Mi
nombre es Clara. Nací hace casi veinte años muy lejos de donde
pronto voy a morir. Durante mi vida he hecho largos viajes y he
recorrido varias veces Europa de punta a punta. He andado mucho y he
visto mucho. He aprendido mucho sobre mí misma, sobre las personas
que he conocido y sobre los lugares que he visitado. He visto
paisajes increíbles, ciudades asombrosas, he conocido a las personas
más sabias y a las más necias. En mis viajes han querido verme
reyes y campesinos, músicos, escritores, científicos y filósofos,
ricos y pobres, hombres y mujeres, viejos y niños. Todos, creo que
sin excepción, me han admirado y se han asombrado al verme.
A
pesar de todo eso, hoy que aún siendo joven siento que la muerte no
tardará en visitarme, lamento no haber tenido una vida feliz. Quizá
quien lea esta historia pueda considerarme sabia, signifique eso lo
que signifique, por todo lo que he visto y todas las personas a las
que he conocido, pero jamás me he podido sentir libre. Siempre he
estado vigilada por alguien o atada o dentro de una jaula o rodeada
de una cerca que era todo mi horizonte durante días y días hasta
que volvíamos a tomar el camino para dirigirnos a otra ciudad donde,
de nuevo encerrada, volvían a exhibirme. En mi vida he recorrido
miles de kilómetros, pero nunca he podido caminar por mí misma más
de quince o veinte metros seguidos.
Me
capturaron cuando tenía sólo unas semanas. Y nunca he vuelto a
vivir en libertad. No puedo decir que me hayan cuidado mal. Nunca me
ha faltado la comida ni el abrigo. Les interesaba mantenerme sana.
Enferma o muerta no les resultaba rentable.
Quienes
me cogieron, contando con que lograrían algún tipo de recompensa,
me llevaron hasta su amo, Jan Albert Sichterman, un comerciante de
origen holandés, culto, viajero, ambicioso, amante de coleccionar
obras de arte, libros, objetos y animales exóticos. De joven tuvo
algún problema con la justicia cerca de Groningen, su ciudad natal.
Durante una noche de farra se vió envuelto en la muerte del hijo de
uno de los más importantes comerciantes de té, café y tabaco de la
ciudad. El caso nunca se llegó a aclarar del todo, pero gente
cercana le recomendó irse lo más lejos posible durante una
temporada para evitar la ira de quien había perdido a su hijo y
heredero y veía en él al único culpable de esa muerte. Dejó
Europa siendo muy joven e hizo carrera en la Compañía de las Indias
Orientales compaginando su inteligencia con su falta de escrúpulos a
la hora de hacer negocios. Además de los cargos que fue ocupando en
la Compañía, comerció con todo lo que se le puso a mano: especias,
tabaco, armas, pieles, marfil...
Cuando
me llevaron a su presencia consideró que tenerme en su casa podría
ser un buen divertimento para sus amistades. Así que allí pasé
buena parte de mi infancia, casi tres años, acostumbrándome a vivir
observada, entre muros. Al menos seguía viviendo en Bengala, cerca
del lugar y en el clima en que había nacido.
Cuando
el señor Sichterman se cansó de tenerme entre sus posesiones, me
regaló a un comerciante, el señor Douwe Mout van der Meer. Me
extraña que fuera simplemente un regalo sin ninguna contrapartida
para él, pero nunca llegué a conocer el acuerdo al que llegaron. Un
par de meses después partíamos de Dacca rumbo a Europa. ¿Cómo
podría contar ese viaje, el primero de muchos? ¿Cómo explicar mi
miedo al sentir que el suelo que pisas se balancea sin entender la
causa? ¿Cómo narrar el malestar tras días y días de navegación
por mar abierto sin ver tierra, sin saber cuánto tiempo más quedaba
de travesía ni a dónde nos dirigíamos? ¿Cómo lograr que quien
escuche esta historia llegue a imaginar el dolor de las cadenas que
me mantuvieron atada a cubierta durante semanas? ¿Cómo transmitir
la inseguridad de no saber moverme por la cubierta de madera, siempre
resbaladiza? Me alimentaban, me mantenían limpia, trataban de
protegerme cuando hacía demasiado frío o demasiado calor durante el
viaje, pero yo era incapaz de entender qué ocurría, no podía saber
a dónde íbamos ni para qué.
