Majestades, autoridades, señoras y señores,
No creo equivocarme si digo que la posición que ocupo, aquí, en este mismo
momento, es envidiable para todo el mundo, excepto para mí.
Han transcurrido varios meses desde que me llamó el señor Ministro para
comunicarme que me había sido concedido el premio Cervantes y todavía no sé
cómo debo reaccionar. Espero no haber quedado mal entonces, ni quedar mal ahora,
ni en el futuro.
Porque un premio de esta importancia, tanto por lo que representa como por
las personas que lo han recibido a lo largo de los años, no es fácil de asimilar
adecuadamente, sin orgullo ni modestia. No peco de insincero al decir que nunca
esperé recibirlo.
En mis escritos he practicado con reincidencia el género humorístico y estaba
convencido de que eso me pondría a salvo de muchas responsabilidades. Ya veo que
me equivoqué. Quiero pensar que al premiarme a mí, el jurado ha querido premiar
este género, el del humor, que ha dado nombres tan ilustres a la literatura española,
pero que a menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo
así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y reconocer en
él la excelencia.
Pero no soy yo quien ha de explicar las razones del jurado ni menos aún
justificar su decisión. Tan sólo expresarle mi más profundo agradecimiento y decirles,
plagiando una frase ajena, que me considero un invitado entre los grandes.
En el acta que nos acaba de ser leída, se me honra mencionando mi
vinculación con la obra de Cervantes. Es una vinculación que admito con especial
satisfacción. He sido y sigo siendo un fiel lector de Cervantes y, como es lógico, un
asiduo lector del Quijote. Con mucha frecuencia acudo a sus páginas como quien
visita a un buen amigo, a sabiendas de que siempre pasará un rato agradable y
enriquecedor. Y así es: con cada relectura el libro mejora y, de paso, mejora el lector.
Pero en mi memoria quedan cuatro lecturas cabales del Quijote, que ahora me
gustaría recordar.
Leí por primera vez el Quijote por obligación, en la escuela. En algún sitio he
leído que la presencia obligatoria del Quijote en la enseñanza no pasa de ser una
leyenda urbana. Es cierto, pero toda regla tiene su excepción. En nuestro copioso
surtido de planes de enseñanza, hubo, tiempo atrás, un curso llamado
preuniversitario, coloquialmente “el preu”, cuyo programa era monográfico, es decir:
un solo tema por cada materia. A los que hicimos preuniversitario el año académico
de 1959/60 nos tocó leer y comentar el Quijote, tanto a los que habíamos optado por
el bachillerato de letras como por el de ciencias. A diferencia de lo que ocurre hoy, en
la enseñanza de aquella época prevalecía la educación humanística, en detrimento
del conocimiento científico, de conformidad con el lema entonces vigente: que
inventen ellos.
Las cosas cambian de nombre en función de la distancia. El suelo que ahora
piso se llama paisaje cuando está lejos. Y cuando ya no está, se llama Geografía.
Del mismo modo, la pomposa abstracción que hoy llamamos Humanidades, antes se
llamaba, humildemente, Curso de Lengua y Literatura. Y para mis compañeros de
curso y para mí, aún más humildemente, la clase del Hermano Anselmo.
El colegio donde se encontraba esta clase era un edificio vetusto, de ladrillo
oscuro, frío en invierno, en una Barcelona muy distinta de la que es hoy. Por las
ventanas se veían las cuatro torres de la Sagrada Familia tal como las dejó Gaudí,
negras de hollín y felizmente dejadas de la mano de Dios. En la clase de Literatura
nos enseñaban algunas cosas que luego no me han servido de mucho, pero que me
gustó aprender y me gusta recordar. Por ejemplo, la diferencia entre sinécdoque,
metonimia y epanadiplosis. O que un soneto es una composición de catorce versos a
la que siempre le sobran diez.
Y allí, contra aquel fiero rebaño compuesto por treinta adolescentes sin chicas
que era la clase del Hermano Anselmo, arremetió lanza en ristre don Alonso Quijano
el Bueno, no sé si en la edición de Riquer o en la de Zamora Vicente para la lectura, y
en la desmesurada edición de Rodríguez Marín para ir por nota. Porque de esto hace
mucho y el Profesor don Francisco Rico aún no había alcanzado el uso de razón.
La verdad es que don Quijote y Sancho no fueron bien recibidos. Nuestra
imaginación literaria se nutría de El Coyote y Hazañas Bélicas y las sesiones dobles
del cine de barrio eran nuestro Shangri-La. Pero el Siglo de Oro, francamente, no.
