Nathanael se encontró a gusto en casa del maestro, pese a las bofetadas y golpes que llovían sobre los alumnos. Pronto le encargaron que enseñase el alfabeto a los más pequeños de sus condiscípulos, pero lo hacía muy mal, y nunca hallaba el momento oportuno para golpear con la regla de hierro los dedos de los chicos. No obstante, su aire de dulzura y su atención servían para que cundiese el buen ejemplo entre los muchachos de su edad. Por la tarde, cuando ya se habían marchado los colegiales, el maestro le permitía leer: en verano, mientras había luz, en el jardín, y en invierno, al resplandor de la lumbre, en la cocina. La escuela poseía unos cuantos libros gruesos que el maestro juzgaba demasiado valiosos y de lectura harto difícil para entregársela a la caterva de colegiales, que pronto los habrían hecho pedazos. Allí había un Cornelius Nepos, un tomo descabalado de Virgilio, otro de Tito Livio, un Atlas donde se veía Inglaterra y los cuatro continentes con el mar alrededor, y delfines en el mar, así como un planisferio celeste sobre el cual hacía el niño muchas preguntas que el maestro no siempre sabía contestar. Entre los libros menos serios, había varias obras de un tal Shakespeare, que habían obtenido grandes éxitos en sus tiempos, y la novela de Perceval, impresa en caracteres góticos muy difíciles de descifrar. El maestro le había comprado todo aquello a bajo precio a la viuda de un vicario de la vecindad, para quien los únicos libros estimables eran los sermones de su difunto marido. Nathanael aprendió de esta suerte a hablar un inglés muy puro, aunque en su casa lo destrozaban, y también un poco de latín, para el que tenía bastante facilidad. Al maestro le gustaba hacerle trabajar, pues tenía pocas ocasiones de ejercitar su propio talento, desde que ya no daba clase en un colegio de Londres. Era implacable con la gramática, y acompañaba a Virgilio golpeando acompasadamente con el índice la tabla de su pupitre.
Del relato largo, o novela corta, Un hombre oscuro, de Marguerite Yourcenar [1903-1987].
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