sábado, 30 de diciembre de 2017

Una pizquita de felicidad robada

Echémosle la culpa al cansancio, pero el caso es que me sorprendí a mí misma poniéndome de lo más sentimental. Sentí una enorme bocanada de ternura por esos tres y la intuición de que estábamos viviendo nuestras últimas meriendas de infancia...
Hacía casi treinta años que estos chicos me alegraban la vida... ¿Qué iba a ser de mí sin ellos? ¿Y cuándo terminaría la vida por separarnos?
Porque así son las cosas. Porque el tiempo separa a los que se quieren, y nada perdura.

Lo que estábamos viviendo, y los cuatro nos dábamos perfecta cuenta de ello, era una pizquita de felicidad robada. Una tregua, un paréntesis, un instante de gracia. Unas pocas horas sisadas a los demás...
¿Durante cuánto tiempo más tendríamos la energía de escapar así del día a día para saltar la verja del colegio? ¿Cuántas vacaciones nos daría aún la vida? ¿Cuántas burlas nos haría todavía? ¿Cuántos poquitos más de cosas buenas nos tenía reservados todavía? ¿Cuándo íbamos a perdernos y cómo se iría difuminando lo que aún nos unía?

¿Cuántos años nos quedaban todavía antes de hacernos viejos?

Y sé que éramos todos conscientes. Nos conozco bien. 
El pudor nos impedía hablar de ello pero, en ese momento preciso de nuestros caminos, lo sabíamos.
Sabíamos que, al pie de ese castillo en ruinas, estábamos viviendo el final de una época y que se acercaba el momento del cambio. Que había que zafarse de esa complicidad, esa ternura, ese amor algo rugoso. Había que desprenderse de todo eso. Abrir la palma de la mano y crecer por fin. 
También los Dalton tenían que marcharse cada uno por su lado al atardecer...

De la novela La sal de la vida [2009] de Anna Gavalda [1970- ].

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