[...] Los escritores, por lo común, corregimos las pruebas de nuestras primeras ediciones y a veces, ni eso. Las que siguen las dejamos al cuidado de los editores quienes, quizá por aquello de su conocida adición al noble y entretenido juego del pasabola, delegan en el impresor, el que se apoya en el corrector de pruebas que, como anda de cabeza, llama en su auxilio a ese primo pobre que todos tenemos quien, como es más bien haragán, manda a un vecino. El resultado es que, al final, el texto no lo reconoce ni su padre: en este caso, un servidor de ustedes. Los libros, con frecuencia, mejoran con esa gratuita y tácita colaboración, pero los autores rara vez nos avenimos a reconocerlo y solemos preferir, quizás habitados por la soberbia, aquello que con mejor o peor fortuna habíamos escrito.
A veces pienso que escribir no es más que recopilar y ordenar y que los libros se están siempre escribiendo, a veces solos, incluso desde antes de empezar materialmente a escribirlos y aun después de ponerles su punto final. La cosecha de las sensaciones se tamiza en la criba de mil agujeros de la cabeza y cuando se siente madura y en sazón, se apunta en el papel y el libro nace. Lo que sucede es que el libro, después de nacer, sigue creciendo -armónico o desordenado- y evolucionando: en la cabeza de su autor, en la imaginación o en el sentimiento de los lectores y, por descontado, en las páginas de sus ulteriores ediciones. Estos crecimientos no son de la misma substancia, bien es verdad, pero todos le hacen crecer. [...]
De la introducción de Camilo José Cela [1916-2002], premio Nobel de Literatura en 1989, a la edición definitiva de 1960 de su novela La familia de Pascual Duarte [1942].
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