viernes, 30 de junio de 2017

jueves, 29 de junio de 2017

martes, 27 de junio de 2017

Escribir

Comprendí entonces que escribir, más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica.

Julio Ramón Ribeyro [1929-1994]

lunes, 26 de junio de 2017

Bibliotecario por un día

La semana pasada me propusieron hacer una sustitución a una de las personas que trabajan en la biblioteca del Centro de Humanidades de La Cabrera. Muchísimas veces he pensado que el de bibliotecario, como el de librero, podría ser uno de esos trabajos en el que me lo pasara bien. Sé que ambos trabajos tienen una parte aburrida y rutinaria de ordenar, catalogar, etc. pero también tienen esa parte alucinante de hablar con quienes llegan preguntando qué leer...
El sábado pasé un día tranquilo. Ya casi no quedan estudiantes en la biblioteca, quienes estaban preparando sus oposiciones ya se han examinado, y durante todo el día pasó muy poquita gente a coger o devolver libros. Sólo por la tarde, coincidiendo con la entrada del cine, vinieron unas cuantas personas. Pero a pesar de esa tranquilidad "excesiva" fue una experiencia divertida...
Y al final de la tarde, cuando estábamos a punto de cerrar, llegó una familia preguntando por varios libros que le habían recomendado al pequeño en el colegio y por unas guías de viaje para las vacaciones. Cuando más o menos tenían lo que querían la madre me dijo si tendría algo que le pudiera interesar a él, señalando a un adolescente que se había quedado fuera esperando a que acabaran y que, como la mayoría de los que conozco en mis clases o en mi entorno, lee nada o casi nada. 
Y ahí me vine arriba, tratando de encontrar algo que le pudiera interesar y que, aunque sólo fuera durante unas horas, le enganchara a alguna historia... 
No sé si lo que se llevó le animó a leer y lo disfrutó, pero me gustó intentarlo...

sábado, 24 de junio de 2017

La muralla

—Mejor paramos a tomar algo, ¿te parece?
Me lo propuso sin mucho entusiasmo, pero estábamos hartos de tantas horas de coche, así que podía ser buen momento para estirar las piernas, tomar un café en el bar que había junto a la gasolinera y airearnos un poco antes de seguir el viaje de vuelta a casa.
—Yo quiero un café con leche y con hielo. Y me traes también un vaso de agua, por favor —le dije al chico que se acercó a atendernos. Era un chaval demasiado joven, con los mofletes demasiado colorados y con cara de haber salido demasiado poco de aquella barra y de aquel pueblo.
—Yo voy a tomar un descafeinado de máquina, solo, también con hielo —le pidió Irene mientras se sujetaba el pelo con un pañuelo para protegerse del viento—. Pero asegúrate de que sea descafeinado, por favor, que como te equivoques me vas a joder lo que me queda de viaje.
En la barra había un par de señores tomando un vino y discutiendo con el dueño del bar sobre el partido que estaban viendo. Y en la mesa de al lado una pareja mucho más joven que nosotros. Parecían estar también de vuelta después de pasar el fin de semana fuera. Tenían los cascos sobre la mesa y se habían bajado la parte de arriba del mono. De la cocina salía a cada rato una mujer que dejaba sobre la barra una bandeja de torreznos o un plato de torrijas o una tortilla. Irene trató de sonreír al chaval para tratar de compensar el tono con el que le había pedido el café.
—Prefiero que dejemos el tema para otro momento —me dijo cuando ya nos habíamos sentado en una de las mesas de fuera—, nunca nos sienta bien hablar de ésto. Ya sabes que en el estudio no estamos en un buen momento, y yo no puedo permitirme estar descolgada del trabajo un montón de meses, me costaría demasiado reengancharme después.
La pareja joven nos miraba como dos niños que oyen sin querer una conversación de mayores. Ella sin dejar de teclear en el móvil. Él mirando a todas partes, inquieto, inclinándose de vez en cuando hacia la ventana para echar un vistazo a la moto que había aparcada junto a la puerta, jugando con el mechero y con el platito que había en la mesa lleno de huesos de aceitunas. Pagaron sus cocacolas y salieron pasando a nuestro lado como una mancha chillona y ruidosa.
Mientras Irene seguía hablándome de los problemas del estudio, les vi caminar por el arcén de la carretera, pasar la gasolinera y llegar hasta los restos de la muralla. Él empezó a subir por una de las escaleras mientras ella volvía a hacerse su coleta, deshecha por el viento y por las horas de casco. Cuando ya estaba arriba, la llamó desde uno de los tramos del adarve que aún se conservaban a pesar de los turistas, o quizá gracias a ellos. Ella le hizo un par de fotos con el móvil, se acercó al pie del torreón y le hizo gestos con una mano para que bajara, mientras con la otra se sujetaba el pelo, que se le alborotaba con el aire a pesar de la goma con la que lo tenía recogido.
Yo seguía oyendo hablar a Irene pero estaba más pendiente de mi café y de saborear el paisaje que de lo que me decía. Habíamos tenido tantas veces esta misma conversación que aunque dejara de escucharla durante unos minutos no me iba a perder nada que no supiera ya y que no hubiéramos hablado antes mil veces.
El sol aún apretaba. Con el partido debían haber olvidado bajar el toldo. Volví a ponerme las gafas de sol y me recliné un poco en la silla apoyando los pies en una de las que los chicos de la moto habían dejado libres.
—No te preocupes Irene. Siento que hayamos vuelto a hablar del tema. Lo siento de verdad. Si quieres lo hablamos en otro momento. O no lo hablamos más. Es igual. No pasa nada.
—No se trata de que lo hablemos más o no lo hablemos más. Me gustaría que entendieras lo que te digo y que entendieras por qué ahora no es un buen momento para mí.
—Sí, no te preocupes, te entiendo perfectamente —traté de convencerla.
Yo seguía mirando al fondo, a la pareja de moteros haciéndose fotos en la muralla. Él subiendo entre las almenas de uno de los torreones mientras desde abajo ella agitaba las manos asustada pidiéndole que bajara. «Hay que ser gilipollas», pensé.
Y de repente Irene empezó a llorar. Me pilló desprevenido. Bajé los pies, acerqué mi silla a la suya, me quité las gafas y le pasé una mano por los hombros acercándola hacia mí.
—No, no entiendes nada —me dijo—. Quizá te gustaría entenderlo, pero en realidad no tienes ni idea de cómo me siento, de la contradicción que es querer algo pero sentir que en realidad no puede ser. No te enteras de nada.
Yo le acariciaba la espalda mientras la abrazaba y, por encima de su hombro, seguía viendo cómo el chico caminaba por uno de los arcos de la muralla agitando su casco en el aire mientras la chica le seguía pidiendo desde abajo que bajara de una vez. No podía oírla, pero veía sus gestos enfadados, notaba cómo le gritaba sin que él la oyera o sin querer oírla.
—Perdona —oí que me decía Irene después de sonarse—, ya sabes que estoy nerviosa últimamente. Lo siento. Ya estoy bien. Me han sentado muy bien estos días fuera, pero necesito llegar a casa, darme una ducha y descansar de tanta carretera.
Debió de notar cómo se me tensaba la mano sobre su hombro cuando le vi caer. Vi a la chica correr. Vi a algunos de los otros turistas que había por allí moverse rápido de un sitio a otro. Alguien llegó corriendo a la gasolinera. Salieron dos o tres personas y subieron hacia la muralla. Una de ellas iba hablando por el móvil. Me quedé quieto, abracé más fuerte a Irene mientras ella, de espaldas a la muralla, seguía llorando, ya más tranquila.
—No te preocupes —le dije—, está todo bien, no te preocupes. Estamos bien. Vamos a pagar los cafés y nos vamos a casa. Nos vendrá bien descansar un poco después del viaje. Cuando lleguemos nos hacemos una cena rica y vemos alguna película, ¿vale? ¿Qué te apetece?

