Leo aquí y allá que se afianza la tendencia consistente en dulcificar los cuentos infantiles de toda la vida para que los niños no se traumaticen con las desventuras de Hansel y Gretel o de Caperucita Roja, por poner dos ejemplos. Así, mientras la ficción se sosiega, la realidad se destempla. Vean: cuatro críos de cinco, siete, nueve y catorce años convivieron durante varios días con los cadáveres de su madre y de su pareja, que se habían suicidado con fármacos en el dormitorio de la vivienda tras haber sido expulsados paulatinamente por la maquinaria del sistema hacia sus márgenes. Los niños, temerosos de caer en una pesadilla novelesca digna de Stephen King si intentaban despertarlos, continuaron con sus rutinas sin mencionar a nadie lo que ocurría en casa. El mayor se ocupaba del aseo de los pequeños y los cuatro se iban cada día al colegio mientras los cadáveres se descomponían y enfriaban sobre la cama. Ignoramos cómo afrontaban los pobres huérfanos las clases de matemáticas o de caligrafía. No debe de ser fácil sumar dos y dos o escribir con buena letra mi mamá me ama en tales circunstancias.
¿Y si dejáramos de retocar los cuentos infantiles de toda la vida para aplicarnos a mejorar la realidad que comienza a imitarlos? Después de todo, la ficción nos vacuna de los peligros de la existencia. Si ningún niño pequeño ha sido tragado hasta ahora por una vaca y expulsado horas más tarde por el culo del animal, confundido entre sus heces, ha sido sin duda gracias a un cuento donde ya sucedía eso. Cuando la fantasía desaparece, la realidad tiende a ocupar su espacio. Éranse una vez cuatro niños cuyos padres se suicidaron en la habitación de al lado mientras ellos mismos se preparaban el colacao en la cocina.
Juan José Millás [1946- ] en El País hace unos días.
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