Hay que decir, en nuestro descargo, que en aquellos años, que Juan Marsé
llamó de incienso y plomo, la figura de don Quijote había sido secuestrada por la
retórica oficial para convertirla en el arquetipo de nuestra raza y el adalid de un
imperio de fanfarria y cartón piedra. También, solo o con Sancho, a pie o a caballo, se
vendía a la gruesa en estaciones y aeropuertos, y en muchos hogares estaba
presente como cenicero, pisapapeles o apoyalibros. Malas tarjetas de visita para un
aspirante a superhéroe.
Pero entonces no se iba a la escuela a jugar, sino a estudiar y a obedecer.
Tampoco nos apetecía aprender de memoria los afluentes del Ebro. Y con el mismo
entusiasmo emprendimos la lectura de lo que parecía ser una tortura dividida en dos
partes.
Como es de suponer de inmediato y casi contra mi voluntad me rendí a su
encanto.
Curiosamente, lo que me fascinó entonces no fue la figura de don Quijote, ni
sus empresas y sus infortunios, sino el lenguaje cervantino. Desde niño yo quería ser
escritor. Pero hasta ese momento los resultados no se correspondían ni con el
entusiasmo ni con el empeño. Las vocaciones tempranas son árboles con muchas
hojas, poco tronco y ninguna raíz. Yo estaba empeñado en escribir, pero no sabía ni
cómo ni sobre qué.
La lectura del Quijote fue un bálsamo y una revelación. De Cervantes aprendí
que se podía cualquier cosa: relatar una acción, plantear una situación, describir un
paisaje, transcribir un diálogo, intercalar un discurso o hacer un comentario, sin forzar
la prosa, con claridad, sencillez, musicalidad y elegancia.
“Apeáronse don Quijote y Sancho y, dejando al jumento y a Rocinante a sus
anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las alforjas y, sin
ceremonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo que ellas
hallaron”. No se puede dar una información más expresiva con palabras más sencillas
y una sintaxis más limpia.
Cuál no sería mi entusiasmo que traté de compartirlo con mi padre, hombre
aficionado a la literatura. Mi padre me escuchó y me respondió que sí, que bueno,
pero que era mejor Lope de Vega. Hasta en eso teníamos que disentir.
Leí el Quijote de cabo a rabo por segunda vez una década más tarde. Yo ya
era lo que en tiempos de Cervantes se llamaba un bachiller, quizá un licenciado, lo
que hoy se llama un joven cualificado, y lo que en todas las épocas se ha llamado un
tonto.
Llevaba el pelo revuelto y lucía un fiero bigote. Era ignorante, inexperto y
pretencioso. Pero no había perdido el entusiasmo. Seguía escribiendo con
perseverancia, todavía con pasos aún inciertos, en busca una voz propia.
Como tenía otros modelos literarios, de mayor graduación alcohólica, por
decirlo de algún modo, como Dostoievski, Kafka, Proust y Joyce, en esa ocasión me
atrajo sobre todo el Caballero de la Triste Figura, su tenacidad y su arrojo. Porque,
salvando todas las distancias, yo aspiraba a lo mismo que don Alonso Quijano: correr
mundo, tener amores imposibles y deshacer entuertos.
Algo conseguí de lo primero; en lo segundo me llevé bastantes chascos, y en
lugar de deshacer entuertos, causé algunos, más por irreflexión que por mala
voluntad.
Tampoco a don Quijote le salen bien las cosas. También él se equivoca en el
planteamiento. Cree seguir las normas de la Caballería andante pero es un hijo de
Erasmo y de la Reforma. Para él no son las leyes humanas o divinas las que
determinan su conducta, sino la ética personal. Cree defender a los débiles pero
defiende a los rebeldes y a los que luchan por la libertad, aunque sean delincuentes.
Antepone sus deseos a la realidad, y es, en definitiva, el paradigma del idealismo
desencaminado, si esta expresión no es una redundancia. Poco importa, porque “la
gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá oscurecer malicia alguna”.
Y por eso me gustaba. Porque si Cervantes es hijo de Erasmo, yo era hijo del
Romanticismo, y no me atraían los héroes épicos sino los héroes trágicos. Un héroe
épico se vuelve un pelma cuando ya ha hecho lo suyo. En cambio un héroe trágico
nunca deja de ser un héroe, porque es un héroe que se equivoca. Y en eso a don
Quijote, como a mí, no nos ganaba nadie.
La tercera vez que leí el Quijote ya era, al menos nominalmente, lo que
nuestro código civil llama “un buen padre de familia”.