La Cabrera, abril de 2017.

Licencia Creative Commons
La muralla por Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

viernes, 23 de junio de 2017

El libro de arena

...thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)


   La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
   Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas. 
   Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
   —Vendo biblias —me dijo.
   No sin pedantería le contesté:
   —En esta casa hay biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
   Al cabo de un silencio me contestó.
   —No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.
   Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
   —Será del siglo diecinueve —observé.
   —No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.
   Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
   Fue entonces que el desconocido me dijo:
   —Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
   Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
   Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
   —Se trata de  una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
   —No —me replicó.
   Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
   —Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.
   Me pidió que buscara la primera hoja.
   Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro. 
   —Ahora busque el final.
   También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
   —Esto no puede ser.
   Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
   —No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.
   Después, como si pensara en voz alta:
   —Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo. 
   Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
   —¿Usted es religioso, sin duda?
   —Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico
   Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
   —Y de Robbie Burns —corrigió.
   Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
   —¿Usted se propone ofrecer este curioso especimen al Museo Británico?
   —No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada.
   Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
   —Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
   —A black letter Wiclif! —murmuró.
   Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo. 
   —Trato hecho —me dijo.
   Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
   Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
   Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las Mil y Una Noches. 
   Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la madrugada prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. en una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
   No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
   Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad. 
   Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
   Recordé haber leído que le mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
   Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

El libro de arena, Jorge Luis Borges [1899-1986].

jueves, 22 de junio de 2017

Cansancio

Llené un par de vasos y le di uno. Me senté y apoyé la cabeza en el respaldo.
—Perdóneme —dije—; estoy un poco cansado. Cada dos o tres días tengo que sentarme unos minutos. Es una debilidad que he intentado superar, pero ya no soy tan joven como antes.

De Playback [1958], la última novela de Raymond Chandler [1888-1959].

miércoles, 21 de junio de 2017

Límites

Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar,
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos, 
Hay un espejo que me ha visto por última vez,
Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
Hay alguno que nunca abriré.
Este verano cumpliré cincuenta años;
La muerte me desgasta, incesante.
De Inscripciones (Montevideo, 1923), de Julio Platero Haedo

De El hacedor [1960] de Jorge Luis Borges [1899-1986].

martes, 20 de junio de 2017

Zapatismo

Sólo nos quedan un par de sesiones de zapatismo en la Escuela de Escritores. Este verano lo vamos a echar de menos...
El año que viene, más.
Y mejor.
¡Seguimos!

lunes, 19 de junio de 2017

¡Ya lo tengo!

