Una gran parte de nuestra imaginación lectora consiste en establecer asociaciones visuales libres. Una gran parte de lo que imaginamos como lectores no lo dice el autor del texto.
(Soñamos despiertos mientras leemos.)
Una novela estimula nuestras habilidades interpretativas, pero también invita a nuestra mente a divagar.
[...]
Estoy leyendo de nuevo a Dickens (Nuestro amigo común) y trato de imaginarme un elemento del libro: un puerto industrial: El río, los barcos, los muelles, los almacenes...
¿De dónde procede el material con el que imagino esta escena? Rebusco en mi memoria para encontrar un lugar similar, con unos muelles parecidos. Me cuesta un rato.
Pero al fin recuerdo un viaje que hice, de niño, con mi familia. Había un río y un muelle: es el mismo que he imaginado.
Después me doy cuenta de que, hace un tiempo, cuando un amigo me describió su casa en España, incluidos los "muelles", yo me estuve imaginando el mismo muelle: el que había visto durante aquellas vacaciones de mi infancia; el que he "utilizado" al imaginarme la novela que estoy leyendo.
(¿Cuántas veces habré utilizado ese muelle?)
Imaginar los hechos y los decorados de la ficción nos permite atisbar involuntariamente imágenes de nuestro pasado.
(Y podemos examinar nuestra imaginación, como examinamos nuestros sueños, para encontrar pistas y fragmentos de nuestra experiencia perdida.)
Las palabras son efectivas no por lo que encierran en sí, sino por su capacidad latente para liberar la experiencia acumulada del lector. Las palabras "contienen" significados. Pero, lo que es más importante, potencian el significado...
¿Qué vemos cuando leemos? [2015](Soñamos despiertos mientras leemos.)
Una novela estimula nuestras habilidades interpretativas, pero también invita a nuestra mente a divagar.
[...]
Estoy leyendo de nuevo a Dickens (Nuestro amigo común) y trato de imaginarme un elemento del libro: un puerto industrial: El río, los barcos, los muelles, los almacenes...
¿De dónde procede el material con el que imagino esta escena? Rebusco en mi memoria para encontrar un lugar similar, con unos muelles parecidos. Me cuesta un rato.
Pero al fin recuerdo un viaje que hice, de niño, con mi familia. Había un río y un muelle: es el mismo que he imaginado.
Después me doy cuenta de que, hace un tiempo, cuando un amigo me describió su casa en España, incluidos los "muelles", yo me estuve imaginando el mismo muelle: el que había visto durante aquellas vacaciones de mi infancia; el que he "utilizado" al imaginarme la novela que estoy leyendo.
(¿Cuántas veces habré utilizado ese muelle?)
Imaginar los hechos y los decorados de la ficción nos permite atisbar involuntariamente imágenes de nuestro pasado.
(Y podemos examinar nuestra imaginación, como examinamos nuestros sueños, para encontrar pistas y fragmentos de nuestra experiencia perdida.)
Las palabras son efectivas no por lo que encierran en sí, sino por su capacidad latente para liberar la experiencia acumulada del lector. Las palabras "contienen" significados. Pero, lo que es más importante, potencian el significado...
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La palabra río contiene en sí todos los ríos, que manan como afluentes de ella. Y esta palabra no sólo contiene todos los ríos, sino -aún más importante- todos mis ríos: cada experiencia posible de los ríos que he visto, donde he nadado o pescado, cuyo rumor he oído, de los que he oído hablar, que he conocido directamente o me han afectado de un modo tangencial, por persona interpuesta o de cualquier otra manera. Esos "ríos", mosaicos infinitamente minuciosos de riachuelos y afluentes, alimentan la capacidad de la ficción para espolear mi imaginación. Al leer la palabra río, con o sin contexto, yo me sumerjo bajo su superficie. (Soy un niño vadeando el río con un lento y pegajoso chapoteo, cortándome los pies con las rocas del fondo; o bien veo ahora el río gris por la ventana, justo a la derecha, por encima de los árboles del parque, cubierto con una capa de hielo, o bien me llega el recuerdo -cargado con el erotismo avasallador de la adolescencia- del movimiento de la falda de una chica, en un muelle de una ciudad extranjera, junto al meandro de un río...)
Ahí está el poder dormido de la palabra, desbordándose de su cauce cuando viene al caso. Hace falta muy poco por parte del autor, si te paras a pensarlo.
(Nosotros ya estamos inundados de agua de río, y sólo necesitamos que el autor dé un golpecito en ese gran embalse.)
Peter Mendelsund.