miércoles, 31 de diciembre de 2014

martes, 30 de diciembre de 2014

La ladrona de libros

Estos días, mientras pasaba las fiestas con la familia, he terminado de leer La ladrona de libros, del escritor australiano Markus Zusak [1975- ].
Fue una recomendación (y un préstamo personal) de una de las bibliotecarias del Centro de Humanidades de La Cabrera, en el que paso muuucho rato como usuario o dando clase como profe. Y la verdad es que no me ha decepcionado en absoluto.
Al principio es cierto que me dio un poco de pereza volver a encontrarme, otra vez, una historia de nazis, niñxs en campos de concentración, los bombardeos de la segunda guerra mundial... pero la pereza se me pasó inmediatamente al ver cómo se contaba la historia, quién la narraba y cómo avanzaba y retrocedía dando información para ir construyendo los personajes, sugiriendo, enlazando unos sucesos con otros, mostrando la afición por los libros de la protagonista y enlazándola con todo lo que le va ocurriendo.
Creo que es uno de los mejores libros de literatura juvenil que he leído en este 2014 que da sus últimos coletazos...

Ahora, en estos dos días que quedan antes del año nuevo, terminando los Articuentos completos de Millás y Como el agua que fluye de Marguerite Yourcenar.

Y pensando en los libros del año que viene...

miércoles, 24 de diciembre de 2014

martes, 23 de diciembre de 2014

gente que lee (18)

Compartimento de tren [1938], óleo de Edward Hopper [1882-1967].

Hoy de viaje hacia el sur para ver a la familia. Este año, por primera vez desde hace muchos, nos juntaremos todxs.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Clara