A
mitad de ese verano, creo que era el año 1741, después de muchas
semanas de viaje, tras descender hacia el sur para rodear el cabo de
Buena Esperanza y luego subir recorriendo todo el Atlántico,
bordeando África y Europa, llegamos al puerto de Rótterdam. Nunca
había visto nada parecido: esa algarabía inimaginable, el ruido
ensordecedor que hacían cientos de hombres moviéndose como si el
puerto entero fuera un inmenso hormiguero, cargando fardos de un
sitio a otro, trasladando caballos, ovejas, vacas y cerdos de aquí
para allá, moviéndose entre los tinglados del puerto, cada uno
ocupado en su tarea, amarrando en los norays los cabos lanzados desde
los barcos que llegaban constantemente sustituyendo a los que
abandonaban el puerto con nuevas cargas y nuevos destinos, estibando
los barcos fondeados que atracaban en el que era, ya entonces, uno de
los grandes puertos de Europa. En julio, incluso allí, tan al norte,
el clima es templado, así que no sentí el frío que luego he
sufrido durante muchos inviernos viajando de ciudad en ciudad.
Pocas
semanas después de llegar tuvimos los primeros espectáculos. Quizá
el nombre le venía un poco grande a lo que, para rentabilizar mi
traslado, había ideado durante las semanas de viaje desde Asia mi
nuevo dueño, el señor Van der Meer, pero a él le gustaba llamarlos
así, espectáculos. En un gran cartel había escrito en varios
idiomas y con llamativos colores: El espectáculo de Clara, la
rinoceronte india. Y así lo anunciaba en el carro que construyó
especialmente para trasladarme de un sitio a otro. Un carro vistoso,
decorado con aire oriental, se supone que confortable para mí aunque
en su interior no pudiera casi moverme. Al llegar a una ciudad, me
paseaba por las calles durante varios días encerrada en el carro, en
el que la gente sólo podía intuirme a través de los listones de
madera, creando en quienes se cruzaban con nosotros la curiosidad, el
asombro, el interés... Y entonces, tras unos días en que la noticia
corría por barrios y mercados, en algún patio que alquilaba y que
pedía que acondicionaran para ello, me mostraba durante unas horas a
cambio de unas monedas. Yo no tenía que hacer nada, sólo estar, ver
pasar a la gente, sus caras de sorpresa, de repugnancia, de miedo, de
lástima...
Esto
duraba cinco o seis días en cada ciudad. Al principio venía
bastante gente, pero los últimos días era una locura. Quienes ya me
habían visto corrían a contárselo a sus vecinos, a sus familiares,
a quienes encontraban entre los puestos del mercado, en los talleres,
en las iglesias... y cada día aumentaban las colas que se formaban
para conseguir acceder al recinto en el que yo esperaba tranquila,
resignada. El último día solía colgar en la puerta de entrada un
cartel anunciando que el espectáculo se prolongaba un par de días
más. Y volvía a correr la voz, y quienes ya habían venido a verme
repetían y se lo volvían a contar a sus conocidos y alardeaban de
haberme visto más de una vez. En menos de una semana la ciudad
quedaba reducida a dos grupos de personas: quienes habían visto a la
increíble rinoceronte india Clara, y quienes por algún motivo no
habían podido acudir a admirarme y posiblemente jamás podrían ver
un espectáculo tan asombroso.
El
éxito fue tan enorme, y tan inesperado, que no sólo corrió la voz
dentro de las ciudades en las que parábamos, sino que se contagiaba
a las ciudades próximas y en ocasiones recibíamos mensajes de sus
alcaldes o gobernadores pidiéndonos que las incluyéramos en nuestro
recorrido.
