Estaba leyendo un libro en la cama cuando me pareció que era el libro el que me leía a mí. Me pasa a veces con la televisión, que creo estar viéndola y, de repente, gracias a un guiño que hace la pantalla, descubro el ojo secreto por el que ella me mira. La radio ni la enchufo porque sé que acecha cada uno de mis suspiros. El caso es que, ya digo, estaba descendiendo por las líneas de una página con el cuidado con el que se baja por una escalera extraña cuando advertí que también las palabras que leía me recorrían en dirección al fondo.
Disimulé para que el libro no se diera cuenta de que le había pillado, y continué leyendo, aunque más despacio, para seguir mejor el movimiento de las frases por mi interior. Recorrieron las zonas sociables con la naturalidad con que se recorren las habitaciones de una casa, sólo que mi cuerpo -a diferencia de la mayoría de las viviendas- tiene aposentos en los que habitualmente no entro por educación o miedo, no lo sé. Hay una habitación dentro de mi cuerpo ante cuya puerta paso mil veces al día sin pensar siquiera en asomarme por el ojo de la cerradura. Pero sé que ahí se esconde lo peor y lo mejor de mi vida en un orden sintáctico semejante al que guardan los objetos familiares antiguos en el interior de un desván.
Noté el roce sutil de las frases, y enseguida advertí que no se conformarían con ver los dormitorios y el pasillo porque sentí que manipulaban la cerradura del trastero y se colaban en él por la primera rendija que lograron abrir. Continué leyendo, y ellas continuaron leyéndome. Entonces cerré el libro y me di la vuelta para dormir, pero las palabras se habían quedado dentro, y ahora me leían en voz alta, así que se pasaron la noche hablando de mí. No me enteré de lo que decían porque yo, por mi parte, me había quedado en el interior del libro.
Del libro Articuentos completos, del escritor Juan José Millás [1946- ].
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