Estudié en la Complutense, pero desde que acabé he ido con frecuencia, por unos motivos o por otros, a la Autónoma: a visitar a gente, a comer, a la biblioteca, a recibir o dar clases de algunas cosas... y a la librería.
Me encanta esa librería. Un espacio enorme en el que hay de todo: literatura, ciencias, idiomas, arte... Un sitio donde procrastinar entre libros sin pena ni remordimientos. De hecho algunas veces les he mandado mi currículum por si necesitaban a alguien para trabajar allí una temporada. Nunca me llamaron.
Ayer estuve allí. Fui a dar un par de clases por la mañana y al terminar entré en la librería a preguntar por un par de libros que andaba buscando estos días. Me sorprendió verla medio desmantelada, pero pensé que quizá estaban de inventario o algo así. Pronto me di cuenta de que era algo más feo que un inventario. Habían vaciado casi todo. Sólo quedaban unas cuantas mesas con unos pocos libros extranjeros o de cosas tan exóticas que nunca nadie va a comprarlos, y un señor, con no muy buena cara, moviendo cosas de aquí para allá.
Le pregunté y me dijo que cerraban.
Me explicó que estaban liquidando los libros con un buen descuento y las cosas de papelería hasta que se acabaran.
Me confesó que la empresa estaba en quiebra, que no eran dueños ni de sus propias decisiones y que él había quedado como único empleado hasta que cerraran del todo.
Me contó que los estudiantes universitarios no compran libros, que los profesores tampoco, y que así no puede mantenerse una librería en una universidad.
Mientras yo le respondía que era una pena y que lo sentía muchísimo y que mucho ánimo, se acercó a nosotros una chica jovencita, seguramente una estudiante de primero o segundo, y le preguntó si tenía cuadernos de espiral con hojas de cuadritos. El señor, un poco ojeroso y con cara de estar muy cansado, se despidió de mí con un gesto de la mano y se puso a explicarle a la chica dónde encontrarlos.
Fuera no paraba de llover, así que me puse la capucha, me cerré bien el abrigo, me puse por delante mi mochila para protegerla del agua y salí hacia el coche para subir a la sierra a comer algo rápido y así llegar a tiempo a la clase que tenía por la tarde en Buitrago.
Qué historia más triste, Román... las librerías de cercanía sustituidas por los grandes distribuidores de libros, que no tienen ningún amor por lo que venden y sobre todo no conocen a sus clientes. Para quienes consideramos que los libros no son un producto de consumo cualquiera, cada vez que se cierra una librería el mundo es un poco peor.
ResponderEliminar