Mi nombre es Clara. Nací hace casi veinte años muy lejos de donde pronto voy a morir. Durante mi vida he hecho largos viajes y he recorrido varias veces Europa de punta a punta. He andado mucho y he visto mucho. He aprendido mucho sobre mí misma, sobre las personas que he conocido y sobre los lugares que he visitado. He visto paisajes increíbles, ciudades asombrosas, he conocido a las personas más sabias y a las más necias. En mis viajes han querido verme reyes y campesinos, músicos, escritores, científicos y filósofos, ricos y pobres, hombres y mujeres, viejos y niños. Todos, creo que sin excepción, me han admirado y se han asombrado al verme.
A pesar de todo eso, hoy que aún siendo joven siento que la muerte no tardará en visitarme, lamento no haber tenido una vida feliz. Quizá quien lea esta historia pueda considerarme sabia, signifique eso lo que signifique, por todo lo que he visto y todas las personas a las que he conocido, pero jamás me he podido sentir libre. Siempre he estado vigilada por alguien o atada o dentro de una jaula o rodeada de una cerca que era todo mi horizonte durante días y días hasta que volvíamos a tomar el camino para dirigirnos a otra ciudad donde, de nuevo encerrada, volvían a exhibirme. En mi vida he recorrido miles de kilómetros, pero nunca he podido caminar por mí misma más de quince o veinte metros seguidos.
Me capturaron cuando tenía sólo unas semanas. Y nunca he vuelto a vivir en libertad. No puedo decir que me hayan cuidado mal. Nunca me ha faltado la comida ni el abrigo. Les interesaba mantenerme sana. Enferma o muerta no les resultaba rentable.
Quienes me cogieron, contando con que lograrían algún tipo de recompensa, me llevaron hasta su amo, Jan Albert Sichterman, un comerciante de origen holandés, culto, viajero, ambicioso, amante de coleccionar obras de arte, libros, objetos y animales exóticos. De joven tuvo algún problema con la justicia cerca de Groningen, su ciudad natal. Durante una noche de farra se vió envuelto en la muerte del hijo de uno de los más importantes comerciantes de té, café y tabaco de la ciudad. El caso nunca se llegó a aclarar del todo, pero gente cercana le recomendó irse lo más lejos posible durante una temporada para evitar la ira de quien había perdido a su hijo y heredero y veía en él al único culpable de esa muerte. Dejó Europa siendo muy joven e hizo carrera en la Compañía de las Indias Orientales compaginando su inteligencia con su falta de escrúpulos a la hora de hacer negocios. Además de los cargos que fue ocupando en la Compañía, comerció con todo lo que se le puso a mano: especias, tabaco, armas, pieles, marfil...
Cuando me llevaron a su presencia consideró que tenerme en su casa podría ser un buen divertimento para sus amistades. Así que allí pasé buena parte de mi infancia, casi tres años, acostumbrándome a vivir observada, entre muros. Al menos seguía viviendo en Bengala, cerca del lugar y en el clima en que había nacido.
Cuando el señor Sichterman se cansó de tenerme entre sus posesiones, me regaló a un comerciante, el señor Douwe Mout van der Meer. Me extraña que fuera simplemente un regalo sin ninguna contrapartida para él, pero nunca llegué a conocer el acuerdo al que llegaron. Un par de meses después partíamos de Dacca rumbo a Europa. ¿Cómo podría contar ese viaje, el primero de muchos? ¿Cómo explicar mi miedo al sentir que el suelo que pisas se balancea sin entender la causa? ¿Cómo narrar el malestar tras días y días de navegación por mar abierto sin ver tierra, sin saber cuánto tiempo más quedaba de travesía ni a dónde nos dirigíamos? ¿Cómo lograr que quien escuche esta historia llegue a imaginar el dolor de las cadenas que me mantuvieron atada a cubierta durante semanas? ¿Cómo transmitir la inseguridad de no saber moverme por la cubierta de madera, siempre resbaladiza? Me alimentaban, me mantenían limpia, trataban de protegerme cuando hacía demasiado frío o demasiado calor durante el viaje, pero yo era incapaz de entender qué ocurría, no podía saber a dónde íbamos ni para qué.
A mitad de ese verano, creo que era el año 1741, después de muchas semanas de viaje, tras descender hacia el sur para rodear el cabo de Buena Esperanza y luego subir recorriendo todo el Atlántico, bordeando África y Europa, llegamos al puerto de Rótterdam. Nunca había visto nada parecido: esa algarabía inimaginable, el ruido ensordecedor que hacían cientos de hombres moviéndose como si el puerto entero fuera un inmenso hormiguero, cargando fardos de un sitio a otro, trasladando caballos, ovejas, vacas y cerdos de aquí para allá, moviéndose entre los tinglados del puerto, cada uno ocupado en su tarea, amarrando en los norays los cabos lanzados desde los barcos que llegaban constantemente sustituyendo a los que abandonaban el puerto con nuevas cargas y nuevos destinos, estibando los barcos fondeados que atracaban en el que era, ya entonces, uno de los grandes puertos de Europa. En julio, incluso allí, tan al norte, el clima es templado, así que no sentí el frío que luego he sufrido durante muchos inviernos viajando de ciudad en ciudad.
Pocas semanas después de llegar tuvimos los primeros espectáculos. Quizá el nombre le venía un poco grande a lo que, para rentabilizar mi traslado, había ideado durante las semanas de viaje desde Asia mi nuevo dueño, el señor Van der Meer, pero a él le gustaba llamarlos así, espectáculos. En un gran cartel había escrito en varios idiomas y con llamativos colores: El espectáculo de Clara, la rinoceronte india. Y así lo anunciaba en el carro que construyó especialmente para trasladarme de un sitio a otro. Un carro vistoso, decorado con aire oriental, se supone que confortable para mí aunque en su interior no pudiera casi moverme. Al llegar a una ciudad, me paseaba por las calles durante varios días encerrada en el carro, en el que la gente sólo podía intuirme a través de los listones de madera, creando en quienes se cruzaban con nosotros la curiosidad, el asombro, el interés... Y entonces, tras unos días en que la noticia corría por barrios y mercados, en algún patio que alquilaba y que pedía que acondicionaran para ello, me mostraba durante unas horas a cambio de unas monedas. Yo no tenía que hacer nada, sólo estar, ver pasar a la gente, sus caras de sorpresa, de repugnancia, de miedo, de lástima...
Esto duraba cinco o seis días en cada ciudad. Al principio venía bastante gente, pero los últimos días era una locura. Quienes ya me habían visto corrían a contárselo a sus vecinos, a sus familiares, a quienes encontraban entre los puestos del mercado, en los talleres, en las iglesias... y cada día aumentaban las colas que se formaban para conseguir acceder al recinto en el que yo esperaba tranquila, resignada. El último día solía colgar en la puerta de entrada un cartel anunciando que el espectáculo se prolongaba un par de días más. Y volvía a correr la voz, y quienes ya habían venido a verme repetían y se lo volvían a contar a sus conocidos y alardeaban de haberme visto más de una vez. En menos de una semana la ciudad quedaba reducida a dos grupos de personas: quienes habían visto a la increíble rinoceronte india Clara, y quienes por algún motivo no habían podido acudir a admirarme y posiblemente jamás podrían ver un espectáculo tan asombroso.
El éxito fue tan enorme, y tan inesperado, que no sólo corrió la voz dentro de las ciudades en las que parábamos, sino que se contagiaba a las ciudades próximas y en ocasiones recibíamos mensajes de sus alcaldes o gobernadores pidiéndonos que las incluyéramos en nuestro recorrido.
Al principio fueron Bruselas, Hamburgo, Ámsterdam... pero luego siguieron Berlín y Viena y Hannover y Ratisbona y Berna y París y Praga y qué se yo cuántos lugares más por toda Europa, sin descanso... Casi cada dos semanas nos trasladábamos. Fueron miles de personas las que me vieron en esos meses. Tantos y tantos ojos mirándome y ninguno pareció reconocer la tristeza en los míos.
En muchas ocasiones llegaba un mensajero con una carta dirigida a mi dueño. Eran cartas del rey de Francia o de Polonia o de Prusia, del Conde de tal sitio o del Marqués de tal otro. Cartas en las que mostraban su interés por ver la maravilla que causaba admiración por todas partes. Desde los tiempos del Imperio Romano sólo se habían visto tres o cuatro rinocerontes en Europa y no querían perderse la ocasión de ver al que ahora viajaba por sus reinos. Mantenían las formas, al fin y al cabo eran reyes y nobles quienes enviaban esas cartas, pero en ellas suplicaban al ya muy rico señor Van der Meer poder verme, tener una función privada en la que pudieran disfrutar a solas de mi presencia, sin mezclarse con el vulgo. Mi dueño se hacía un poco de rogar, les hablaba de sus compromisos en otros lugares, de las muchas ciudades que aún debíamos visitar, hasta que conseguía que esos reyes y condes le imploraran, convenciéndole sólo cuando el precio había subido lo suficiente. Entonces recogíamos los bártulos allá donde estuviéramos y nos dirigíamos al palacio correspondiente. No era sólo el dinero lo que atraía al señor Van der Meer. Era también, y creo que sobre todo, la sensación de poder jugar a voluntad con quienes sabía que eran superiores a él, poder jugar con su deseo, con su curiosidad enfermiza, manipular a su antojo el interés malsano que mostraban por verme.
A veces había quien quería tocarme, sentir el contacto de mi piel dura y áspera. No eran muchos, porque el miedo a que la bestia reaccionara de forma inesperada era demasiado grande. Pero los más atrevidos pedían a mi dueño poder pagar un suplemento por acercarse y rozarme con dedos nerviosos. Cuando eso ocurría yo me quedaba más quieta que nunca, sin mover ni un músculo. Alguna vez había golpeado sin querer a alguien que se había acercado demasiado y eso me había supuesto severos castigos para seguir adiestrándome y volviéndome aún más dócil, más sumisa. Aprendí a hacerme de mármol y ni siquiera pestañear cuando alguien quería acercarse para tocarme o para verme desde un poquito más cerca.
Sentí el miedo, la repugnancia o el extrañamiento de quien tiene dificultades para creer incluso lo que está viendo con sus propios ojos. Pero en algunas ocasiones, pocas, sentí también el respeto de quien venía a verme. Algunos artistas, científicos, gente con una sensibilidad superior a la habitual, o al menos diferente. En Verona conocí al pintor Luigi Aretino della Porta, que en su juventud había sido amigo y compañero de correrías de Antonio Vivaldi, que acababa de morir hacía sólo unos meses en Viena. La tristeza por la pérdida de su amigo músico le sumió en una melancolía de la que ya no saldría hasta su propia muerte. Al verme reconoció en mí esa misma amargura, la que me provocaba el desamparo de mi falta de libertad. Recuerdo que vino cuatro días seguidos. Entraba en el patio en el que me exhibieron en Verona, cerca de la Piazza delle Erbe. Se sentaba en algún rincón desde el que pudiera observarme cómodamente y pasar más o menos desapercibido, y me miraba con atención, con admiración, con respeto, en definitiva. De vez en cuando hacía un boceto en pliegos de papel que sacaba de una bellísima carpeta de cuero negro. Muchas veces lloraba. En Leipzig acudió a verme el mismísimo Johann Sebastian Bach. Fue un par de años antes de morir y ya tenía serios problemas en la vista, así que pidió a uno de sus hijos que le acompañara y le describiera lo que veía. Más que verme, escuchó lo que le contaban de mi. Y yo sentí cómo él podía oír mi soledad y mi tristeza. También algún tiempo antes me había visto en Dresde fray Juan de Berzosa, un religioso español, viajero y estudioso de la naturaleza, fascinado por animales y plantas, que me observó con auténtico interés, no como a un objeto de adorno o de exhibición, sino como a un ser vivo, como a un semejante a él. No recuerdo muchos más casos así, en que quien venía a verme verdaderamente me respetara y no me viera sólo como algo exótico encerrado en una jaula.
Aún me embarcaron varias veces más. Cruzamos el canal de la Mancha para que me viera la familia real británica. Algunas veces sentía que en realidad era yo quien observaba divertida y curiosa a quienes habían ido a verme, y eran ellos los observados como exóticos. Cruzamos también en barco de Marsella a Italia para bajar luego hacia Roma, una ciudad asombrosa donde hasta el mismo Papa se interesó por mí, y volver a ir hacia el norte a Venecia, donde fui una de las atracciones de los carnavales de ese año, si es que esa ciudad necesita alguna atracción más que ella misma.
Creo, aunque a veces me falla la memoria, que fue durante una de esas travesías, mucho más cortas que la que hice de Bengala a Europa, pero no menos desagradables, cuando oí hablar del famoso rinoceronte de Durero, al que también trajeron a Europa desde Asia, aunque en su caso la intención no era mostrarlo como un fenómeno de feria, sino entregarlo como regalo del rey de Portugal al Papa. Corrió peor suerte que yo y murió ahogado al naufragar su barco poco antes de llegar a puerto. Durero nunca lo llegó a ver, lo dibujó de oídas a partir de las descripciones que oyó de boca de quienes sí lo habían visto en Lisboa, pero su grabado se convirtió en un icono y mucha gente pensaba que era más real que un rinoceronte de verdad, tanto que cuando algunos viajeros contaban haber encontrado alguno en sus expediciones por África o Asia, y lo describían tal como lo habían visto, mucha gente confiaba más en la imagen que había grabado Durero que en esos relatos hechos de primera mano.
En muchos sitios me retrataron. La novedad hacía que muchos quisieran retener mi imagen haciendo dibujos, óleos, grabados, cerámicas... Y así quedaré para la posteridad, como una rinoceronte triste y viajera.
Llevo varios meses en Londres. Volvimos en octubre de nuestro último viaje, larguísimo, que nos llevó de nuevo hasta Polonia y luego hacia el norte, en pleno invierno, pasando por Copenhague y Ámsterdam. Siento que no me queda ya mucho tiempo. El señor Van der Meer debe haberlo notado también porque no parece que tenga intención de que iniciemos un nuevo viaje. Me debe ver enferma y débil. O quizá también él está cansado. En el fondo su vida no ha sido mucho mejor que la mía. A veces el guardián está tan preso como el convicto al que vigila. Aquí el clima es espantoso. Sigo añorando, aún hoy, casi veinte años después de salir de allí, el calor húmedo de mi infancia bengalí.

