lunes, 12 de diciembre de 2016

El juego

La idea es del hijo: se esconderá en el armario y, cuando su padre pase por delante, le dará un susto. La criatura abre las puertas, se instala debajo del estante inferior y, silenciosamente, cierra desde dentro. Al cabo de un rato, oye la voz de su padre. De entrada, lo llama en un tono normal. Luego, le añade una inquietud que va en aumento. Arriba y abajo de la casa, el padre repite el nombre del hijo, cada vez más alto, cada vez más irritado. Cuando, por la proximidad de los pasos y de los gritos, adivina que el padre debe de estar allí mismo, el hijo abre repentinamente las puertas y, divertido, grita: ¡buh! El padre sólo tiene tiempo para verse reflejado en el espejo del armario. Asustado, empalidece, siente una fuerte presión en el pecho, cae de rodillas, pone los ojos en blanco, hace una mueca, se ahoga, se convulsiona, saca baba por la boca y, medio minuto después, está clínicamente muerto. Horrorizado por la reacción de su compañero de juego, el hijo se pone a llorar. Al ver que el cuerpo de su padre no reacciona, se agarra a él con una desesperación que contrasta con la alegría que, hace medio minuto, le iluminaba la mirada. Mientras tanto, y envuelta en unos efectos especiales de alta intensidad lumínica, el alma del padre sale disparada del cuerpo, fffiiiuuu, hacia el cielo. Cuando llega al mostrador de recepción de esta gran superficie, San Pedro lo mira de arriba abajo. "¿Qué desea?", le pregunta. "Volver", responde el alma. San Pedro sonríe. "Todos decís lo mismo", comenta. El alma insiste en lo absurdo de la escena que, hace un rato, acaba de provocar la orfandad de un niño, solo en medio de un pasillo, de una ciudad con altos índices de criminalidad, de un mundo sin piedad. San Pedro no se inmuta. "Haberlo pensado antes de jugar a un juego tan peligroso", dice. El alma apela a la bondad universal y, de un modo voluntariamente retórico, se pregunta cómo es posible ser tan cruel y dejar abandonado a un pobre niño de seis años. Y mientras verbaliza un temor que le sirve para darse cuenta de la gravedad de la situación, enumera los problemas que, si no regresa de inmediato, amenazan a la criatura: fracaso escolar, crisis emocional, dislexia, secuelas de un golpe tan duro que se traducirán, seguro, en aislamiento, violencia, adicciones, psicopatías, traumas, deudas, dudas sobre la identidad sexual, embargos. "¿Le parece justo?", pregunta el alma, consciente del tono que emplea y del riesgo que, dadas las circunstancias, puede acarrear. En un primer momento, San Pedro se encoge de hombros, pero, quizá porque no tiene ninguna otra alma a mano ni demasiadas ganas de trabajar, le dice que vale, que haga el favor de regresar y que, la próxima vez, juegue a cosas más instructivas, como el scrabble, el monopoly, el ahorcado, la rayuela o el tetris. El alma se conmueve. Había oído hablar de la bondad de San Pedro, pero temía que fuera, como tantas otras cosas, una leyenda. Le da las gracias de un modo exagerado, con reverencia incluida, pero, con una leve sonrisa teñida de melancolía, San Pedro le dice que no esté tan contento y que ya se arrepentirá de haber regresado. La vuelta es tan fugaz como la ida: fffiiiuuu. De repente, el alma del padre vuelve a formar parte de un cuerpo sobre el cual, histérico y fuera de sí, llora un niño. El padre siente los latidos de su propio corazón y también los de su hijo, mucho más acelerados. Se abrazan. Se miran. La emoción mutua es la imagen de un equilibrio simétrico. Se levantan. El padre se pone al hijo a hombros y el niño, entre risas, todavía con los ojos entelados de lágrimas, le pregunta: "¿Y ahora a qué jugamos?"

Del libro Si te comes un limón sin hacer muecas [2006] del Sergi Pàmies [1960- ].

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