Me encanta el libro en papel y me encanta el libro electrónico. Ningún problema, ninguna nostalgia. Veo claro que cada formato tiene sus ventajas y sus inconvenientes. El libro electrónico me parece el invento definitivo para llevarte lecturas de viaje, por ejemplo.
Sólo una pega: siempre me ha gustado muchísimo, al llegar a casa de alguien, curiosear entre sus estanterías para ver qué libros tiene. Eso se acabó. [Ya lleva un tiempo pasando lo mismo con la música...]
Tengo alguna pega más, pero supongo que todas soslayables: no me gusta usar el electrónico para libros que quiero subrayar, tengo mis conflictos con el tema de los derechos y la piratería (eso lo dejo para otro post), me gusta forrar los libros que leo y usar el forro para anotar cosas....
El caso es que hoy me he encontrado esto sobre el tema, y me ha gustado mucho:
Una de las muchas cosas que me gustan de los libros es su pura corporeidad. Los libros electrónicos quedan fuera de la vista y caen en el olvido. Pero los libros impresos tienen cuerpo, presencia. Algunas veces, claro, te eluden ocultándose en lugares improbables: en una caja llena de viejos marcos de fotos, pongamos por caso, o en el cesto de la colada, envueltos en una sudadera. Pero otras veces te reconfortan, y uno literalmente tropieza con volúmenes en los que llevaba semanas o años sin pensar. Veo libros electrónicos a menudo, pero nunca me persiguen. Me hacen sentir, pero no puedo sentirlos. Son alma sin carne, sin textura ni peso. Se te pueden meter en la cabeza, pero no pueden asestarte un golpe físico.
Lo he encontrado en la novela autobiográfica
El club de lectura del final de tu vida, del estadounidense
Will Schwalbe [1962- ], que por cierto, me estoy leyendo en papel.
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