Manjirón, enero de 2014.

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Clara by Román J. Navarro Carrasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.


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Actualización del 20 de marzo de 2018

Escribí este relato a principios de 2014 y lo colgué aquí a finales de año. Vuelvo a leerlo tiempo después y creo que es de las cosas que he escrito que más me gustan.

Cuatro años después, mientras paso unos meses en Londres, he descubierto un par de cosas que me han hecho acordarme de este texto:

- Hace unos días descubrí en la National Gallery este cuadrito de Pietro Longhi [1701-1785] titulado Exhibición de un rinoceronte en Venecia [1751]:

- Y hoy mismo leo por ahí que ha muerto Sudan, el último macho de una subespecie de rinoceronte blanco.
Sit tibi terra levis.

domingo, 21 de diciembre de 2014

La cucaracha soñadora

Érase una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.

Microrrelato incluido en el libro La oveja negra y demás fábulas del escritor guatemalteco Augusto Monterroso [1921-2003], enormísimo cuentista.
Hoy, 21 de diciembre, hubiera sido su cumpleaños.

sábado, 20 de diciembre de 2014

El tratado

Entonces los caballeros sacaron por fin sus estilográficas y firmaron el tratado. ¡Los animales habían vencido!
El tratado que firmaron los jefes de Estado decía:
"Nosotros, los representantes legítimos de todos los países de la tierra, nos comprometemos, con vida y hacienda, a llevar a cabo lo siguiente: 1.-Se suprimen todos los puestos fronterizos y todas las guardias fronterizas. No hay más fronteras. 2.-Se suprime el ejército y todas las armas de fuego y explosivos. No habrá más guerras. 3.-La policía necesaria para mantener el orden será dotada de arcos y flechas. Debe vigilar sobre todo que la ciencia y la técnica estén exclusivamente al servicio de la paz. No habrá más ciencias asesinas. 4.-El número de oficinas, funcionarios y archivadores de documentos será reducido al mínimo imprescindible. Las oficinas están al servicio de la gente, no al revés. 5.-Los funcionarios mejor pagados serán en el futuro los maestros. La tarea de educar a los niños para hacer de ellos verdaderas personas es la más alta y la más difícil. El objetivo de la auténtica educación debe ser: ¡Fuera la pereza de corazón!".
Como hemos dicho, esto lo firmaron todos los jefes de Estado.

De la novela infantil La conferencia de los animales, del escritor alemán Erich Kästner [1899-1974].

viernes, 19 de diciembre de 2014

Revista Babar

Me gusta y me interesa mucho la literatura infantil y juvenil. Hablo con frecuencia sobre libros con mis alumnxs, con mis sobrinxs, con los hijos e hijas de gente que conozco, y le doy muchas vueltas a qué tipo de libros les gusta leer, cuáles les enganchan y cuáles les dejan indiferentes...
No descubro nada extraordinario diciendo que en esas edades es cuando los niños y las niñas han de descubrir que mola leer. Por muchos motivos: porque es divertido, porque se aprenden cosas, porque el mundo se hace más accesible y se entiende mejor.......

Más tarde es mucho más difícil.

Me encanta leer libros que se supone que están dirigidos a público infantil o adolescente para conocer qué les interesa y también para tratar de entender por qué tienen tanto éxito cosas como los Juegos del hambre o Crepúsculo...

Y de vez en cuando descubro autores que me sorprenden muchísimo con las historias que cuentan y cómo las cuentan. [Autores y autoras que me sorprenden para bien, los que no me gustan tanto me los ahorro aquí].

Tres de mis últimos "descubrimientos" (desde el verano, más o menos) han sido:

Gonzalo Moure [1951- ], de quien me gustó muchísimo Esta, la vida, escrito en colaboración con Mónica Rodríguez.

Guus Kuijer [1942- ]. Escritor holandés que me sorprendió mucho con sus historias breves, sencillas, llenas de sentido... Alguna de ellas la colgué aquí hace unos meses.

Erich Kästner [1899-1974]. Escritor alemán del que descubrí este librito en casa de una amiga durante el verano:
y luego, ya de vuelta en la Sierra, encontré en las bibliotecas de por aquí unos cuantos libros suyos que también me resultaron muy atractivos:

Cuesta descubrir autores y obras interesantes, hay mucho de ensayo y error, de búsquedas y pruebas en las que a veces aciertas y a veces no.

Recientemente he descubierto el blog Revista Babar: un sitio especializado en literatura infantil y juvenil con montones de referencias, biografías de autores, reseñas, convocatorias de concursos y mucho más...
Muy recomendable. Y desde hoy enlazado desde aquí...

jueves, 18 de diciembre de 2014

Oasis

Ando en tiempos de mudanza.
En al menos tres de sus acepciones:

mudanza.
1. f. Acción y efecto de mudar o mudarse.
2. f. Traslación que se hace de una casa o de una habitación a otra.
3. f. Inconstancia o variedad de los afectos o de los dictámenes.

Con ganas y con ánimos de encarar la nueva etapa.

Durante estos últimos tiempos hay cosas que me están sentando muy bien. Una de ellas es mantener este blog sobre libros, lecturas y escrituras...
Me divierte, me lo estoy pasando bien escribiéndolo, pensando con qué actualizarlo, qué contar en cada nueva entrada, contestando a quien comenta, a quien sugiere, a quien critica...
Entre tanta mudanza este blog sobre cosas que leo y cosas que escribo está siendo algo fijo, estable, un lugar al que volver (casi) cada día... Está siendo uno de esos oasis en los que uno puede refrescarse cuando las cosas no van de cara.

oasis.
(Del fr. oasis, este del gr. ὄασις, y este del egipcio wḥ't, región de los oasis).
1. m. Sitio con vegetación y a veces con manantiales, que se encuentra aislado en los desiertos arenosos de África y Asia.
2. m. Tregua, descanso, refugio en las penalidades o contratiempos de la vida.

Y me está gustando también mucho moverlo en el facebook, enviárselo a amigxs, comentarlo con gente...
Compartirlo.

Seguimos.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Yourcenar

Dice google que hoy hace 27 años que murió Marguerite Yourcenar [1903-1987]. No he leído muchas cosas suyas, aunque es una de esas escritoras que me producen mucho interés y a la que siempre tengo en la lista de "pendientes".
Uno de sus libros que he leído es Memorias de Adriano, un librito que siempre que he vuelto a él me ha parecido muy sugerente, muy evocador...

Cuando hace unos años viajé con Elia por Italia encontramos al menos un par de referencias de Marguerite Yourcenar que me gustaron.

Una de ellas fue en la isla de Capri, donde vivió durante una temporada y escribió algunas obras.

La otra fue en Villa Adriana, un lugar maravilloso en las cercanías de Roma, que no pudimos disfrutar todo lo que nos hubiera gustado porque sufrimos demasiado por el calor que hacía.
En la entrada a la Villa hay una escultura que representa a la escritora y que recuerda su trabajo sobre el emperador Adriano.

