Consiguientemente a esto creo poder suponer que si mi razón, que es en cierto modo parte de la razón de mis hermanos en humanidad, en tiempo y en espacio, me enseña ese absoluto escepticismo por lo que al anhelo de vida inacabable se refieren, mi sentimiento de la vida, que es la esencia de la vida misma, mi vitalidad, mi apetito desenfrenado de vivir y mi repugnancia a morirme, esta mi irresignación a la muerte, es lo que me sugieren las doctrinas con que trato de contrarrestar la obra de la razón. ¿Estas doctrinas tienen un valor objetivo? -me preguntará alguien-: y yo responderé que no entiendo qué es eso del valor objetivo de una doctrina. Yo no diré que sean las doctrinas más o menos poéticas o infilosóficas, que voy a exponer, las que me hacen vivir; pero me atrevo a decir que es mi anhelo de vivir, y de vivir por siempre, el que inspira esas doctrinas. Y si con ellas logro corroborar y sostener en otro ese mismo anhelo, acaso desfalleciente, habré hecho obra humana, y sobre todo, habré vivido. En una palabra, que con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana de morirme. Y cuando al fin me muera, si es del todo, no me habré muerto yo, esto es, no me habré dejado morir, sino que me habrá matado el destino humano. Como no llegue a perder la cabeza, o mejor aún que la cabeza, el corazón, yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella.
Del libro Del sentimiento trágico de la vida [1912], de Miguel de Unamuno [1864-1936].
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