Siempre teníamos la
mochila preparada. Aprovechábamos cualquier fin de semana para salir
de casa. En cuanto teníamos unos días libres, cogíamos los
bártulos y a correr.
A veces subíamos a
la furgoneta, antes de arrancar sacábamos de la guantera el mapa de
carreteras y en un minuto, mientras nos poníamos los cinturones,
decidíamos a dónde ir. Casi siempre, en esas escapadas cortas, de
un modo u otro, el juego y el azar formaban parte de la
improvisación: "tú decides a dónde vamos y yo qué musica
escuchamos durante el viaje". Así nos acompañaron Bach, Bruce
o Monteverdi a Gredos, a Sevilla, a Oporto...
Dedicábamos mucho
tiempo a buscar en internet ofertas de vuelos baratos para escapar
unos días a cualquier sitio que estuviera a un par de horas de
avión. Siempre estábamos tomando buena nota de dónde había gente
conocida que pudiera alojarnos si pasábamos por su ciudad.
Nos conocimos hace
poco más de cinco años. Se supone que durante ese tiempo fuimos
felices. Yo, sin duda, lo fui. Al principio andábamos entre su casa
y la mía sin acabar de decidir dónde estábamos más a gusto.
Vivíamos muy cerca, así que era fácil decidir sobre la marcha
dónde dormíamos o dónde quedábamos a comer o dónde pasábamos la
tarde viendo una peli. Al cabo de unos meses, después de hablarlo
mucho, decidimos que lo mejor sería mantener las dos casas. Salía
un poco más caro, pero era un buen modo de mantenernos cerca sin
perder independencia, y en cualquier momento podíamos vernos en una
o en otra según nos apeteciera o según nos conviniera por horarios,
viajes o trabajos.
Aquel fin de semana
fue uno de esos improvisados con la furgoneta. Para lo que aquí
quiero contar no importa mucho dónde estábamos, podía ser Burgos o
Cádiz o Ávila o Lugo... hoy ya da igual.
Era finales de abril
o primeros de mayo. Eso sí lo recuerdo bien porque en esos días
estábamos hablando del verano, pensando en hacer algún viaje largo.
Nada aventurero, la idea era más bien buscar algún camping cerca de
una playa tranquila y pasar allí varias semanas paseando, leyendo,
escribiendo, charlando...
Habíamos pasado la
mañana vagando por la ciudad. Ya la conocíamos de otras visitas,
así que no teníamos esa urgencia que se siente cuando estás en un
lugar por primera vez. Era agradable recorrer sin rumbo las calles
del casco viejo, esperando llegar a cada esquina para decidir por
dónde seguir caminando. A media mañana nos sentamos en un bar a
tomar un café. Estuvimos leyendo un rato y aprovechamos para ir
anotando ideas sobre lo del verano. Llevábamos uno de esos
portátiles pequeñitos y sobre la barra tenían un cartel algo
grasiento que decía que había wi-fi en el local, así que entramos
en internet para ver destinos, consultar condiciones de alojamientos,
y pensar itinerarios.
Sobre las dos y algo
dimos con un pequeño restaurante que nos gustó para comer. Estaba
en una de las calles del casco antiguo, a la espalda de la catedral,
una de esas callecitas que no eran zona de paso para los cientos de
forasteros que ese día llenábamos la ciudad. El restaurante no
debía aparecer en ninguna guía porque daba la impresión de que
quienes estaban allí eran público habitual: una pareja joven con un
par de críos, unos señores mayores picando algo en la barra, un
grupo de cinco o seis mujeres en una mesa grande al fondo del
comedor, otras cuatro personas que debían trabajar por la zona y
habían bajado a comer.
Al entrar vimos una
mesa vacía junto a una de las ventanas: luminosa, fresquita,
tranquila. La calle era estrecha, así que la vista no era
espectacular, pero era peatonal y poco bulliciosa, que era lo que
buscábamos para comer con calma, sin ruido de coches, antes de
regresar por la tarde a casa. Asomándote un poco se veía al fondo
de la calle una de las plazas por las que habíamos paseado un rato
antes. De vez en cuando veíamos a gente que caminaba hacia un lado o
hacia otro junto a la ventana, e incluso podíamos oir sus
conversaciones si pasaban cerca. Había quien se detenía unos
minutos junto a la puerta a mirar la carta, hablaban un momento,
echaban un vistazo por la ventana para valorar la pinta que tenían
los platos que había en las mesas o las fuentes de la barra, y
decidían si entrar a comer o seguir buscando.
Pedimos unas
raciones para compartir y una botella de vino. Mientras comíamos
continuamos la conversación sobre nuestro viaje de verano, seguimos
pensando opciones, lugares, fechas, planes, visitas, trayectos...
Hablamos de la posibilidad de ir con la furgoneta como otras veces o
de llegar un poco más lejos viajando en avión, de hacer unas
vacaciones sedentarias como habíamos hablado o quizá un poco más
movidas cambiando de sitio cada dos o tres días...