Lo dicho, este recordatorio puede ser una buena excusa para volver a esta escritora y recorrer su obra...

martes, 16 de diciembre de 2014

gente que lee (17)

Jean Cocteau [1889-1963] fotografiado en 1949 por Philippe Halsman [1906-1979].

lunes, 15 de diciembre de 2014

Mudanza

Estoy otra vez de mudanza. No hace dos años que me fui de Atocha a la Sierra y de nuevo estoy moviéndome a otro sitio, aunque sigo en el campo. Estos días ando atrapado en casa entre cajas plegadas, llenas, a medio llenar, muebles que ya no están en su sitio pero aún no han encontrado su nuevo lugar, estanterías que esperan para ser desmontadas, armarios listos para vaciar...
Me traslado sólo por una temporada, quizá un año, tal vez algo más o algo menos. Ya veremos. En cualquier caso lo vivo como un tiempo de transición. El plan es mudarme con lo menos posible y almacenar el resto de las cosas, las que no acaben regaladas, tiradas o vendidas, en casa de una amiga.
Se supone que me llevo conmigo lo que considero imprescindible, aquellas cosas de las que no quiero, o no puedo, o no me apetece separarme. En algunos casos la decisión es fácil: hay cosas que hace años que ni recuerdo que están conmigo y que no echo de menos. Puedo pasar fácilmente sin ellas unos meses más e, incluso, posiblemente su mejor destino es el punto limpio, el contenedor de basura o el mercadillo de segunda mano. Otras está claro que vienen conmigo, de algunas no hay ninguna duda. Y aún hay otro tercer grupo, más grande de lo que me gustaría, de cosas inciertas, que pueden venir o no...

Y en particular los libros...
De los que aún no he leído, ¿cuáles me apetece leer en estos próximos meses o años? ¿cuántos me dará tiempo a leer?
Y de los que ya leí... ¿cuáles me apetece releer? ¿cuáles me gustaría tener a mano para echarles un vistazo de vez en cuando, o para prestarlos, o para recordar algún capítulo...?
¿Qué hago con los que me prestaron o me regalaron pero no he conseguido que me llamen para ser leídos? ¿Y con los que he "heredado" de alguien que pensó que estarían mejor conmigo? ¿Y con los que encontré en algún mercadillo y me llevé a casa por si acaso?
...............

[Como diría Millás, todo son preguntas...]

sábado, 13 de diciembre de 2014

El eclipse

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
Si me matáis –les dijo puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Cuento breve del escritor guatemalteco Augusto Monterroso [1921-2003].

viernes, 12 de diciembre de 2014

jueves, 11 de diciembre de 2014

Quiero escribir

Quince años y medio. El cuerpo es delgado, casi enclenque, los senos aún de niña, maquillada de rosa pálido y de rojo. Y además esa vestimenta que podría provocar la risa pero de la que nadie se ríe. Sé perfectamente que todo está ahí. Todo está ahí y nada ha ocurrido aún, lo veo en los ojos, todo está ya en los ojos. Quiero escribir. Ya se lo he dicho a mi madre: lo que quiero hacer es escribir. La primera vez, ninguna respuesta. Y luego ella pregunta: ¿escribir qué? Digo libros, novelas. Dice con dureza: después de las oposiciones de matemáticas, si quieres, escribe, eso no me importa. Está en contra, escribir no tiene mérito, no es un trabajo, es un cuento -más tarde me dirá: una fantasía infantil.

De la novela El amante [1984], de Marguerite Duras [1914-1996].

miércoles, 10 de diciembre de 2014

martes, 9 de diciembre de 2014

Ejercicios de estilo

Hace algún tiempo, un amigo que desmontaba su casa para irse a Argentina, nos convocó a un montón de gente para que le echáramos una mano con la mudanza, y de paso montó un pequeño mercadillo en casa con cosas que no quería trasladar...
Hice un buen esfuerzo para tener bajo control a mi Diógenes y sólo me llevé tres cosas:
  • una chapita que ponía "viento en popa", que me ha acompañado durante muchos meses colgada de mi bolso hasta que decidió perderse y seguir su propio rumbo en algún viaje en metro o durante algún paseo por la Ciudad, 
  • la novela El tesoro de Sierra Madre, de B. Traven [1882-1969], que al verla en una estantaría me recordó lo muchísimo que me había gustado la peli cuando la vi hace un millón de años en alguna de esas sesiones dobles o triples a las que me gustaba ir cuando estaba en bachillerato y en cou...
    (creo que no la he vuelto a ver desde entonces... quizá sea una buena opción para estos días que se avecinan de mudanzas, turrones y familia...)
  • y el libro Ejercicios de estilo, de Raymond Queneau [1903-1976].
Estos días, revolviendo libros, cajas, estanterías y armarios, están siendo días de reencuentros. Y este librito ha sido uno de ellos.
No sabía nada ni del libro ni del autor cuando lo encontré en casa de Jaime. Mientras volvía a Atocha en el metro fui leyendo la introducción y hojeándolo un poco y ya vi que era algo cuando menos especial, que lo que me había llevado no era una novelita tontorrona para pasar el rato...

La idea es sencilla: el autor describe en unas pocas líneas una situación cotidiana, anodina e intrascendente:

Notaciones
En el S, a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de fieltro con cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen estirado. La gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le reprocha que lo empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de duro. Al ver un sitio libre, se precipita sobre él. 
Dos horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: "Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo." Le indica dónde (en el escote) y por qué.

Hasta aquí la anécdota.

Y a partir de ella el autor retuerce la historia, la interpreta, la cuenta desde muchos puntos de vista posibles, en varios tiempos verbales, con muy diferentes tonos.... 

Pronosticaciones
Cuando llegue el mediodía, te encontrarás en la plataforma trasera de un autobús donde se amontonarán viajeros entre los cuales repararás en un ridículo jovenzuelo: cuello esquelético y sin cinta en el sombrero de fieltro. No se encontrará bien, el pequeño. Creerá que un señor le empuja adrede cada vez que pasa gente que sube o baja. Se lo dirá, pero el otro, despreciativo, no contestará. Y el ridículo jovenzuelo, presa del pánico, se largará en sus narices, hacia un sitio libre.
Volverás a verlo un poco más tarde, en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare. Un amigo le acompañará, y oirás estas palabras: "Tu abrigo no abrocha bien; tienes que hacer añadir un botón".

Propaganda editorial
En su nueva novela, tratada con el talento que le caracteriza, el célebre novelista X, a quien debemos ya tantas obras maestras, se ha esmerado en presentar únicamente personajes muy matizados que se mueven en una atmósfera comprensible para todos, grandes y chicos. La intriga gira, pues, en torno al encuentro en un autobús del héroe de esta historia con un personaje bastante enigmático que se pelea con el primero que llega. En el episodio final, se ve a ese misteriosos individuo escuchando con la mayor atención los consejos de un amigo, modelo de elegancia. El conjunto produce una sensación encantadora que el novelista X ha cincelado con notable fortuna.

