Cuando un cocinero se hace famoso, escribe un libro. Cuando un deportista se hace famoso, escribe un libro. Cuando un criminal se hace famoso, escribe un libro. Cuando un alpinista se hace famoso, escribe un libro. Cuando un actor se hace famoso, escribe un libro. Cuando un locutor de televisión se hace famoso, escribe un libro. Cuando un cantante se hace famoso, escribe un libro. Cuando un político se hace famoso, escribe un libro. Cuando un millonario se hace famoso, escribe un libro. Cuando un corrupto se hace famoso, escribe un libro. Cuando un expresidiario se hace famoso, escribe un libro. Cuando un youtuber se hace famoso, escribe un libro. Cuando un torero se hace famoso, escribe un libro. Cuando un famoso se vuelve más famoso, escribe otro libro.
Y así de forma sucesiva. Todos los caminos conducen al libro. Sin embargo, cuando un escritor escribe un libro no puede hacerse cocinero ni deportista ni actor ni político. Cuando un escritor escribe un libro, se pone a pensar en el siguiente, que quizá le salga o quizá no. A lo mejor le sale, y lo publica y la editorial le invita a firmar ejemplares en una feria del libro a la que el escritor acude ingenuamente para comprobar que quienes de verdad firman son los alpinistas, los expresidarios, los actores, los youtubers… Viene a ser, piensa, como si en un congreso sobre la salud tuvieran más éxito los curanderos que los médicos.
Claro que todo el mundo tiene derecho a escribir libros, y a establecerse como curandero, incluso a escribir libros sobre la curandería. Pero un congreso de oncólogos debería ser un congreso de oncólogos. El escritor decide no acudir en el futuro a ninguna feria. Pero el miedo a ser tachado de envidioso le conducirá a la siguiente.
Columna publicada por Juan José Millás [1946- ] en El País hace un par de semanas...
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