jueves, 19 de enero de 2017

La máquina de hacer cosquillas

La penúltima vez que el padre entró en la librería de la plaza —de eso hace ya un año— fue con su hija. Cada domingo, iban a comprar el periódico y, de paso, le echaban un vistazo a la sección de libros infantiles. Hojeaban volúmenes ilustrados con cocodrilos rojos, conejos azules, jirafas verdes, y al padre le admiraba esa obsesión por cambiar el color de las cosas: naranjas amarillas, plátanos rosas, manzanas moradas. De vez en cuando, se llevaban uno. A la niña le hacía ilusión llevar el libro hasta el mostrador, dejarlo junto a la caja y esperar a que la dependienta —siempre la misma— lo metiera en una bolsa y le dijera cualquier cosa. Un día, la dependienta le regaló un huevo de chocolate envuelto en papel de plata. La niña lo llevó en la mano como un trofeo y no lo abrió hasta llegar a casa. De domingo en domingo, aquella ceremonia se fue convirtiendo en una tradición. Con una insistencia que incomodaba un poco al padre —sobre todo cuando sólo compraban el periódico—, la niña se plantaba ante el mostrador esperando —con el silencio de alguien que justo empieza a hablar y los ojos bien abiertos— recibir el huevo que la dependienta le regalaba.
Hasta que pasó lo que pasó.
El padre no volvió a la librería. Durante meses, tuvo que recuperarse, medicarse, encontrar el norte. De vez en cuando, un vendaval de postración lo destruía todo y era necesario volver a empezar: bocanadas de pasado que, organizadas en emboscada, lo atacaban con imágenes de una insultante nitidez, como cuando recordaba el día en el que inventaron el juego de la máquina de hacer cosquillas. El padre la perseguía moviendo los dedos de las manos como si fueran las patas de una araña, se acercaba a la niña, la levantaba e, imitando la voz de un monstruo televisivo, decía: «¡Cuidado con la máquina de hacer cosquillas!» Y ella pedía más y más, y se reía con unas carcajadas que el padre nunca más volverá a escuchar. De eso hace un año, aunque a él le parezca que hayan pasado treinta. 
Ayer, sin embargo, tuvo que volver a la librería. Se había comprometido a comprar un libro para un amigo que cumple años —la vida continúa, no se cansan de repetírselo— y, como lo había ido dejando hasta el último momento, no le quedó más remedio que acudir a uno de los pocos sitios abiertos en domingo. En el momento de entrar, deseó que, como mínimo, la dependienta no fuera la misma. También se prometió a sí mismo no acercarse a la sección de libros infantiles y poner en práctica todos los consejos de la gente que, de buena fe, ha intentado ayudarle. La dependienta era la misma. Lo saludó como si de verdad se alegrase de verlo y le preguntó por la niña. Haciendo de tripas corazón, el padre mantuvo una sonrisa de circunstancias atascada en los labios hasta que, entre dientes, consiguió mentir:
—Se ha quedado en casa. Está un poco resfriada.
Con una amabilidad que él no había previsto, la dependienta le ofreció un huevo de chocolate. 
—Toma. Dáselo de mi parte. 
Salió de la librería sin el libro que había ido a comprar. Entro en el coche. Miró el huevo. Antes de que los dedos le temblaran demasiado, lo desenvolvió procurando no romperlo y, lentamente, se lo fue comiendo. Sin apetito. Incapaz de guardarlo porque le habría recordado demasiado a la niña. Incapaz de tirarlo, porque le habría parecido una traición a su intensa, perdurable memoria.  

Del libro El último libro de Sergi Pàmies [2000] de Sergi Pàmies [1960- ].

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