Torpe
No tengo costumbre de escribir. No sé. Me gustaría escribir una tragedia o un soneto o una oda, pero están las reglas. Eso me corta. No son cosas para aficionados. Todo esto ya está muy mal escrito. En fin. En todo caso, hoy he visto algo que me gustaría mucho asentar por escrito. Asentar por escrito no me parece muy acertado. Debe de ser una de esas frases hechas que repelen a los lectores que leen para los editores que buscan la originalidad que les parece necesaria en los manuscritos que los editores publican cuando éstos han sido leídos por los lectores a quienes repelen las frases hechas del tipo "asentar por escrito" que es, sin embargo, lo que me gustaría hacer con una cosa que he visto hoy, aunque yo sólo soy un aficionado a quien cortan las reglas de la tragedia, del soneto o de la oda, porque no tengo costumbre de escribir. ¡Joder, no sé cómo me las he arreglado pero ya estoy otra vez al principio! No me voy a aclarar nunca. Da igual. Cojamos el toro por los cuernos. Un tópico más. Y, además, el chico aquel de toro no tenía nada. Mira, eso no está mal. Si escribiese: cojamos al mequetrefe por el cordón de su sombrero de fieltro a un largo cuello pegado, a un cuello superlativo, tal vez eso seguramente sería original. Quizás cosas así me permitirían conocer a los señores de la Real Academia, del Gijón y de la editorial Cátedra. Al fin y al cabo, por qué no iba a hacer adelantos. La práctica de escritura hace maestro de literatura. Qué bien me ha salido eso. Aunque no hay que perder los estribos. El tipo de la plataforma sí que los perdió cuando se puso a insultar a su vecino con el pretexto de que este último le pisoteaba cada vez que se encogía para dejar subir o bajar a los viajeros. Lo mismo que cuando, después de haber protestado de aquella manera, se fue deprisa a sentarse en cuanto vio un sitio libre dentro, como si se oliese los palos. Mira, ya he contado la mitad de mi historia. No sé cómo lo he hecho. Hasta es agradable esto de escribir. Aunque queda lo más difícil. Lo más duro. La transición. Y aún peor porque no hay transición. Mejor lo dejo.

Tanka
Un bus vetusto
¡Zas! Monta un mentecato
Hay zipizape
Más tarde en Saint-Lazare
Un botón como tema

¡¡¡Y así hasta 99 variaciones...!!!

lunes, 8 de diciembre de 2014

El orden ideal

Hubo una época en que fichaba todos los libros que entraban en casa hasta que un día, en plena catalogación de uno de Kafka, mientras recorría con el dedo las páginas de cortesía en busca del nombre del traductor, tuve el sentimiento de que estaba haciéndole a la novela uno de esos reconocimientos físicos que se les hace a los presos antes de meterlos en la celda. Me quedé espantado, así que dejé la ficha a medias y abandoné el libro en cualquier parte, aunque nunca tuve dificultad para encontrarlo. Llegaba a mi habitación, olía un poco el aire y el afecto me conducía a él con la misma eficacia que el orden alfabético. Desde entonces, he intentado ordenar mi biblioteca, y quizás mi vida, de algún modo que no exija la confección de una ficha policial, pero he fracasado sucesivamente.
Veamos: intenté hacer una clasificación temática, dividiendo la librería en grandes áreas: novela, ensayo, poesía... Hasta aquí la cosa es fácil; lo malo es cuando intentas clasificar a su vez cada uno de estos géneros y te pones a separar la novela histórica de la psicológica y ésta de la policíaca; o el ensayo científico del literario; e incluso la poesía buena de la mala. Me di cuenta entonces de que me gustaban sobre todo los libros fronterizos, de manera que la línea divisoria entre unos y otros géneros era más ancha que los géneros en sí y la confusión de mi biblioteca y de mi vida volvía a ser la de antes. Me enseñaron entonces un programa de ordenador en el que, una vez introducidos los datos, encontrabas el libro dándole a cuatro teclas. Funcionaba bien, pero lo deseché porque cada vez que le pedía al programa un libro tenía de nuevo la impresión de ir a visitar a un preso.
Finalmente, los fui dejando donde me daba la gana, como había hecho antes de que tuviera aquel ataque de profesionalización. Pese a ello, los encuentro con facilidad, igual que la novela ya citada de Kafka. Alguno, es cierto, se me resiste o se pierde, pero no porque esté mal colocado, sino porque no me interesa. De manera que las fichas sirven, fundamentalmente, para encontrar lo que uno no quiere, lo que, bien mirado, resulta completamente absurdo. Y para poner orden, lo que resulta peligroso. 

Esta mañana, mientras desayunaba, antes de seguir empaquetando mis libros para una nueva mudanza, me he encontrado con ésto en el libro Articuentos completos de Juan José Millás [1946- ].

Más que pertinente para mí en estos días de embalajes y cambios...

viernes, 5 de diciembre de 2014

Pena, tristeza y felicidad

Un exceso de pena es paralizante mientras que un grado moderado de tristeza es bueno para la literatura. Lo peor es la felicidad completa, pues el satisfecho no pierde el tiempo en fantasear situaciones que mejoren una realidad que ya lo contenta.

Lo acabo de leer en el capítulo dedicado a Borges de Libros malditos, malditos libros, de Juan Carlos Díez Jayo.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Para tu blog

Desde Kenema, en Sierra Leona, Vero me manda ésto por whatsapp:
"Para tu blog"
;o)

martes, 2 de diciembre de 2014

Recoger agua del subsuelo

No os preocupéis por vuestros talentos y por vuestras capacidades: se desarrollarán mediante el ejercicio. Katagiri Roshi decía: "Las capacidades son como una capa de agua bajo la superficie de la tierra". La capa de agua no pertenece a nadie, pero todos pueden sacar agua de ella. Podemos alcanzarla mediante nuestros esfuerzos, y ella nos atravesará. Basta con ejercitarse escribiendo; cuando aprendemos a darle confianza a nuestra propia voz, entonces podemos dirigirla. Si queréis escribir una novela, escribidla. Si os apetece escribir ensayos o cuentos, escribidlos. Escribiéndolos, aprenderéis cómo se hace. Podéis estar seguros de que, poco a poco, adquiriréis las técnicas y el oficio que os hacen falta.
En cambio, a menudo empezamos a escribir arrancando desde un patrimonio de pobreza. Uno piensa que está vacío, y busca afanosamente profesores y cursos que puedan enseñarle a escribir. A escribir se aprende escribiendo. Parece sencillo, y lo es. No se aprende saliéndonos de nosotros mismos para dirigirnos a autoridades externas que, creemos, saben cómo se hace. Un amigo mío, gordo y muy simpático, decidió cierto día que quería empezar a hacer gimnasia. Se fue a la librería y se compró un libro para saber cómo se hacía. Pero para perder peso no es suficiente con leer un libro. Hay que hacer gimnasia.

Del libro El gozo de escribir [1986], de Natalie Goldberg.

domingo, 30 de noviembre de 2014

gente que lee (15)

Pintores que pintan a pintores que leen: Claude Monet [1840-1926] leyendo, retratado por Pierre-Auguste Renoir [1841-1919].

