Estuvimos tendidos en el suelo unos minutos, como si hubiésemos ingerido algún narcótico. En derredor el silencio era tan absoluto que lo único que se oía era ese gorgoteo desde el interior del coche.
—¿Y ahora qué hacemos, Frank?
—Ahora tenemos que ir adelante, Cora; tienes que hacerte fuerte. ¿Estás segura de que podrás aguantar?
—Después de esto puedo aguantar todo.
—La policía te va a tener a mal traer. Tratarán de amilanarte. ¿Crees que podrás hacerles frente?
—Creo que sí.
—Tal vez te endilguen algún cargo. No creo que puedan, con todos esos testigos que tenemos, pero a lo mejor lo hacen y te pasas un año en la cárcel por homicidio por imprudencia. No quiero que te hagas ilusiones. ¿Crees que podrás soportarlo?
—Siempre que al salir te encuentre esperándome...
—Estaré allí.
—Entonces podré.
—No te preocupes por mí. Yo estoy borracho. Hay testigos. Les diré cualquier cosa para hacerles perder la pista. Así, cuando esté fresco y diga lo que debo decir, me creerán.
—No lo olvidaré.
—Y tú estás furiosa conmigo, por la borrachera. Me consideras el culpable de todo.
—Comprendo.
—Bueno, entonces estamos listos.
—Frank...
—¿Qué?
—Una cosa. Tenemos que querernos. Si nos queremos, nada puede importarnos.
—¿Y acaso no nos queremos?
—Yo seré la primera en decirlo: te quiero, Frank.
—Te quiero, Cora.
—Bésame.
Con este diálogo empieza el capítulo 9 de la novela El cartero siempre llama dos veces [1934], de James M. Cain [1892-1977]. Otro de esos libros que leí hace un millón de años y que ahora (re)descubro entusiasmado.
Zapata dice que para aprender a escribir diálogos hay que leerse a Chandler y a Hammett y, sobre todo, el cartero de James M. Cain...
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