Cuando emprendí esta nueva lectura del Quijote no tenía motivos de queja.
Como don Quijote, había recibido algunos palos, ni muchos ni muy fuertes. Como
Sancho Panza, me había apeado muchas veces del burro. Pero había conseguido
publicar algunos libros que habían recibido un trato benévolo de la crítica y una buena
acogida del público. Hago un paréntesis para decir que, sin quitarme el mérito que me
pueda corresponder, mucho debo al apoyo y, sobre todo, al cariño de algunas
personas. Y creo que sería injusto silenciar, a este respecto, la contribución especial
de dos personas a mi carrera literaria. Una es Pere Gimferrer, que me dio la primera
oportunidad y es mi editor vitalicio y mi amigo incondicional. La otra es, por supuesto,
Carmen Balcells, cuya ausencia empaña la alegría de este acto.
En aquella tercera lectura del Quijote, descubrí y admiré el humor que preside
la novela. Lo que digo puede parecer una obviedad, pero a mi juicio no lo es.
Cuando el Quijote vio la luz sin duda fue recibido y leído como un libro cómico. Pero
los tiempos cambian y aunque el humor es el mismo, nuestra percepción de lo cómico
ha cambiado. En este sentido, en la actualidad el Quijote ha perdido buena parte de
su comicidad. Visto desde mi perspectiva, los episodios jocosos no son muchos ni
muy variados. Hay alguno espléndido, como el de los molinos de viento, pero el resto
repiten un patrón convencional: confusión y paliza. Una parodia del estilo artificioso
de las novelas de caballerías y varias intervenciones divertidas de Sancho completan
el panorama. Nada de esto desmerecía a mis ojos la calidad de la obra ni rebajaba mi
admiración, pero así pensaba yo.
Lo que descubrí en la lectura de madurez fue que había otro tipo de humor en
la obra de Cervantes. Un humor que no está tanto en las situaciones ni en los
diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en
paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, pase lo que pase y se diga lo que se diga, el humor lo
impregna todo y todo lo transforma.
Es precisamente el Quijote el que crea e impone este tipo de relación secreta.
Una relación que se establece por medio del libro, pero fuera del libro, y que a partir
de ese momento constituirá la esencia de lo que denominamos la novela moderna.
Una forma de escritura en la cual el lector no disfruta tanto de la intriga propia del
relato como de la compañía de la persona que lo ha escrito.
Aunque raro es el año en que no vuelva a picotear en el Quijote, con la única
finalidad de pasar un rato agradable y levantarme el ánimo, lo cierto es que no lo
había vuelto a releer de un tirón, hasta que la cordial e inesperada llamada del señor
Ministro me notificó que me había sido concedido este premio, y por añadidura en el
cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Así las cosas, pensé que tenía el deber
moral y la excusa perfecta para volver, literalmente, a las andadas.
En esta ocasión seguía y sigo estando, en términos generales, satisfecho de la
vida. De nada me puedo quejar e incluso ha mejorado mi estado de salud: antes
padecía pequeños desarreglos impropios de mi edad y ahora estos desarreglos se
han vuelto propios de mi edad.
Sin embargo, cuando se lee el Quijote, uno nunca sabe lo que le puede pasar.
En lecturas anteriores yo había seguido al caballero y a su escudero tratando de
adivinar la dirección que llevaba su peregrinaje. Esta vez, y sin que en ello interviniera
de ningún modo la melancolía, me encontré acompañando al caballero en su camino
de vuelta a un lugar de la Mancha cuyo nombre nunca hemos olvidado, aunque a
menudo lo hayamos intentado.
Alguna vez me he preguntado si don Quijote estaba loco o si fingía estarlo
para transgredir las normas de una sociedad pequeña, zafia y encerrada en sí misma. Aunque ésta es una incógnita que nunca despejaremos, mi conclusión es que don
Quijote está realmente loco, pero sabe que lo está, y también sabe que los demás
están cuerdos y, en consecuencia, le dejarán hacer cualquier disparate que le pase
por la cabeza. Es justo lo contrario de lo que me ocurre a mí. Yo creo ser un modelo
de sensatez y creo que los demás están como una regadera, y por este motivo vivo
perplejo, atemorizado y descontento de cómo va el mundo.
Pero en una cosa le llevo ventaja a don Quijote: en que yo soy de verdad y él
un personaje de ficción.
