para levantarse del sofá.
Me explicó:
—Precisamente llevo esto por culpa de ellos.
Miré detenidamente los ganchos.
—Gracias por el café y por dejarme usar el retrete. Cuenta usted con mi comprensión.
Alzó y bajó los garfios.
—Demuéstrelo —le pedí—. Demuéstreme hasta qué punto me comprende. Saque más fotografías de mí y de mi casa.
—No resultará —dijo el hombre—. Ellos no van a volver.
Pero le ayudé a ponerse el correaje.
—Puedo hacerle un precio especial —ofreció—. Tres por un dólar —añadió—. Si se las dejo más baratas, no me compensa.
Salimos fuera. Ajustó el obturador. Me dijo dónde debía situarme, y nos pusimos manos a la obra.
Íbamos desplazándonos alrededor de la casa. Sistemáticamente. En unas yo miraba de soslayo, en otras de frente.
—Bien —aprobaba él—. Estupendo. Y al cabo dimos la vuelta completa a la casa y nos encontramos de nuevo en la fachada—. Son veinte. Suficientes.
—No —sugerí—. Encima del tejado.
—Dios —murmuró. Examinó la calle a derecha e izquierda—. De acuerdo —aceptó—. Así se habla.
Comenté:
—Absolutamente todos. Se largaron de la noche a la mañana.
—¡Pues mire esto! —exclamó el hombre, y volvió a levantar los garfios.
Entré en casa y saqué una silla. La coloqué bajo el cobertizo de los coches. Pero no fue suficiente: no llegaba. Cogí una caja de embalaje y la puse encima de la silla.
Se estaba bien allí arriba, en el tejado.
Me puse de pie y miré en torno. Hice señas con las manos, y el hombre sin manos me devolvió el saludo con los ganchos.
Y entonces fue cuando las vi, cuando vi las piedras. Era como un pequeño nido de piedras sobre la rejilla de la boca de la chimenea. Ya se sabe cómo son los chicos. Cómo las lanzan con idea de colar alguna por el agujero de la chimenea.
—¿Preparado? —pregunté. Cogí una piedra y esperé a que el hombre me tuviera en el visor.
—¡Listo! —exclamó.
Eché el brazo para atrás y chillé: «¡Ahora!» Y lancé a aquella hija de perra tan lejos como pude.
—No sé —le oí gritar—. No suelo fotografiar cuerpos en movimiento.
—¡Otra vez! —vociferé, y cogí otra piedra.
Visor es un cuento del escritor
Raymond Carver [1938-1988].