Al
principio fueron Bruselas, Hamburgo, Ámsterdam... pero luego
siguieron Berlín y Viena y Hannover y Ratisbona y Berna y París y
Praga y qué se yo cuántos lugares más por toda Europa, sin
descanso... Casi cada dos semanas nos trasladábamos. Fueron miles de
personas las que me vieron en esos meses. Tantos y tantos ojos
mirándome y ninguno pareció reconocer la tristeza en los míos.
En
muchas ocasiones llegaba un mensajero con una carta dirigida a mi
dueño. Eran cartas del rey de Francia o de Polonia o de Prusia, del
Conde de tal sitio o del Marqués de tal otro. Cartas en las que
mostraban su interés por ver la maravilla que causaba admiración
por todas partes. Desde los tiempos del Imperio Romano sólo se
habían visto tres o cuatro rinocerontes en Europa y no querían
perderse la ocasión de ver al que ahora viajaba por sus reinos.
Mantenían las formas, al fin y al cabo eran reyes y nobles quienes
enviaban esas cartas, pero en ellas suplicaban al ya muy rico señor
Van der Meer poder verme, tener una función privada en la que
pudieran disfrutar a solas de mi presencia, sin mezclarse con el
vulgo. Mi dueño se hacía un poco de rogar, les hablaba de sus
compromisos en otros lugares, de las muchas ciudades que aún
debíamos visitar, hasta que conseguía que esos reyes y condes le
imploraran, convenciéndole sólo cuando el precio había subido lo
suficiente. Entonces recogíamos los bártulos allá donde
estuviéramos y nos dirigíamos al palacio correspondiente. No era
sólo el dinero lo que atraía al señor Van der Meer. Era también,
y creo que sobre todo, la sensación de poder jugar a voluntad con
quienes sabía que eran superiores a él, poder jugar con su deseo,
con su curiosidad enfermiza, manipular a su antojo el interés
malsano que mostraban por verme.
A
veces había quien quería tocarme, sentir el contacto de mi piel
dura y áspera. No eran muchos, porque el miedo a que la bestia
reaccionara de forma inesperada era demasiado grande. Pero los más
atrevidos pedían a mi dueño poder pagar un suplemento por acercarse
y rozarme con dedos nerviosos. Cuando eso ocurría yo me quedaba más
quieta que nunca, sin mover ni un músculo. Alguna vez había
golpeado sin querer a alguien que se había acercado demasiado y eso
me había supuesto severos castigos para seguir adiestrándome y
volviéndome aún más dócil, más sumisa. Aprendí a hacerme de
mármol y ni siquiera pestañear cuando alguien quería acercarse
para tocarme o para verme desde un poquito más cerca.
Sentí
el miedo, la repugnancia o el extrañamiento de quien tiene
dificultades para creer incluso lo que está viendo con sus propios
ojos. Pero en algunas ocasiones, pocas, sentí también el respeto de
quien venía a verme. Algunos artistas, científicos, gente con una
sensibilidad superior a la habitual, o al menos diferente. En Verona
conocí al pintor Luigi Aretino della Porta, que en su juventud había
sido amigo y compañero de correrías de Antonio Vivaldi, que acababa
de morir hacía sólo unos meses en Viena. La tristeza por la pérdida
de su amigo músico le sumió en una melancolía de la que ya no
saldría hasta su propia muerte. Al verme reconoció en mí esa misma
amargura, la que me provocaba el desamparo de mi falta de libertad.
Recuerdo que vino cuatro días seguidos. Entraba en el patio en el
que me exhibieron en Verona, cerca de la Piazza delle Erbe. Se
sentaba en algún rincón desde el que pudiera observarme cómodamente
y pasar más o menos desapercibido, y me miraba con atención, con
admiración, con respeto, en definitiva. De vez en cuando hacía un
boceto en pliegos de papel que sacaba de una bellísima carpeta de
cuero negro. Muchas veces lloraba. En Leipzig acudió a verme el
mismísimo Johann Sebastian Bach. Fue un par de años antes de morir
y ya tenía serios problemas en la vista, así que pidió a uno de
sus hijos que le acompañara y le describiera lo que veía. Más que
verme, escuchó lo que le contaban de mi. Y yo sentí cómo él podía
oír mi soledad y mi tristeza. También algún tiempo antes me había
visto en Dresde fray Juan de Berzosa, un religioso español, viajero
y estudioso de la naturaleza, fascinado por animales y plantas, que
me observó con auténtico interés, no como a un objeto de adorno o
de exhibición, sino como a un ser vivo, como a un semejante a él.
