Hay gente que desprecia el trabajo de los conserjes. Piensan que su labor no tiene importancia y que la oficina o el colegio o la biblioteca o la clínica podrían funcionar perfectamente sin esa persona que desde la puerta observa, día tras día, a quienes entran y salen. Podría parecer que su trabajo se reduce a abrir al llegar y cerrar al terminar el día y pasar las horas dando los buenos días y las buenas tardes. Pero en cuanto estás unos cuantos días trabajando en un lugar en el que hay un conserje te das cuenta de que todo funciona tal y como esa persona desea. Hay jerarquías, jefes, directores, estructuras, pero es el conserje quien tiene las llaves de todo, quien sabe cuándo se pueden abrir ciertas puertas y cuándo no, quien controla la fotocopiadora, el almacén, el cuadro de luces del edificio.
Pepe era plenamente consciente de su poder. Ni un solo día, durante todos los años que enseñé en el Colegio San Leonardo le vi con otro atuendo que no fuera su impecable traje azul marino. La corbata bien apretada y los botones de la camisa bien tirantes sobre su panza enorme. No importaba que hiciera frío o calor, que lloviera o que saliera el sol. Jamás le vi aflojarse la corbata ni quitarse la chaqueta azul marino. Siempre se le veía algo congestionado, como si se hubiera hecho el nudo de la corbata cuando era niño y hubiera crecido con él puesto sin soltárselo jamás.
Cuando te veía acercarte a su cuartito esperaba al último momento para abrir su ventanita y que pudieras asomarte para hablar con él. Era la primera señal que te daba, antes de empezar cualquier conversación, de que era él quien tenía allí el mando. No importa que fueras la directora, o uno de los jefes de estudio, o cualquiera de los profesores veteranos, o el más nuevo de los novatos. Seguía haciendo lo que estuviera haciendo en ese momento, que nadie sabía a ciencia cierta qué era, y cuando te parabas delante de él, levantaba la vista, te miraba con calma, como se mira a alguien que te suena pero hace mucho tiempo que no ves, se pasaba un pulgar por la frente como si se estuviera quitando una gotita de sudor, y sólo entonces corría la ventanita de vidrio.
—Buenos días, Román, ¿cómo estás?
Parecía no prestar atención a nada que no fuera su mesa y los papeles con los que siempre andaba allí, pero conocía los nombres de cada profesor, de cada alumno, de cada padre y madre que alguna vez hubiera atravesado aquella puerta.
—Buenos días, Pepe.
A partir de ese punto de la conversación era necesario desarrollar las mejores habilidades para lograr lo que uno necesitara. No bastaba decir «Pepe, necesito unas fotocopias de este examen» o «Pepe, necesito el aula de informática» o «Pepe, por favor, necesito que avise al jefe de estudios para tal o cual cosa».
Después de esos saludos se generaba un silencio espeso en el que te miraba fijamente esperando tu petición. En ese silencio, que no parecía tener fin, se pasaba un par de veces el pulgar por la frente como si fuera tu presencia lo que le hacía sudar. Parecía estar evaluando no sólo la pertinencia de lo que le ibas a pedir sino también tu aspecto, el convencimiento con que lo pedías. Parecía estar valorando si verdaderamente creías merecer eso que decías necesitar. En más de una ocasión me dijo que no, que no podía hacer esas fotocopias o no podía darme tal o cual llave. Y en ese caso no había nada que hacer. Nada que negociar. No daba explicaciones. Con toda seguridad debía existir alguna, pero él no te decía si no podía hacer las dichosas fotocopias porque faltaba papel, porque se había acabado la tinta de la impresora o porque simplemente le venía mal hacerlas porque tenía que seguir con su tarea.
Hace poco me encontré con Silvia, la otra profesora que daba física y matemáticas conmigo. Hacía años que no nos veíamos. Le pregunté por los compañeros. Me puso al día de quién seguía allí y quién no. Alguna muerte, algún alumno nuestro que ahora daba clase. Cuando estábamos a punto de despedirnos le pregunté por Pepe. Suponía que debía haberse jubilado hace tiempo y efectivamente hacía ya cuatro años que no estaba en el colegio. Me contó que un día, a principios de este curso, durante el primer claustro en el que se reunían todos los profesores del colegio, había aparecido por allí. Nadie le había visto nunca vestido así: camisa de cuadros, un jersey de pico y unos pantalones de pana claritos que le quedaban un poco caídos por debajo de su barriga. Con su corrección de siempre, pidió permiso para entrar en la sala en la que estaba reunido todo el claustro y dijo que quería dejar algo para que se conservara en el colegio. De una bolsa de tela que traía sacó un par de cajas de las que se usan para los paquetes de folios. Se pasó un par de veces el pulgar por la frente, las abrió y empezó a sacar treinta y dos gruesos cuadernos negros idénticos. Uno por cada año que había trabajado como conserje en el San Leonardo.
‒Creo que esto estará mejor aquí, en la biblioteca del colegio, que en mi casa.
Cada cuaderno era la historia completa de cada año: fotos, nacimientos, muertes, fiestas, cumpleaños, jubilaciones, viajes, reuniones. Horas y horas dedicadas a escribir la historia del colegio cuando no le incordiábamos pidiéndole llaves o fotocopias.
Soto del Real, enero de 2016.
Pepe, el conserje por Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Este mini relato es el resultado de uno de los ejercicios que nos han propuesto en el taller de escritura creativa que estoy haciendo en Escuela de Escritores.
¡Me lo estoy pasando como un enano y me está sentando fenomenal!
;o)
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