sábado, 29 de noviembre de 2014

Cómo me deshice de quinientos libros

Poeta: no regales tu libro, destrúyelo tú mismo
Eduardo Torres

Hace varios años leí un ensayo de no recuerdo qué autor inglés en el que éste contaba las dificultades que se le presentaron para deshacerse de un paquete de libros que por ningún motivo quería conservar en su biblioteca. Ahora bien, en el curso de mi existencia he podido observar que entre los intelectuales es corriente oír la queja de que los libros terminan por sacarlos de sus casas. Algunos hasta justifican el tamaño de sus mansiones señoriales con la excusa de que los libros ya no los dejaban dar un paso en sus antiguos departamentos. Yo no he estado, y probablemente no lo estaré jamás, en este último extremo; pero nunca hubiera podido imaginar que algún día me encontraría en el del ensayista inglés, y que tendría que luchar por desprenderme de 500 volúmenes.
Trataré de contar mi experiencia. De pasada diré que es probable que esta historia irrite a muchos. No importa. La verdad es que en determinado momento de su vida o uno conoce demasiada gente (escritores), o a uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se editan demasiados libros. Llega el momento en que tus amigos escritores te regalan tantos libros (aparte de los que generosamente te pasan para leer aún inéditos) que necesitarías dedicar todos los días del año para enterarte de sus interpretaciones del mundo y de la vida. Como si esto fuera poco, el hecho es que desde hace veinte años mi afición por la lectura se vino contaminando con el hábito de comprar libros, hábito que en muchos casos termina por confundirse tristemente con la primera. Por ese tiempo di en la torpeza de visitar librerías de viejo. En la primera página de Moby Dick Ismael observa que cuando Catón se hastió de vivir se suicidó arrojándose sobre su espada, y que cuando a él le sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un barco. Yo, en cambio, durante años tomé el camino de las librerías de viejo. En cuanto uno empieza a sentir la atracción de estos establecimientos llenos de polvo y penuria espiritual, el placer que proporcionan los libros ha empezado a degenerar en la manía de comprarlos, y ésta a su vez en la vanidad de adquirir algunos raros para asombrar a los amigos o a simples conocidos. 
¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día está uno tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: ¡Cuántos libros tienes! Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: ¡Qué inteligente eres!, y el mal está hecho. Lo demás ya se sabe. Se pone uno a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se sea un verdadero infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas, uno ha recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor, uno posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en el fondo eres un genio. Así es la vanidad esta de poseer muchos libros.
En tal situación, el otro día me armé de valor y decidí quedarme únicamente con aquellos libros que de veras me interesaran, hubiera leído, o fuera realmente a leer. Mientras consume su cuota de vida, ¿cuántas verdades elude el ser humano? Entre éstas, ¿no es la de su cobardía una de las mas constantes? ¿A cuántos sofismas acudes diariamente para ocultarte que eres un cobarde? Yo soy un cobarde. De los varios miles de libros que poseo por inercia, apenas me atreví a eliminar unos quinientos, y eso con dolor, no por lo que representaran espiritualmente para mi, sino por el coeficiente de menor prestigio que los diez metros menos de estanterías llenas irían a significar. Día y noche mis ojos recorrieron una y otra vez (como decían los clásicos) las vastas hilares, discriminando hasta el cansancio (como decimos los modernos). ¡Qué increíble cantidad de poesía, qué cantidad de novelas, cuántas soluciones sociológicas para los males del mundo! Se supone que la poesía se escribe para enriquecer el espíritu; que las novelas han sido concebidas, cuando menos, para la distracción; y aun, con optimismo, que las soluciones sociológicas se encaminan a solucionar algo. Viéndolo con calma, me di cuenta de que en su mayor parte la primera, o sea la poesía, era capaz de empobrecer al espíritu más rico, las segundas de aburrir al más alegre y las terceras de embrollar al más lúcido. Y no obstante, qué de consideraciones hice para descartar cualquier volumen, por insignificante que pareciera. Si un cura y un barbero me hubieran ayudado sin yo saberlo, ¿habrían dejado en mis estantes más de cien? Cuando en 1955 visité a Pablo Neruda en su casa de Santiago me sorprendió ver que escasamente poseía treinta o cuarenta libros, entre novelas policiales y traducciones de sus propias obras a diversos idiomas. Acababa de donar a la Universidad una cantidad enorme de verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto en vida; único estado, viéndolo bien, en que uno se lo puede dar.
No haré aquí el censo de los libros de que estaba dispuesto a desprenderme; pero entre ellos había de todo, más o menos así: política (en el mal sentido de la palabra, toda vez que no tiene otro), unos 50; sociología y economía, alrededor de 49; geografía general e historia general, 2; geografía e historia patrias, 48; literatura mundial, 14; literatura hispanoamericana, 86; estudios norteamericanos sobre literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1; teorías del ritmo (para que la señora no se embarace), 6; métodos para descubrir manantiales, 1; biografías de cantantes de ópera, 1; géneros indefinidos (tipo Yo escogí la libertad), 14; erotismo, 1/2 (conservé las ilustraciones del único que tenía); métodos para adelgazar, 1; métodos para dejar de beber, 19; psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5; métodos para hablar inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés en diez días, 1; métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios sobre cine, 8; etc.
Pero esto constituía nada más que el principio. Pronto descubrí que eran pocas las personas que querían aceptar la mayor parte de los libros que yo había comprado cuidadosamente a través de los años perdiendo tiempo y dinero. Si bien esto me reconcilió algo con el género humano al descubrir que el mero afán de acumular no era una aberración tan generalizada, me causó las molestias consiguientes, por cuanto una vez decidido a ello, deshacerme de esos libros se convirtió en una necesidad espiritual apremiante. Un incendio como el de la Biblioteca de Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el camino más llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar 500 libros en el patio de la casa (suponiendo que la casa lo tuviera). Y se acepta que la Inquisición quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara libros. Ciertas personas aficionadas a estas cosas me sugirieron donar todos esos volúmenes a tales o cuales bibliotecas públicas; pero una solución tan fácil le restaba espíritu aventurero al asunto y la idea me aburría un poco, además de que estaba convencido de que en las bibliotecas públicas serían tan inútiles como en mi casa o en cualquier otro sitio. Tirarlos uno por uno a la basura no era digno de mí, de los libros, ni del basurero. La única solución eran mis amigos. Pero mis amigos políticos o sociólogos poseían ya los libros correspondientes a sus especialidades, o eran enemigos de ellos en gran cantidad de los casos; los poetas no querían contaminarse con nada de contemporáneos suyos a quienes conocieran personalmente; y el libro sobre erotismo era una carga para cualquiera, aun despojado de sus ilustraciones  francesas.
Sin embargo, no quiero hacer de estos recuerdos una historia de falsas aventuras supuestamente divertidas. Lo cierto es que de alguna manera he ido encontrando espíritus afines al mío que han aceptado llevarse a sus casas esos fetiches, a ocupar un lugar que restará espacio y oxígeno a los niños, pero que darán a los padres la sensación de ser más sabios e incluso la más falaz e inútil de ser los depositarios de un saber que en todo caso no es sino el repetido testimonio de la ignorancia o la ingenuidad humanas. 

Mi optimismo me llevó a suponer que al terminar estas líneas, comenzadas hace quince días, en alguna forma justificaría cabalmente su título; si el número de quinientos que aparece en él es sustituido por el de veinte (que empieza a acortarse debido a una que otra devolución por correo), ese título estará más apegado a la verdad.

Mientras empaqueto mis cosas, entre ellas los libros, para una nueva mudanza, he encontrado este cuento (¿de ficción?) del escritor guatemalteco Augusto Monterroso [1921-2003] en su libro Movimiento perpetuo [1972].

viernes, 28 de noviembre de 2014

3.000


Muchas veces he echado estas cuentas.
Puede que alguien piense que no es más que otro TOC... pero no deja de tener su gracia y su interés hacer los cálculos, aunque sólo sea por curiosidad: tantos libros al mes por doce meses al año por tantos años de lectura más o menos continuada... tantos libros leídos en toda la vida.
Da igual la generosidad que muestres al pensar en el número de libros que lees o en el número de años que vas a usar para leerlos. Hagas las cuentas como las hagas siempre salen pocos. Unos cuantos miles en el mejor de los casos.
Y para colmo luego piensas en las temporadas en las que lees menos por el motivo que sea, o en el tiempo "perdido" en leer libros prescindibles (signifique eso lo que signifique), o en esos que parece que te están gustando pero se te "atascan" y no consigues acabarlos, o los malos malísimos que has leído para ver por qué hay tanta gente a la que le gustan, o los directamente intragables.....