Una novela es lo que es: ni la verdad ni la mentira. El que lee una obra de
ficción y no se cree nada de lo que allí se cuenta, va mal; pero el que se lo cree todo,
va peor. Hoy esto es de conocimiento general. Pero el Quijote es la primera novela
moderna y el pobre don Quijote no ha tenido tiempo de asimilar los cambios que él
mismo trae al mundo. Al contrario, él es el primer caso certificado de lector
demasiado crédulo. No es raro que se haga un lío. Y así va, hasta que un mal día, en
la misma ciudad de Barcelona, donde yo habría de descubrirlo unos cuantos siglos
más tarde, don Quijote visita una imprenta y allí descubre que en realidad es el
protagonista de una novela. Y como ya no sabe qué hacer a continuación, da media
vuelta y regresa a casa.
Lo que tampoco sabe es que su breve periplo, de poco más de un mes, no ha
sido en balde.
Todo personaje de ficción es transversal. Va de lector en lector, sin detenerse
en ninguno. Eso mismo hace don Quijote. Exceptuando a Sancho, todos los
personajes del libro están donde Dios los puso. Don Quijote es lo contario: va de paso
y atraviesa fugazmente por sus vidas. Generalmente les causa un pequeño trastorno,
pero les paga con creces. Sin la incidencia atropellada de don Quijote, hidalgos,
venteros, labriegos, curas y mozas del partido reposarían en la fosa común de la antropología cultural. Gracias a don Quijote hoy están aquí, con nosotros, tan reales
como nosotros mismos y, en algunos casos, quizás un poco más.
Ésta es, a mi juicio, la función de la ficción. No dar noticia de unos hechos, sino
dar vida a lo que, de otro modo, acabaría convertido en mero dato, en prototipo y en
estadística. Por eso la novela cuenta las cosas de un modo ameno, aunque no
necesariamente fácil: para que las personas, a lo largo del tiempo, la consuman y la
recuerden sin pensar, como los insectos que polinizan sin saber que lo hacen.
Recalco estas cosas bien sabidas porque vivimos tiempos confusos e
inciertos. No me refiero a la política y la economía. Ahí los tiempos siempre son
inciertos, porque somos una especie atolondrada y agresiva y quizá mala, si hubiera
otra especie con la que nos pudiéramos comparar.
La incertidumbre y la confusión a las que yo me refiero son de otro tipo. Un
cambio radical que afecta al conocimiento a la cultura, a las relaciones humanas, en
definitiva, a nuestra manera de estar en el mundo. Pero al decir esto no pretendo ser
alarmista. Este cambio está ahí, pero no tiene por qué ser nocivo, ni brusco, ni
traumático.
En este sentido, ahora que los dos vamos de vuelta a casa, me gustaría
discrepar de don Quijote cuando afirma que no hay pájaros en los nidos de antaño. Sí
que los hay, pero son otros pájaros.
Ocasiones como la presente entrañan para el premiado un riesgo inverso al
que corrió don Quijote: creerse protagonista de un relato más bonito que la realidad.
Prometo hacer todo lo posible para que no me ocurra tal cosa.
Para los que tratamos de crear algo, el enemigo es la vanidad. La vanidad es
una forma de llegar a necio dando un rodeo. Es un peligro que no debería existir: mal puede ser vanidoso el que a solas va escribiendo una palabra tras otra, con mimo y
con afán y con la esperanza de que al final algo parezca tener sentido. La tecnología
ha cambiado el soporte de la famosa página en blanco, pero no ha eliminado el terror
que suscita ni el esfuerzo que hace falta para acometerla.
Por lo demás, al que se echa a los caminos la vida le ofrece recordatorios de
su insignificancia. Hace muchos años, cuando yo vivía en Nueva York, quedé en un
bar con un amigo, ilustre poeta leonés. Como vimos que la camarera que nos atendía
era hispanohablante, probablemente portorriqueña, cuando vino a tomarnos la
comanda nos dirigimos a ella en castellano. La camarera tomó nota y luego nos
preguntó si éramos franceses. Le respondimos que no. ¿Qué le había hecho pensar
eso? Oh, dijo ella, como habláis tan mal el español… En su momento, esta anécdota
nimia me produjo una gran alegría que nunca se ha disipado. Porque comprendí que
habitaba un mundo diverso, rico, divertido y con un amplísimo horizonte. Y que todas
las lenguas del mundo son amables y generosas para quien las quiere bien y las
trabaja.
Y aquí termino, repitiendo lo que dije al principio. Que recojo este premio con
profunda gratitud y alegría, y que seguiré siendo el que siempre he sido: Eduardo
Mendoza, de profesión, sus labores.
Muchas gracias.
Discurso de Eduardo Mendoza [1943- ] al recoger el jueves pasado su Premio Cervantes.
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