Nos acordamos de
unos amigos que habían ganado un viaje a Islandia en un sorteo que
había montado una librería de viajes a la que íbamos con
frecuencia. Esos días seguíamos sus peripecias por la isla a través
de su blog. Podía ser un buen destino para nuestro verano. También
recordamos a otros amigos a los que habíamos visto unos días antes,
que nos habían contado que con la que estaba cayendo y ya que iban a
irse de vacaciones un par de semanas, y se iban a dejar algo de su
dinero en algún sitio, habían decidido ir a dejárselo en Grecia.
Entonces oímos unas
voces que pasaban junto a la ventana, y mientras yo aún seguía
diciendo no sé qué sobre la crisis griega, sentí cómo se detenían
sus manos sobre la mesa, percibí su ausencia más allá del silencio
que se instaló a nuestro alrededor como una niebla densa, sólo roto
por la conversación que entraba por la ventana. Levanté la vista de
mi plato y vi cómo su mirada se dirigía hacia afuera siguiendo el
rastro de las voces que ya se alejaban, como olfateando una de ellas.
Todo se había detenido de repente. Había oído algo o había visto
a alguien, que había hecho que enmudeciera.
"Un minuto",
me dijo. Dejó su servilleta sobre la mesa, se levantó y salió del
restaurante. Yo no había reconocido las voces ni a nadie del grupo
que acababa de pasar, sólo había oído murmullos y había visto las
espaldas alejándose. Me asomé un poco más y vi cómo corría hacia
el grupo. Eran seis o siete personas. Al alcanzarles tocó en el
hombro a una de ellas, que se volvió sorprendida. Yo ya no podía
oirles por la distancia y por el ruido de las conversaciones del
restaurante, pero pude ver cómo la persona a la que se había
dirigido gesticulaba para decirle al grupo con el que iba que
siguieran y que en seguida les alcanzaría. Los del grupo asintieron
y echaron a andar continuando por la calle unos metros y girando en
seguida a la derecha por uno de los callejones estrechos que salían
hacia la plaza del mercado.
Aún no se habían
dicho nada. Sólo se miraron en silencio durante un tiempo que
parecieron horas. Y entonces se abrazaron como si no se hubieran
abrazado desde hacía años... como si en todos esos años no
hubieran pensado en otra cosa que en darse ese abrazo. Al separarse
empezaron a hablar sin parar, gesticulando, interrumpiéndose, en sus
caras se veía la alegría, la sorpresa, la confusión... se tocaban
la cara, se daban las manos, se volvían a abrazar, seguían
hablando, se tocaban de nuevo... Y por fin, el silencio. Frente a
frente, no dejaban de mirarse, pero esta vez con determinación, con
asombro, con una certidumbre imposible de entender por nadie más. Se
dijeron algo y echaron a andar hacia el final de la calle...
Yo seguía en mi
mesa. Seguía mirando por la ventana. Había dejado de comer para
esperar a que volviera. Delante de mí, los platos sin acabar, la
botella de vino a medias, los trozos de pan, los cubiertos, los
vasos, las servilletas... Todo seguía allí como si no hubiera
ocurrido nada, como si aún estuviéramos comiendo, riendo, hablando
de nuestro próximo verano. Del respaldo de su silla seguía colgada
su mochila y el forro polar que se había quitado al entrar. Sobre la
mesa, a un lado de los platos, junto al alféizar, el plano de la
ciudad, las llaves de la furgoneta, nuestros móviles...
Todos aquellos
objetos seguían sobre la mesa como si nuestras vidas no acabaran de
dar un vuelco, como si no empezara todo de nuevo, como si no tuviera
que reinventarme a partir del instante en que saliera de ese
restaurante, como si en lugar de haberse ido para siempre se hubiera
levantado para ir un momento al baño o para pedir algo en la barra y
estuviera a punto de volver.
Desde que vi su
gesto al oir las voces junto a la ventana, y cómo se levantaba de la
mesa, de algún modo sentí que no iba a volver y que cualquier
búsqueda sería inútil.
En esos días estaba
leyendo un libro de un poeta japonés muerto hace muchos siglos. Me
vino la imagen de unos versos que había leído esa misma mañana y
que aún hoy no he podido quitarme de la mente:
[…] se fue como
una hoja en el viento,
como una gota en
el arroyo.
Terminé de comer.
Recogí las cosas, pagué, salí del restaurante y fui hacia donde
habíamos dejado la furgoneta. Fui incapaz de llorar hasta llegar a
casa.
En estos meses no he
vuelto a tener noticias suyas. Nunca. Nada. Ninguna llamada, ningún
correo electrónico, ninguna visita para recoger sus cosas. Nunca he
sabido quién era esa persona, ni qué les había sucedido antes de
que yo apareciera en su vida.
Estoy pasando el
verano en casa, leyendo, escribiendo, paseando, escuchando música...
Madrid, agosto de 2012.
Una voz en la ventana by Román J. Navarro Carrasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
No hay comentarios:
Publicar un comentario