La razonable biblioteca de Samuel Pepys


El empelucado caballero que nos contempla tan digno a la derecha, atendía al nombre de Samuel Pepys. En vida fue un eficiente funcionario del gobierno de su majestad el rey Jacobo II de Inglaterra. Ya difunto, pertenece a ese fastidioso club de escritores que se han ganado un puesto en la historia de la literatura sin pretenderlo. El señor Pepys escribió durante nueve años un diario tan sincero, que se mantiene cálido y cercano trescientos cuarenta años después, como si conociéramos en persona al autor, y encima, nos cayera simpático. Lo escribió en un sistema taquigráfico personal que impidió su lectura hasta 1823, cuando un estudiante dedicó tres arduos años a desentrañar las páginas cifradas. El pobre nunca supo que, a un metro de donde se guardaba el diario, Pepys había dejado un libro con la explicación de los signos empleados. Le hubiera bastado alargar el brazo para ahorrarse miles de horas de esfuerzo. El buen Pepys quiso proteger sus deslices amorosos escribiendo sus modestas hazañas con una mezcla de español, inglés y francés, en una suerte de esperanto sexual que lo protegiera de la brava señora Pepys. Fue un hombre diligente, curioso y extrovertido con solo dos terrores en su vida. El primero fue quedarse ciego, y por eso interrumpió la escritura del diario, al que culpaba de arruinar su vista. El segundo, más punzante, era un cerval pánico a la señora Pepys, que no perdonaba sus infidelidades con las criadas y tronaba furiosa persiguiendo a su esposo por toda la casa. Los dos se querían tiernamente. Además, el señor Pepys estaba adornado con ese raro sentido común que hace las cosas prácticas, razonables y sencillas. Como su biblioteca.
Encargó construirla en roble y con puertas de cristal., una novedad que resguardó a sus libros del polvo y la luz solar. Mandó encuadernar todos los ejemplares igual, y así puso fin a esa molestia que hace que todos los asiduos a librerías balanceemos nuestras cabezas como badajos de campana, mientras leemos los títulos de abajo a arriba y de arriba a abajo -lomo a la española, cabezada a la izquierda; lomo a la inglesa, cabezada a la derecha-. En dos mil años nadie ha llegado todavía a un acuerdo de cómo titular el canto de los libros. Ordenó sus ejemplares con el criterio más objetivo que pueda pensarse, por tamaño. Todas las demás clasificaciones se han revelado ambiguas e imperfectas; siempre hay libros que escapan a un determinado género o categoría. Resolvió renovar los que guardaba a lo largo de los años, pues, como las personas, el libro que atesoramos a los veinte puede convertirse en odioso o antipático a los cuarenta. Por último, decidió cuántos debía contener. Tres mil. Ni uno más, ni uno menos.
La cantidad de libros a custodiar es la elección más difícil en toda biblioteca. Séneca, en la segunda carta a Lucilio, recomienda moderación y conformarse con juntar únicamente los que uno pueda leer. Otros, en cambio, han almacenado libros en un impulso irresistible. Tres mil es un bonito número*. Calcula leer un libro a la semana, un logro notable si te enfrentas a obras del tonelaje de El conde de Montecristo, Los miserables o Guerra y paz. Multiplica esas semanas por los años activos de lectura de un ser humano, por ejemplo sesenta y cinco. La cifra de libros que un lector puede abarcar es tres mil trescientos ochenta, aproximadamente. Eso incluye los mediocres, los errores y las pérdidas de tiempo. Resta las rachas de la vida que nos impiden leer o nos privan de su apetito, y ten en cuenta el íntimo placer de la relectura, que nos hace volver a aquellas obras que tanto han significado. Suma, por fin, una cantidad razonable de obras de consulta. Tres mil libros se nos aparecen como una cantidad justa y manejable. La tarea para toda una vida. 
Pero no detengamos los cálculos ahora. Pongamos que el grosor medio de los volúmenes de nuestra biblioteca imaginaria sea de siete centímetros y que el armario mida siete baldas de altura. Todo lo que podríamos leer durante nuestra vida se acomoda en treinta metros de estanterías. Un corto paseo que nos recuerda lo mucho que hay para leer y lo poco que permaneceremos en pie. Y la lista de libros imprescindibles es tan larga... La ristra de títulos que nos urgen no poder dejar de hojear es demasiado extensa. Por eso, este sencillo armario ideal nos enseña en qué debemos ocupar nuestros ojos. Un recordatorio de que hay que leer solo por gusto y por placer. La vida es demasiado valiosa para preocuparse por un canon.

* Esta parte de lo escrito trata de una inquietud personal mía. Del asombro ante ciertos autores que parecen haber leído todo... Ni siquiera Borges pudo hojear lo que se le atribuye, teniendo en cuenta, además, que fue ciego muchos años. Las cuentas que siguen intentan demostrar que un par de ojos tiene sus limitaciones. Un consuelo por todos los libros que dejamos a medias. Algunos defienden una antibiblioteca compuesta, no por los libros que hemos leído, sino por los que aún no hemos abierto, que son los únicos valiosos. Esta biblioteca cóncava ocuparía el tamaño de nuestra ignorancia o el de nuestra curiosidad.

De Libros malditos, malditos libros [2013] de Juan Carlos Díez Jayo.

jueves, 27 de noviembre de 2014

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Un libro al día

De vez en cuando busco webs y blogs en los que se habla de literatura y de libros, busco imágenes de gente leyendo para colgarlas en este blog, reseñas sobre libros, biografías de gente que escribe....

Lo bueno y lo malo de internet es que hay de todo, bueno y menos bueno... y no es fácil distinguir entre tanto ruido qué es interesante y qué no, dónde merece la pena invertir tiempo y energía y neuronas y dónde no tanto.

No hace mucho he descubierto un blog de los que sí merecen: se llama Un libro al día.
Se trata de un grupo de gente, más o menos variopinta, que se ha propuesto hacer una reseña al día de algún libro... y ya llevan unos cuantos años con ello...

Me encanta el resultado. Hay de todo, reseñas de todo tipo de libros y con todas las valoraciones habidas y por haber: desde libros que califican de imprescindibles hasta otros que valoran como repugnantes... Por supuesto no en todas las reseñas que he visto (aún no han sido muchas) coincido plenamente, pero en todas ellas he encontrado observaciones y comentarios interesantes...

Un blog muy recomendable al que además puedes suscribirte para recibir cada día en tu correo una nueva reseña...

lunes, 24 de noviembre de 2014

Casi bruno...


Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su perro fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!

Soneto del poeta Miguel Hernández [1910-1942], incluido en su libro El rayo que no cesa [1936].