No recuerdo muchos más casos así, en que quien venía a verme
verdaderamente me respetara y no me viera sólo como algo exótico
encerrado en una jaula.
Aún
me embarcaron varias veces más. Cruzamos el canal de la Mancha para
que me viera la familia real británica. Algunas veces sentía que en
realidad era yo quien observaba divertida y curiosa a quienes habían
ido a verme, y eran ellos los observados como exóticos. Cruzamos
también en barco de Marsella a Italia para bajar luego hacia Roma,
una ciudad asombrosa donde hasta el mismo Papa se interesó por mí,
y volver a ir hacia el norte a Venecia, donde fui una de las
atracciones de los carnavales de ese año, si es que esa ciudad
necesita alguna atracción más que ella misma.
Creo,
aunque a veces me falla la memoria, que fue durante una de esas
travesías, mucho más cortas que la que hice de Bengala a Europa,
pero no menos desagradables, cuando oí hablar del famoso rinoceronte
de Durero, al que también trajeron a Europa desde Asia, aunque en su
caso la intención no era mostrarlo como un fenómeno de feria, sino
entregarlo como regalo del rey de Portugal al Papa. Corrió peor
suerte que yo y murió ahogado al naufragar su barco poco antes de
llegar a puerto. Durero nunca lo llegó a ver, lo dibujó de oídas a
partir de las descripciones que oyó de boca de quienes sí lo habían
visto en Lisboa, pero su grabado se convirtió en un icono y mucha
gente pensaba que era más real que un rinoceronte de verdad, tanto
que cuando algunos viajeros contaban haber encontrado alguno en sus
expediciones por África o Asia, y lo describían tal como lo habían
visto, mucha gente confiaba más en la imagen que había grabado
Durero que en esos relatos hechos de primera mano.
En
muchos sitios me retrataron. La novedad hacía que muchos quisieran
retener mi imagen haciendo dibujos, óleos, grabados, cerámicas... Y
así quedaré para la posteridad, como una rinoceronte triste y
viajera.
Llevo
varios meses en Londres. Volvimos en octubre de nuestro último
viaje, larguísimo, que nos llevó de nuevo hasta Polonia y luego
hacia el norte, en pleno invierno, pasando por Copenhague y
Ámsterdam. Siento que no me queda ya mucho tiempo. El señor Van der
Meer debe haberlo notado también porque no parece que tenga
intención de que iniciemos un nuevo viaje. Me debe ver enferma y
débil. O quizá también él está cansado. En el fondo su vida no
ha sido mucho mejor que la mía. A veces el guardián está tan preso
como el convicto al que vigila. Aquí el clima es espantoso. Sigo
añorando, aún hoy, casi veinte años después de salir de allí, el
calor húmedo de mi infancia bengalí.
Manjirón, enero de 2014.
Clara by Román J. Navarro Carrasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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Actualización del 20 de marzo de 2018
Escribí este relato a principios de 2014 y lo colgué aquí a finales de año. Vuelvo a leerlo tiempo después y creo que es de las cosas que he escrito que más me gustan.
Cuatro años después, mientras paso unos meses en Londres, he descubierto un par de cosas que me han hecho acordarme de este texto:
- Hace unos días descubrí en la National Gallery este cuadrito de Pietro Longhi [1701-1785] titulado Exhibición de un rinoceronte en Venecia [1751]:
- Y hoy mismo leo por ahí que ha muerto Sudan, el último macho de una subespecie de rinoceronte blanco.
Sit tibi terra levis.
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