Entonces vivíamos. Me desenvolvía. No nos imaginábamos que iba a llegar esta mierda de ahora, que ya no sabe uno a quién pedirle prestado, esta vergüenza de andar arrastrándote, y que los conocidos pongan cara de susto cuando te ven venir y se cambien de acera disimulando, porque están convencidos de que vas a darles otro sablazo como el que les diste hace un par de semanas. Pesa mucho este agobio, todo el día maquinando, dándole vueltas a las cosas, pensando cómo sales adelante con tus cuatrocientos euros de la ayuda familiar y los seiscientos que gana la mujer, echando unas cuentas imposibles de cuadrar, siempre más gastos que ingresos, por muchos equilibrios que hagas, cómo pagas con eso los libros y las cosas del colegio de los niños, que este año suben a setecientos euros, la ropa de temporada, porque la del año pasado se les ha quedado pequeña y además está destrozada, los zapatos, el seguro del coche, la hipoteca de casa, el SUMA, y todo eso se convierte en la pesadilla de todas las noches, de la que no te dabas cuenta cuando las cosas iban bien pero que se vuelve el único tema en cuanto han empezado a ir mal: cómo llenas la nevera. Sólo cuando estás en la ruina descubres que hay que comer todos los días, fíjate qué bobada. Pues claro. Eso lo sabe todo el mundo. Lo que en condiciones normales ni siquiera adviertes, cuando no tienes un euro en el bolsillo se convierte en tu gran aventura: to-dos-los-san-tos-dí-as-hay-que-co-mer: hay que poner en el centro de la mesa la cazuela, y los niños tienen que llevarse el botecito de zumo al colegio y el bocadillo con el pan y la mortadela, o la lata de atún, esa lata redonda, metálica, chiquitita, que contiene unas migas o hilachas de pescado que apenas dan para llenar el panecillo; y no es cosa de hoy, es cosa de cada día, porque todos los días meriendan y todos los días cenan. Y a la pequeña se le cambian cada mañana los pañales. Me acuesto y pienso que me ahogo y me incorporo dando manotazos y gritando. Mi mujer se asusta. ¿Pero puede saberse qué te pasa? Creía que había entrado un ladrón, y no, es que me llevo a la cama la angustia del día, porque lo que no era nada ahora son cuatro problemas diarios que hay que ingeniarse para resolver uno tras otro: desayuno, comida, merienda y cena. Pides: ¿tienes algo para dejarme? (a uno que no le ha dado tiempo de cambiarse de acera al cruzarse contigo). Es que no puedo comprar la barra de pan y los paquetes de zumo de los niños. Cómo se van a ir al colegio sin nada. Se me parte el alma cuando los oigo decirle a mi mujer: mamá, no quedan yogures, no hay galletas, ni madalenas. Salgo de casa de puntillas, cierro la puerta procurando que no cruja, me meto en el coche (ojo con gastar gasolina, tengo el depósito casi vacío, con qué lo llenaré), me voy al primer descampado, y me echo a llorar. Lloro yo solito.
De la novela En la orilla [2013] de Rafael Chirbes [1949-2015].
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