sábado, 22 de noviembre de 2014

Una voz en la ventana

Siempre teníamos la mochila preparada. Aprovechábamos cualquier fin de semana para salir de casa. En cuanto teníamos unos días libres, cogíamos los bártulos y a correr.
A veces subíamos a la furgoneta, antes de arrancar sacábamos de la guantera el mapa de carreteras y en un minuto, mientras nos poníamos los cinturones, decidíamos a dónde ir. Casi siempre, en esas escapadas cortas, de un modo u otro, el juego y el azar formaban parte de la improvisación: "tú decides a dónde vamos y yo qué musica escuchamos durante el viaje". Así nos acompañaron Bach, Bruce o Monteverdi a Gredos, a Sevilla, a Oporto...
Dedicábamos mucho tiempo a buscar en internet ofertas de vuelos baratos para escapar unos días a cualquier sitio que estuviera a un par de horas de avión. Siempre estábamos tomando buena nota de dónde había gente conocida que pudiera alojarnos si pasábamos por su ciudad.
Nos conocimos hace poco más de cinco años. Se supone que durante ese tiempo fuimos felices. Yo, sin duda, lo fui. Al principio andábamos entre su casa y la mía sin acabar de decidir dónde estábamos más a gusto. Vivíamos muy cerca, así que era fácil decidir sobre la marcha dónde dormíamos o dónde quedábamos a comer o dónde pasábamos la tarde viendo una peli. Al cabo de unos meses, después de hablarlo mucho, decidimos que lo mejor sería mantener las dos casas. Salía un poco más caro, pero era un buen modo de mantenernos cerca sin perder independencia, y en cualquier momento podíamos vernos en una o en otra según nos apeteciera o según nos conviniera por horarios, viajes o trabajos.
Aquel fin de semana fue uno de esos improvisados con la furgoneta. Para lo que aquí quiero contar no importa mucho dónde estábamos, podía ser Burgos o Cádiz o Ávila o Lugo... hoy ya da igual.
Era finales de abril o primeros de mayo. Eso sí lo recuerdo bien porque en esos días estábamos hablando del verano, pensando en hacer algún viaje largo. Nada aventurero, la idea era más bien buscar algún camping cerca de una playa tranquila y pasar allí varias semanas paseando, leyendo, escribiendo, charlando...
Habíamos pasado la mañana vagando por la ciudad. Ya la conocíamos de otras visitas, así que no teníamos esa urgencia que se siente cuando estás en un lugar por primera vez. Era agradable recorrer sin rumbo las calles del casco viejo, esperando llegar a cada esquina para decidir por dónde seguir caminando. A media mañana nos sentamos en un bar a tomar un café. Estuvimos leyendo un rato y aprovechamos para ir anotando ideas sobre lo del verano. Llevábamos uno de esos portátiles pequeñitos y sobre la barra tenían un cartel algo grasiento que decía que había wi-fi en el local, así que entramos en internet para ver destinos, consultar condiciones de alojamientos, y pensar itinerarios.
Sobre las dos y algo dimos con un pequeño restaurante que nos gustó para comer. Estaba en una de las calles del casco antiguo, a la espalda de la catedral, una de esas callecitas que no eran zona de paso para los cientos de forasteros que ese día llenábamos la ciudad. El restaurante no debía aparecer en ninguna guía porque daba la impresión de que quienes estaban allí eran público habitual: una pareja joven con un par de críos, unos señores mayores picando algo en la barra, un grupo de cinco o seis mujeres en una mesa grande al fondo del comedor, otras cuatro personas que debían trabajar por la zona y habían bajado a comer.
Al entrar vimos una mesa vacía junto a una de las ventanas: luminosa, fresquita, tranquila. La calle era estrecha, así que la vista no era espectacular, pero era peatonal y poco bulliciosa, que era lo que buscábamos para comer con calma, sin ruido de coches, antes de regresar por la tarde a casa. Asomándote un poco se veía al fondo de la calle una de las plazas por las que habíamos paseado un rato antes. De vez en cuando veíamos a gente que caminaba hacia un lado o hacia otro junto a la ventana, e incluso podíamos oir sus conversaciones si pasaban cerca. Había quien se detenía unos minutos junto a la puerta a mirar la carta, hablaban un momento, echaban un vistazo por la ventana para valorar la pinta que tenían los platos que había en las mesas o las fuentes de la barra, y decidían si entrar a comer o seguir buscando.
Pedimos unas raciones para compartir y una botella de vino. Mientras comíamos continuamos la conversación sobre nuestro viaje de verano, seguimos pensando opciones, lugares, fechas, planes, visitas, trayectos... Hablamos de la posibilidad de ir con la furgoneta como otras veces o de llegar un poco más lejos viajando en avión, de hacer unas vacaciones sedentarias como habíamos hablado o quizá un poco más movidas cambiando de sitio cada dos o tres días...
Nos acordamos de unos amigos que habían ganado un viaje a Islandia en un sorteo que había montado una librería de viajes a la que íbamos con frecuencia. Esos días seguíamos sus peripecias por la isla a través de su blog. Podía ser un buen destino para nuestro verano. También recordamos a otros amigos a los que habíamos visto unos días antes, que nos habían contado que con la que estaba cayendo y ya que iban a irse de vacaciones un par de semanas, y se iban a dejar algo de su dinero en algún sitio, habían decidido ir a dejárselo en Grecia.

Entonces oímos unas voces que pasaban junto a la ventana, y mientras yo aún seguía diciendo no sé qué sobre la crisis griega, sentí cómo se detenían sus manos sobre la mesa, percibí su ausencia más allá del silencio que se instaló a nuestro alrededor como una niebla densa, sólo roto por la conversación que entraba por la ventana. Levanté la vista de mi plato y vi cómo su mirada se dirigía hacia afuera siguiendo el rastro de las voces que ya se alejaban, como olfateando una de ellas. Todo se había detenido de repente. Había oído algo o había visto a alguien, que había hecho que enmudeciera.
"Un minuto", me dijo. Dejó su servilleta sobre la mesa, se levantó y salió del restaurante. Yo no había reconocido las voces ni a nadie del grupo que acababa de pasar, sólo había oído murmullos y había visto las espaldas alejándose. Me asomé un poco más y vi cómo corría hacia el grupo. Eran seis o siete personas. Al alcanzarles tocó en el hombro a una de ellas, que se volvió sorprendida. Yo ya no podía oirles por la distancia y por el ruido de las conversaciones del restaurante, pero pude ver cómo la persona a la que se había dirigido gesticulaba para decirle al grupo con el que iba que siguieran y que en seguida les alcanzaría. Los del grupo asintieron y echaron a andar continuando por la calle unos metros y girando en seguida a la derecha por uno de los callejones estrechos que salían hacia la plaza del mercado.
Aún no se habían dicho nada. Sólo se miraron en silencio durante un tiempo que parecieron horas. Y entonces se abrazaron como si no se hubieran abrazado desde hacía años... como si en todos esos años no hubieran pensado en otra cosa que en darse ese abrazo. Al separarse empezaron a hablar sin parar, gesticulando, interrumpiéndose, en sus caras se veía la alegría, la sorpresa, la confusión... se tocaban la cara, se daban las manos, se volvían a abrazar, seguían hablando, se tocaban de nuevo... Y por fin, el silencio. Frente a frente, no dejaban de mirarse, pero esta vez con determinación, con asombro, con una certidumbre imposible de entender por nadie más. Se dijeron algo y echaron a andar hacia el final de la calle...

Yo seguía en mi mesa. Seguía mirando por la ventana. Había dejado de comer para esperar a que volviera. Delante de mí, los platos sin acabar, la botella de vino a medias, los trozos de pan, los cubiertos, los vasos, las servilletas... Todo seguía allí como si no hubiera ocurrido nada, como si aún estuviéramos comiendo, riendo, hablando de nuestro próximo verano. Del respaldo de su silla seguía colgada su mochila y el forro polar que se había quitado al entrar. Sobre la mesa, a un lado de los platos, junto al alféizar, el plano de la ciudad, las llaves de la furgoneta, nuestros móviles...
Todos aquellos objetos seguían sobre la mesa como si nuestras vidas no acabaran de dar un vuelco, como si no empezara todo de nuevo, como si no tuviera que reinventarme a partir del instante en que saliera de ese restaurante, como si en lugar de haberse ido para siempre se hubiera levantado para ir un momento al baño o para pedir algo en la barra y estuviera a punto de volver.
Desde que vi su gesto al oir las voces junto a la ventana, y cómo se levantaba de la mesa, de algún modo sentí que no iba a volver y que cualquier búsqueda sería inútil.
En esos días estaba leyendo un libro de un poeta japonés muerto hace muchos siglos. Me vino la imagen de unos versos que había leído esa misma mañana y que aún hoy no he podido quitarme de la mente:
[…] se fue como una hoja en el viento,
como una gota en el arroyo.
Terminé de comer. Recogí las cosas, pagué, salí del restaurante y fui hacia donde habíamos dejado la furgoneta. Fui incapaz de llorar hasta llegar a casa.

En estos meses no he vuelto a tener noticias suyas. Nunca. Nada. Ninguna llamada, ningún correo electrónico, ninguna visita para recoger sus cosas. Nunca he sabido quién era esa persona, ni qué les había sucedido antes de que yo apareciera en su vida.


Estoy pasando el verano en casa, leyendo, escribiendo, paseando, escuchando música...

Madrid, agosto de 2012.

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