Ya tengo el libro de lxs alumnxs de este año de la Escuela de Escritores.
Estoy en la página 434. ¡Me encanta!

domingo, 18 de junio de 2017

sábado, 17 de junio de 2017

viernes, 16 de junio de 2017

Marlowe

Pasando un ratito con Philip Marlowe en mi jardín mientras anochece en La Cabrera.
Ni tan mal...

jueves, 15 de junio de 2017

Novela negra

Anoche terminé de leer La llave de cristal [1931], de Dashiell Hammett [1894-1961]. Y hoy me he encontrado en la biblioteca de La Cabrera un par de libritos de Raymond Chandler [1888-1959].
Creo que estos días me está sentando bien leer un poco de novela negra.

miércoles, 14 de junio de 2017

gente que lee (159)

Jo Ann Kemmerling fotografiada por Nina Leen en 1954.

martes, 13 de junio de 2017

lunes, 12 de junio de 2017

Pellas

Contra todo pronóstico y toda costumbre hoy he hecho mis segundas pellas del año del taller de escritura de Zapata.
Las otras fueron en octubre: Albarracín.
Y esta vez ando de retiro por el norte, higiene mental... silencio... mar...

domingo, 11 de junio de 2017

sábado, 10 de junio de 2017

Te quiero libre

Así son las servilletas que se gastan en los bares de Bustarviejo, creo que por una iniciativa de su ayuntamiento de llevar la lucha contra el sexismo y el maltrato a todas partes y al día a día.
Con según qué cosas, tonterías las justas.

Y también molan como marcapáginas...
;o)

viernes, 9 de junio de 2017

Feria

Confirmado: este año me pierdo la Feria del Libro...
;o(

jueves, 8 de junio de 2017

Nautilus

La biblioteca del Capitán Nemo en el Nautilus, en una ilustración de Alphonse-Marie-Adolphe Deneuville [1835-1885] aparecida en la primera edición de la novela Veinte mil leguas de viaje submarino [1869], de Julio Verne [1828-1905].

miércoles, 7 de junio de 2017

Autores que debemos leer

Entre los libros de expurgo de la biblioteca del Centro de Humanidades de La Cabrera de vez en cuando me encuentro​ cosas molonas, como esta edición impresa en Buenos Aires en 1940 de un par de comedias de Tirso de Molina que, además del papel viejuno, algunos dibujos chulos y un sellito del librero, tiene en la introducción este estupendo análisis de género sobre las mujeres y los hombres​ de Tirso:

martes, 6 de junio de 2017

¿Quieres irte, Ned, y no volver nunca?

Al salir de la cocina oyó a Fedink que le preguntaba en voz triste y muerta:
—¿Dónde está Ted?
El único ojo que resultaba visible estaba medio abierto. Ned se acercó:
—¿Quién es Ted?
—El chico que estaba conmigo.
—¿Estabas con alguien? ¿Cómo quieres que yo lo sepa?
Fedink abrió la boca e hizo un desagradable ruido seco al cerrarla.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Tampoco lo sé. Amanecerá pronto.
Se restregó la muchacha la cara contra la funda de cretona que recubría el almohadón en que la descansaba y dijo:
—Pues sí que me he portado bien. Le prometí ayer casarme con él y voy y le dejo para traerme a casa al primer quídam con que topo —abrió y cerró la mano que tenía encima de la cabeza y añadió—: ¿O no estoy en mi casa?
—Al menos tenías la llave de la puerta —respondió Ned—. ¿Quieres un zumo de naranja y un poco de café?
—Lo único que quiero es morirme. ¿Quieres irte, Ned, y no volver nunca?
—Me va a suponer un tremendo sacrificio —dijo él desabridamente—, pero trataré de hacerlo.
Se puso el abrigo y los guantes, sacó una arrugada gorra del bolsillo del abrigo, se la puso y salió del apartamento.

Ayer, en el taller de escritura, nuestro profe nos dijo que si queríamos aprender a escribir diálogos debíamos leernos una y mil veces El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain, y a Raymond Chandler y a Dashiell Hammett. Este fragmento que he colgado hoy aquí es de la novela La llave de cristal, escrita en 1931 por este ultimo.

lunes, 5 de junio de 2017

gente que lee (158)

Mujer esperando en el dentista.
Fotografía realizada en 1946 por Stanley Kubrick [1928-1999].

domingo, 4 de junio de 2017

sábado, 3 de junio de 2017

La revolución

Ésta es la publicación número 1000 de este blog: mil libros y lecturas y escritores y escritoras y mis cosas que escribo y tanta gente que lee y tantas fotos y musicas y dibujos y pelis relacionados con las letras......

La única revolución posible...
¡¡¡Seguimos!!!

(La imagen es de Banksy)

viernes, 2 de junio de 2017