domingo, 11 de marzo de 2018

Una punzada de no sé qué

Supongo que se podrá pensar que estoy amargado, sobre todo si uno se lo propone. Yo en cambio no creo que esté amargado, pero sí desilusionado: pensaba que con el tiempo llegaría a ser digno de algo más que eso, pero también puede ser que esa desilusión me haya salido al revés. No es sólo el trabajo; no es sólo que tengo treinta y cinco años y estoy soltero, más solo que la una, aunque esos factores tampoco ayudan nada. Es más bien..., qué sé yo. ¿Has visto alguna vez una fotografía tuya de cuando eras niño? Si no, ¿has visto alguna fotografía de un famoso cuando era pequeño? En mi opinión, esas fotografías o te ponen contento o te dejan más triste que nunca. Existe una maravillosa fotografía de Paul McCartney cuando era pequeño, y la primera vez que la vi me sentí estupendamente: todo ese talento, todo el dineral que va a ganar, todos esos años de domesticidad dichosa, un matrimonio sólido como una roca, unos hijos deliciosos, y él todavía no lo sabe. Luego, en cambio, están las fotografías de otros famosos: JFK, todos los muertos del rock, los que terminaron bien jodidos y los que se volvieron locos, los que descarrilaron en una curva, los que fueron asesinados, los que terminaron por ser unos desdichados, o también por volver desdichadas a otras personas, de formas y maneras que son demasiado numerosas para sacarlas aquí a colación..., y entonces te paras a pensar, y llegas a la conclusión de que mejor habría sido quedarse allí, en esa foto, porque la vida nunca será mejor que entonces. 
A lo largo de los últimos dos años, aquellas fotos mías de cuando era niño, las fotos que nunca quise que vieran mis novias, han empezado a producirme una punzada de no sé qué, porque no es exactamente infelicidad, pero sí un pesar a la vez llevadero y profundo. Hay una en la que salgo con un sombrero de vaquero, apuntando con un revólver a la cámara, empeñado en parecer un perfecto vaquero pero sin conseguirlo. A duras penas me atrevo a mirar ahora esa foto. A Laura le parecía dulcísima (¡ésa es la palabra que empleó, todo lo contrario de agrio!), y la colgó en la pared de la cocina. Ya la he devuelto al cajón correspondiente. Quiero pedirle disculpas a ese pequeño, decirle que lo siento, que le he decepcionado. Yo era el que presuntamente tenía que cuidar de él, pero la he jodido: me equivoqué en los momentos malos, y ese crío ha terminado por convertirse en mí.

De la novela Alta fidelidad [1995] de Nick Hornby.

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