sábado, 24 de junio de 2017

La muralla

—Mejor paramos a tomar algo, ¿te parece?
Me lo propuso sin mucho entusiasmo, pero estábamos hartos de tantas horas de coche, así que podía ser buen momento para estirar las piernas, tomar un café en el bar que había junto a la gasolinera y airearnos un poco antes de seguir el viaje de vuelta a casa.
—Yo quiero un café con leche y con hielo. Y me traes también un vaso de agua, por favor —le dije al chico que se acercó a atendernos. Era un chaval demasiado joven, con los mofletes demasiado colorados y con cara de haber salido demasiado poco de aquella barra y de aquel pueblo.
—Yo voy a tomar un descafeinado de máquina, solo, también con hielo —le pidió Irene mientras se sujetaba el pelo con un pañuelo para protegerse del viento—. Pero asegúrate de que sea descafeinado, por favor, que como te equivoques me vas a joder lo que me queda de viaje.
En la barra había un par de señores tomando un vino y discutiendo con el dueño del bar sobre el partido que estaban viendo. Y en la mesa de al lado una pareja mucho más joven que nosotros. Parecían estar también de vuelta después de pasar el fin de semana fuera. Tenían los cascos sobre la mesa y se habían bajado la parte de arriba del mono. De la cocina salía a cada rato una mujer que dejaba sobre la barra una bandeja de torreznos o un plato de torrijas o una tortilla. Irene trató de sonreír al chaval para tratar de compensar el tono con el que le había pedido el café.
—Prefiero que dejemos el tema para otro momento —me dijo cuando ya nos habíamos sentado en una de las mesas de fuera—, nunca nos sienta bien hablar de ésto. Ya sabes que en el estudio no estamos en un buen momento, y yo no puedo permitirme estar descolgada del trabajo un montón de meses, me costaría demasiado reengancharme después.
La pareja joven nos miraba como dos niños que oyen sin querer una conversación de mayores. Ella sin dejar de teclear en el móvil. Él mirando a todas partes, inquieto, inclinándose de vez en cuando hacia la ventana para echar un vistazo a la moto que había aparcada junto a la puerta, jugando con el mechero y con el platito que había en la mesa lleno de huesos de aceitunas. Pagaron sus cocacolas y salieron pasando a nuestro lado como una mancha chillona y ruidosa.
Mientras Irene seguía hablándome de los problemas del estudio, les vi caminar por el arcén de la carretera, pasar la gasolinera y llegar hasta los restos de la muralla. Él empezó a subir por una de las escaleras mientras ella volvía a hacerse su coleta, deshecha por el viento y por las horas de casco. Cuando ya estaba arriba, la llamó desde uno de los tramos del adarve que aún se conservaban a pesar de los turistas, o quizá gracias a ellos. Ella le hizo un par de fotos con el móvil, se acercó al pie del torreón y le hizo gestos con una mano para que bajara, mientras con la otra se sujetaba el pelo, que se le alborotaba con el aire a pesar de la goma con la que lo tenía recogido.
Yo seguía oyendo hablar a Irene pero estaba más pendiente de mi café y de saborear el paisaje que de lo que me decía. Habíamos tenido tantas veces esta misma conversación que aunque dejara de escucharla durante unos minutos no me iba a perder nada que no supiera ya y que no hubiéramos hablado antes mil veces.
El sol aún apretaba. Con el partido debían haber olvidado bajar el toldo. Volví a ponerme las gafas de sol y me recliné un poco en la silla apoyando los pies en una de las que los chicos de la moto habían dejado libres.
—No te preocupes Irene. Siento que hayamos vuelto a hablar del tema. Lo siento de verdad. Si quieres lo hablamos en otro momento. O no lo hablamos más. Es igual. No pasa nada.
—No se trata de que lo hablemos más o no lo hablemos más. Me gustaría que entendieras lo que te digo y que entendieras por qué ahora no es un buen momento para mí.
—Sí, no te preocupes, te entiendo perfectamente —traté de convencerla.
Yo seguía mirando al fondo, a la pareja de moteros haciéndose fotos en la muralla. Él subiendo entre las almenas de uno de los torreones mientras desde abajo ella agitaba las manos asustada pidiéndole que bajara. «Hay que ser gilipollas», pensé.
Y de repente Irene empezó a llorar. Me pilló desprevenido. Bajé los pies, acerqué mi silla a la suya, me quité las gafas y le pasé una mano por los hombros acercándola hacia mí.
—No, no entiendes nada —me dijo—. Quizá te gustaría entenderlo, pero en realidad no tienes ni idea de cómo me siento, de la contradicción que es querer algo pero sentir que en realidad no puede ser. No te enteras de nada.
Yo le acariciaba la espalda mientras la abrazaba y, por encima de su hombro, seguía viendo cómo el chico caminaba por uno de los arcos de la muralla agitando su casco en el aire mientras la chica le seguía pidiendo desde abajo que bajara de una vez. No podía oírla, pero veía sus gestos enfadados, notaba cómo le gritaba sin que él la oyera o sin querer oírla.
—Perdona —oí que me decía Irene después de sonarse—, ya sabes que estoy nerviosa últimamente. Lo siento. Ya estoy bien. Me han sentado muy bien estos días fuera, pero necesito llegar a casa, darme una ducha y descansar de tanta carretera.
Debió de notar cómo se me tensaba la mano sobre su hombro cuando le vi caer. Vi a la chica correr. Vi a algunos de los otros turistas que había por allí moverse rápido de un sitio a otro. Alguien llegó corriendo a la gasolinera. Salieron dos o tres personas y subieron hacia la muralla. Una de ellas iba hablando por el móvil. Me quedé quieto, abracé más fuerte a Irene mientras ella, de espaldas a la muralla, seguía llorando, ya más tranquila.
—No te preocupes —le dije—, está todo bien, no te preocupes. Estamos bien. Vamos a pagar los cafés y nos vamos a casa. Nos vendrá bien descansar un poco después del viaje. Cuando lleguemos nos hacemos una cena rica y vemos alguna película, ¿vale? ¿Qué te apetece?

La Cabrera, abril de 2017.

Licencia Creative Commons
La muralla por Román J. Navarro Carrasco se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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